Opinión · Dominio público
Un español, una mujer y un catalán entran a un bar
@manutv
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La gente normal no alcanza a comprender en qué consiste todo eso del patriarcado, lo heteronormativo y otros palabros que les invitan a replantear su posición dentro de la sociedad. ¿Por qué me imponen etiquetas, si yo no las he elegido? ¿Por qué seguimos hablando de igualdad y feminismo, si yo tengo una conocida que es jefa de sección en su empresa? ¿Por qué tengo que aprender catalán si quiero irme a trabajar a Cataluña, si yo nací en Murcia y ahí se habla español?
El hombre europeo se pasa la vida construyendo el yo en oposición al otro. Esta alteridad que la filósofa Gayatri Spivak traduce como “la sombra del yo”, tiene su origen en el hecho de que una única narrativa de la realidad se haya establecido como preceptiva a lo largo del tiempo. En pleno 2020, el yo tiene más que suficiente con conseguir llegar a fin de mes, con sacar adelante a su familia, con intentar, en el tiempo que le queda de todo lo demás, ser más o menos feliz. El yo, por tanto, no tiene tiempo para el otro, sea mujer, inmigrante, gay, lesbiana, transgénero o cualquiera que viva bajo un régimen social diferente al suyo.
La respuesta inmediata a la falta de tiempo es la incomprensión y el miedo. Si no hay un proceso de aprendizaje, no existe la posibilidad de entender al otro y, en consecuencia, aparecen el miedo y la indefensión mental. El miedo típicamente desencadena otro sentimiento: rechazo. Rechazo a esas etiquetas que no entiendo, a la igualdad que me oprime, a losputoscatalanes. Si un padre homófobo es capaz de llegar a cambiar en el siglo veintiuno, es porque existe un proceso de aprendizaje al que está prácticamente obligado a someterse.
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Dado que dicha obligación no existía antes, la crítica habitual por parte de quienes se oponen a ella es hablar de corrección política, de buenismo, de imposiciones ideológicas que, aseguran, nos llevarán a la ruptura de nuestras sociedades. “Se rompe España” se ha convertido, en nuestro país, en el epítome de esta corriente ligada a la posverdad y la manipulación sistemática por parte de la política y la prensa conservadora. El lema, vacío desde un punto de vista formal –¿qué es la entidad España? ¿puede romperse a sí misma?–, funciona de la misma forma que el Make America Great Again: apelando al primitivismo de la sociedad.
Es relativamente fácil hacer cuajar la idea de que América ha dejado de ser great, o de que España amenaza con dejar de serlo, entre población que vive permanentemente acojonada. No olvidemos que los ingleses votaron que sí al Brexit sin saber muy de qué iba el asunto. En Estados Unidos, Trump tan solo tuvo que ahondar en ideas tan viejas como el sueño americano, la dominación económica o el poderío blanco. En España, la analogía pasa por quienes se consagran a la institución monárquica como baluarte de la estabilidad, a la familia tradicional para la que gobierna, a esa trasnochada tradición colonial de lo homogéneo.
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Por supuesto, esta aproximación cavernícola a las sociedades, a la que el centro-izquierda continúa sin ser capaz de ofrecer un contrapeso, no tiene interés alguno en deshacerse del privilegio del que parte su posición: supondría reconocer al otro, sus diferencias y sus desigualdades. En otras palabras, supondría asumir que, quienes no han dejado nunca de hablar y ser escuchados, de imponer su realidad, de elegir sus propias etiquetas, de oprimir y definir al otro, deben dar un paso atrás.
¿Viven acaso los catalanes en desigualdad con respecto al resto de España? Evidentemente, no. Cataluña es la punta del iceberg de la operación Volver A Las Cavernas. El independentismo y sus connotaciones supremacistas no son muy diferentes a las descritas más arriba. Se puede afirmar tal cosa y al mismo tiempo decir que la construcción que hace el primitivismo español de Cataluña se parece peligrosamente a la que hace de las mujeres, las personas no normativas o los inmigrantes: miedo, rechazo y, por último, odio.
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Que el grueso del discurso político de una persona nacida en Murcia, con su ristra de preocupaciones innatas –llegar a fin de mes, intentar ser feliz, etcétera–, sea Cataluña, es el reflejo de una sociedad manipulada hasta el exceso. Una sociedad que no entiende por qué hacen falta políticas feministas mientras hay hombres que siguen asesinando a sus mujeres. Una sociedad que no solo no reconoce la extenuante suma de preocupaciones de una persona homosexual o transgénero, sino que les propina palizas. Una sociedad que da la espalda a quienes huyen de guerras de las que sus gobiernos son responsables por acción u omisión.
De nuevo, no se trata de aceptar los desvaríos del procesismo catalán, sino de reconocer, de una vez por todas, su vehiculización a nivel nacional para obtener un rédito político que nos ha llevado al momento de mayor desafección hacia las instituciones y el debate público de la historia de la democracia en España. En esta enésima construcción –por parte de los de siempre– del otro, dentro de nuestras fronteras, enfrente de nuestras narices, tenemos la oportunidad de no sucumbir al miedo. El yo sigue apoltronado y no tiene la menor intención de irse; no cabe esperar en él un cambio de paradigma. Para los demás, ha llegado la hora de levantarse de la barra del bar.
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