Opinión · Pato confinado
¿Y si fueran nuestros microbios quienes nos incitan a comer comida basura?
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Mírese en el espejo. ¿Qué ve? ¿Se ha dado cuenta? Además de bípedo, usted es un animal bicéfalo. No se asuste, no se ha convertido en monstruo de un día para otro, pero sí, de algún modo – o eso parecen indicar los últimos conocimientos científicos-, todos tenemos dos cerebros.
Creemos conocer un poco al primero: está en la cabeza, es una masa rectora que pesa entre 1.300 y 1.500 gramos, esponjosa, sinuosa, llena de materia gris y con más neuronas que estrellas en el firmamento, tan resiliente como frágil.
El otro, el llamado “segundo”, está en el estómago, en el aparato digestivo. Allí opera un sistema nervioso poderoso, una nutrida red de neuronas. Esa región está repleta de bacterias y microbios, es la microbiota intestinal. Un territorio para la química orgánica que permite el milagro de la vida, y donde además de ser absorbidos los nutrientes esenciales se toman unas decisiones más importantes de lo pudiéramos pensar.
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En realidad, tenemos en el cuerpo más microorganismos que células. Así que incluso la primera afirmación de este texto podría ser errónea. La cosa es más extraña si cabe: seríamos un animal tricéfalo, o una amalgama compuesta por millones de seres diminutos que parece que en parte nos gobiernan, influyen en nuestra salud, conducta y modo de vida. Somos una galaxia microbiana, una estructura simbiótica. Nada de un solo yo. Dígame, ¿qué ve ahora en el espejo?
Tanto si lo observamos con horror o maravilla, estamos más hechos de microbios que de células. Hay más bichos que humano en ese reflejo. Cuanto más cuidemos a estos microorganismos -por ejemplo, con una correcta alimentación- más nos cuidarán ellos a nosotros; serán nuestros aliados y no nuestros adversarios…
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Estos microorganismos participan en el delicado equilibrio que existe entra la salud y la enfermedad, e influyen en ambos cerebros, arriba y abajo, según se puede inferir de las últimas evidencias científicas. Cada vez parece más claro que podrían afectar sutilmente a nuestra conducta, manipularnos. Y la cosa podría ir más allá: si existe un desequilibrio, incluso nos incitan a comer comida basura, según el psiconeuroinmunólogo Xavier Cañellas, codirector de la clínica Regenera, y autor de varios libros sobre esta temática.
Un delicado equilibrio simbiótico. Expertos como Cañellas piensan que el aparato digestivo sería en realidad el primer cerebro en origen, pues el embrión, antes de tener una cabecita sintiente, ya dispone de un estómago que toma decisiones por él. Ya están anidando muchos de los microorganismos que pululan por el maternal caldo. Ya se está formando el complejo equilibrio que marcará su vida.
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“Cuando estamos dentro de la barriga de nuestra madre, el primer sistema nervioso que se va a formar no es el cerebro de arriba o sistema nervioso central, sino el sistema entérico, que es el que enerva todo el aparato digestivo y que alberga aproximadamente 600 millones neuronas”, explica Cañellas.
La forma en que nos alimentamos, el estrés, la inflamación, y la microbiota existente, afectaría, a juicio de Cañellas, a ese conjunto total de factores que podemos llamar persona. Estómago y cerebro superior están conectados. Pero también la microbiota (compuesta por virus, protozoos, levaduras, arqueas…) interviene en la ecuación, y tiene sus biológicos intereses, modifica las cosas, altera el resultado.
“Por supuesto que el número de neuronas es mucho mayor en nuestro cerebro de arriba, pero en ningún caso podemos desmerecer el papel que tienen esos 600 millones de neuronas del aparato digestivo”, explica. El aparato, aparte de ser un sistema relacionado con las funciones digestivas, es neurológico, y se comunica mediante estructuras nerviosas con el cerebro superior en una comunicación constante.
Nuestra forma de alimentarnos va más allá entonces de sentirnos saciados, de reponer nutrientes esenciales. La nutrición interviene en un sistema muy complejo, en parte desconocido, que termina afectando a todo el aparato nervioso en una carretera bidireccional. Lo que produzca el cerebro de arriba afectará al aparato digestivo (en una situación de estrés, por ejemplo, es común sufrir diarrea), pero “lo que el cuerpo de la literatura científica nos está mostrando es que lo que ocurre abajo también influye en el cerebro superior”, asegura Cañellas.
En este sentido, parece que cada vez hay más evidencias de que una inflamación en el aparato digestivo o una alteración en los microorganismos que nos habitan podrían influir en la conducta del individuo. De estar en lo cierto, una mala alimentación no tendría entonces solo que ver con las enfermedades clásicas asociadas (diabetes, obesidad, afectaciones cardiovasculares…), sino que podría incluso afectar a la conducta sexual, a la motivación y trastornos mentales.
“Se trata de conocer cómo el aparato digestivo es capaz de producir lo que se llama una conducta de enfermo en el cerebro de arriba, y esta es una de las teorías cada vez más asentadas, cómo podría estar relacionado, por ejemplo, con la depresión o la ansiedad ”, explica.
Según Cañellas, un porcentaje alto de personas diagnosticadas con depresión o ansiedad tienen a su vez un problema en el aparato digestivo y su microbiota. Y esto podría estar relacionado con respuestas inflamatorias, y una parte de esta reacción tendría que ver con nuestra alimentación.
Además, el 80% de las células inmunocompetentes (del sistema inmunitario) residen en el aparato digestivo. “Todo lo que nosotros vayamos a comer genera una respuesta a nivel inmune, por lo tanto deberíamos ver la alimentación más allá de las calorías, ver el potencial inflamatorio de lo que estamos ingiriendo”, asegura.
