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Opinión · Posibilidad de un nido

Los menores crujen ante nuestro pasmo

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Imagen de archivo de un niño sentado en el suelo tapando su rostro.- EFE

Hablamos de mascarillas, de cañas, de bares y terrazas, de partidos políticos. Hablamos de playas y vacaciones, del sector turístico, de distancias de seguridad y la posibilidad de entrar a los campos de fútbol. Y mientras tanto los menores, las menores se nos van quebrando abrazados a una almohada, a oscuras, jugando con una navajita sobre el antebrazo, volcadas sobre la taza del váter. El futuro, el suyo y por lo tanto el futuro a secas, cruje ante nuestro pasmo.

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La chica acaba de cumplir los 14. Se sienta a la mesa porque así le obligan, pero nadie le reprocha que solo se siente a la mesa. Nada más. Sus padres han decidido, tras dos meses de vómitos y ficciones de enfermedad, que al menos se siente a la mesa. Desde el confinamiento ha perdido unos diez kilos. No era una chavala robusta, pero sí deportista. Ahora parece un insecto atrapado en una tela de araña, un insecto de patas largas y flacas, un insecto blancuzco. La llevan al médico. Les dan hora para que la visite una psiquiatra mes y medio después, probablemente para internarla. Mes y medio después…

La profesora llama a la madre del joven de 16. Hace tiempo que no acude al instituto. “¿Cuánto tiempo?”, pregunta ella sin alarmarse. No hay extrañeza en la pregunta sino desánimo. “Cerca de dos meses”. Han pasado cinco desde el confinamiento. Su hijo sale cada día de casa puntualmente a las 8 de la mañana y regresa a la hora de comer. Después, se encierra en su cuarto y todo indica que está estudiando, aunque es difícil saberlo. La puerta se mantiene cerrada. Sorprendentemente, a la mujer no le importa tanto dónde pasa su hijo las horas sino cómo. Es evidente que no bebe ni se droga, ella sabe de eso. Es evidente también que va para largo. El padre y la madre sientan al hijo en el salón una vez que sus hermanas se han ido a la cama. “¿Por qué no vas al instituto?”, le preguntan directamente, los rodeos resultarían insultantes para ambos. “No puedo… no puedo ver a la gente, no puedo tratar con la gente”. El chaval tampoco se anda por las ramas. “¿A los profesores?”, le preguntan. “No. A la gente”. Lo llevan al médico. Les dan hora para que lo visite un psiquiatra tres meses después. Tres meses después…

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La joven de 18 años un día no se levanta de la cama. Han pasado seis meses desde el confinamiento. A preguntas de su madre responde que no se encuentra bien, que está mareada, que ha vomitado. Tras una semana en las mismas, la chica cierra la puerta de su habitación con pestillo. Su madre llama con los nudillos a primera hora de la mañana, a la hora de comer, a la hora de cenar y para darle las buenas noches. Ha intentado obligarle a salir y la zombi que ha aparecido entonces se comporta como si siguiera debajo de las sábanas, aferrada a su almohada, con la manta subida hasta la nariz. Cuando ya lleva así un tiempo insoportable, la llevan al médico. Parece que condujeran a un autómata sin pestañas. Les dan hora para que la visite una psiquiatra tres meses y medio después. Tres meses y medio después…

Son solo tres casos más o menos “leves”, qué espanto este concepto de levedad, no hay en ninguno de ellos autolesiones graves ni intentos de suicidio.

La Asociación Madrileña de Salud Mental de Madrid (AMSM) ha denunciado, como publica Beatriz Asuar Gallego en este mismo diario, que los y las menores están entre quienes “más signos está dando del agravamiento de los problemas de salud mental provocados por la pandemia y la crisis económica, social y de cuidados devenida de la misma”. Aseguran que hay una media de 20 menores en lista de espera para ingresos urgentes en la región, con picos de hasta 35. Y eso solo en Madrid. La idea “lista de espera para ingresos urgentes” en el caso de los menores y de su salud mental resulta siniestra.

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Es nuestra sociedad. Los recursos para salud mental se han ido recortando desde hace una década. Los y las menores van encerrándose en mundos propios frente a una realidad que son incapaces de entender. En algunos casos su madre llora frente a un nuevo paquete de arroz, el quinto del mes, arroz viudo o quizás con un ajo. Otros no pueden explicarse para qué sirve y ha servido todo su proceso educativo, por qué sus padres les hablaban de universidades, profesiones y trabajos, de dónde sale el engaño. Muchos y muchas dudan de que aquellos que deben protegerles sepan cómo hacerlo, incluso que sepan protegerse a sí mismos.

Los menores, las menores se nos van quebrando a oscuras en su habitación, dando aterradas vueltas por callejones solitarios, sentados ante una nevera perpetuamente abierta. Gritándonos, pidiéndonos ayuda. El futuro, el suyo y por lo tanto el futuro a secas, cruje ante nuestro pasmo mientras hablamos de la posibilidad de abrir al público los campos de fútbol.

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