Opinión · Posibilidad de un nido
Ya no aplaudes ni nada de nada
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Pablo y Ana recuerdan los días de confinamiento en los que, cada tarde, a las ocho en punto, dejaban lo que estuvieran haciendo y salían a la ventana a aplaudir. Era un gran gesto porque era constante, pertinaz, común, todo un país (como quien dice) apoyando desde sus domicilios el tremendo esfuerzo de la comunidad sanitaria para “combatir la pandemia” y “doblegar la curva”. Además, era corto y doméstico. Usaban palabras como “héroes”. Se trataba de un gran gesto, sobre todo, porque les hacía sentir bien, satisfechos, convencidos de una acción generosa y que, de alguna manera, los mejoraba como seres humanos. Y porque era emocionante, qué duda cabe. Algunos días, Pablo lloró. Ana también.
Frente a ellos, en un balconcillo de la misma calle, Emilio sacaba un altavoz a la calle y la llenaba de una música que hacía sonreír a los vecinos y les llenaba el corazón de buenos sentimientos, de emociones desconocidas. Estaban haciendo “algo” y en el horno un bizcocho alcanzaba ese punto exacto que lo levantaba en esponja de yogur. Ana y Pablo se presentaron, le dijeron a Emilio cómo se llaman y a qué se dedican, y el vecino del altavoz hizo lo propio.
En realidad, ¿qué podían hacer más allá de ese sentido homenaje si estaba prohibido salir a la calle?
Los medios de comunicación se unieron y, a las ocho en punto, muchos programas de radio y televisión interrumpían por un minuto su emisión para reproducir un fondo de aplausos y sirenas que decoraban aquel gesto común con la solemnidad de lo que se lanza hacia el futuro, con la importancia de lo que merece constar.
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Ah, qué días aquellos, días de lucha común palma contra palma, todos juntos. En realidad, ¿qué podían hacer más allá de ese sentido homenaje si estaba prohibido salir a la calle?
Ya acababa el segundo mes de encierro cuando madres y padres empezaron a darse cuenta de que aquello de las “clases online” era una filfa, que los críos no aprendían y, además, empezaban a acusar el encierro. Algunos se desesperaban, otros pasaban el día se mostraban agitados o apáticos, los adolescentes acusaban una frustración trufada de soledad. Pero al fin y al cabo la familia estaba unida alrededor de bizcochos, galletas y series. Lo de la conciliación no suponía, pues, un problema. Eso sí, los adultos se lanzaron a las redes sociales a criticar los métodos educativos del encierro, la falta de profesores, la torpeza y la inutilidad de los grupos de zoom y similares para la enseñanza. Alababan, paralelamente, la actuación de los críos, su resistencia.
Las redes hervían de padres y madres cuestionando el sistema educativo. En realidad, ¿qué podían hacer más allá de la protesta online si estaba prohibido salir a la calle?
Hace ya más de medio año que sí se puede salir a la calle. La situación no ha mejorado para la comunidad sanitaria. Siguen teniendo los mismos problemas de abastecimiento y la Administración pública no ha invertido un euro en mejorar los sueldos de miseria y la bárbara precariedad de los trabajadores de la Sanidad pública.
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Tampoco ha mejorado la situación en los institutos. Faltan profesores, la mitad de las clases, al menos en la Educación pública, se imparten online, un método de dudosa eficacia. En los alumnos, sobre todo los de Bachillerato, cunde la frustración de ver un curso, otro más, perdido. En comunidades como la de Madrid, hay centros que, a estas alturas del curso, aún no tienen docentes para algunas asignaturas.
Ah, pero la protesta ya no resulta tan emocionante como aplauso y bizcocho. Y ahí está el retrato de nuestra actuación como sociedad. La acción política está ligada a lo emocional. Las emociones mandan, como en los niños, infantiles y cortas. Aplaudir era emocionante porque, por un momento nos hacía sentir bien, nos convertía en "buenos", nos embellecía.
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De la misma manera, la situación económica y política, sanitaria y educativa actuales, la imposibilidad de conciliar, podrían hacernos sentir mal, muy mal. Pero eso ya no es emocionante. Actuar ahí exige organizarse, una participación que supera los cinco minutos de aplauso, que no se puede llevar a cabo desde el balconcito de casa. Que no nos proporciona una emoción rápida, concreta e infantil.
Ya no salimos a las ventanas porque se puede salir a la calle. Protestar en la calle requiere planteamientos adultos, una crítica adulta, una actuación adulta. Ahí está el problema y ahí el retrato.
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