Pongamos como ejemplo las grasas. Dentro del término se incluye a todo un conjunto de lípidos, pero no todas afectarían por igual al sistema. Las hay saludables y antiinflamatorias (las que contienen Omega 6, Omega 3, incluso, según Cañellas, las saturadas en su justa medida), y las que no son saludables y sí potencialmente inflamatorias (grasas trans, hidrogenadas, las presentes en los productos ultraprocesados y desarrolladas por la industria).
“Son disruptoras de nuestra microbiota y del sistema inmune. El exceso de consumo de procesados es uno de los focos de inflamación, y por tanto de una respuesta inmunitaria que puede afectar por las vías que hemos comentado a nuestro cerebro, produciendo una alteración de la bioquímica, apoyando, por ejemplo, un proceso de ansiedad”, añade.
Por otro lado, los microorganismos potencialmente beneficiosos para nuestro organismo parecen querer alimentarse de cosas más saludables: las fibras fermentables. Están aliados con lo que hoy llamamos el Plato de Harvard. “Nosotros alimentamos a nuestros microorganismos con la fibra fermentable que comemos, pero la que no es fermentable no la utilizan y tiene además un potencial inflamatorio mayor”, explica.
Estas fibras beneficiosas están en los alimentos que nos han acompañado desde que somos humanos (las frutas, las hortalizas, verduras, tubérculos). Las grasas saludables, según Cañellas, así como el pescado y carne de calidad -sin antibióticos, con animales criados en libertad, y con una correcta alimentación-, también tendrían un efecto beneficioso en estos seres diminutos. En cambio, los cereales que contienen una mayor cantidad de fibras no fermentables, aunque presenten nutrientes muy necesarios (como la vitamina B), no serían tan importantes para nuestra microbiota y tendrían un mayor potencial inflamatorio que las frutas y verduras.
Según cómo nos alimentemos, según lo inflamado que esté nuestro organismo, podríamos favorecer estos desequilibrios en la microbiota, y esto afectaría tanto a nuestro cerebro principal y su toma de decisiones (que él llama “decisiones inflamadas”) como a la salud funcional.
Controlados por microbios… Cañellas reconoce que “parece una locura”. Todavía falta conocer mejor este ecosistema. Pero “parece ser que la literatura científica cada vez tiene más claro que existe una manipulación microbiana en nuestro cerebro”, explica. El libre albedrío, si es que alguna vez ha existido, se vería condicionado por unos seres y un estado de alerta inmune o inflamatorio, según estas evidencias.
“Al alimentarnos mal, le damos a la microbiota un entorno que se denomina disbiótico, y la disbiosis es una alteración de estos microorganismos. En los últimos estudios recientes se ha visto que cuando nosotros tenemos una inflamación en el aparato digestivo, las moléculas que producen esta inflamación son capaces de alterar nuestra decisión entorno a lo que nos apetece comer. Son capaces de destruir receptores del gusto en la lengua, y por tanto que nos cueste sentir placer cuando comemos”, añade.
Detrás de esa llamada hacia el cruasán o donut podría haber algo más que eso que denominamos con rigor judeocristiano “la gula”. Al alimentar a nuestros microorganismos con sustancias potencialmente inflamatorias o disruptoras, algunos de ellos, que en su justa medida tienen funciones maravillosas, podría sobrecrecer alterando el ecosistema entero, y no solo eso: “podrían manipular al huésped para que vaya a buscar lo que necesitan para crecer, la mayor parte, azúcares refinados”, explica.
Los microorganismos producen metabolitos, que pueden ser hormonas y neurotransmisores que alteran la química cerebral. “Nuestras neuronas productoras de la hormona de la oxitocina, por ejemplo, que es tan famosa por el enamoramiento o el sexo, dependen en gran parte del tipo de ecosistema microbiano que tenemos”, dice.
Un desequilibrio microbiano podría afectar a la conducta sexual, pero también influir en el aprendizaje o la atención, según Cañellas. Todo se debería a estas rutas de comunicación que tienen los microorganismos desde el segundo al primer cerebro. Y también ocurre a la inversa: las hormonas del estrés producidas por el cerebro superior podrían generar un sobrecrecimiento en las colonias de bacterias. “Al final no es solo una cosa, es el conjunto de esta carretera bidireccional. Hay que abordar la vía de abajo hacia arriba, pero también la de arriba hacia abajo”, añade.
¿Y cómo podemos alimentar y nutrir bien a nuestros microorganismos? Cada uno de nosotros tiene un ecosistema propio. Pero, de forma general, con las frutas, verduras, hortalizas, pescados de calidad -más que la carne-, los huevos… con una dieta saludable y equilibrada. “Pero en pacientes específicos hay que analizar su microbiota individualizada”, explica. Y tener siempre muy en cuenta otros factores: el descanso (lo que llaman la “higiene del sueño”), el ejercicio físico, los tóxicos y disruptores endocrinos, el contacto con la naturaleza y animales (la exposición a una mayor diversidad de microorganismos podría ser beneficiosa), y sobre todo, la gestión del estrés. “El estrés es la clave. En los más de veinte años que llevo de clínica, puedo decir que es lo más negativo, lo que altera absolutamente todo”, añade.
El aparato digestivo es un órgano neurológico, inmunitario y endocrino. Cuando nos enamoramos, el primer lugar donde lo sentimos es en nuestra barriga. Cuando tenemos que tomar una decisión importante, la primera punzada será allí.
“Es nuestro GPS. Escucha a tu barriga. Todo tiene que tener un equilibrio. Cuando se genera un desequilibrio es cuando empiezan los problemas”, concluye Cañellas.
Y ahora ya puede responder al espejo: ¿qué hará hoy para tener a sus dos cerebritos y a tal cantidad de bichitos contentos?
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