Opinión · Otras miradas
'Cuidado con los niños': ¿Qué educación?
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Cuando pensamos en políticas sociales, en avances en materia de derechos humanos y, muy especialmente, en educación, siempre usamos como referentes a los países nórdicos. Aunque no seamos conscientes de tu total realidad, ni siquiera manejemos datos precisos sobre sus niveles de bienestar e igualdad, lo hemos asumido como un lugar común en el que nos miramos y con el que, con mucha frecuencia, nos fustigamos en este sur de democracias imperfectas y Estado social venido a menos. Tal vez necesitaríamos una inmersión más completa en las vidas cotidianas de sus ciudadanos y de sus ciudadanos para comprobar que no es oro todo lo que reluce, como ponen, de manifiesto, sin ir más lejos, las violencias que las mujeres continúan sufriendo en países que consideramos un ejemplo a seguir. Unos claroscuros que podemos detectar en muchas de las producciones audiovisuales que nos llegan del Norte, de ese Norte que continúa siendo “lo más”, desde la mirada acomplejada del Sur, como evidencia que con tanta frecuencia nosotros mismos nos califiquemos como “desnortados”.
De uno de esos países que incluso ha llegado a ser calificado como “el más democrático del mundo”, Noruega, nos llega una película que desmonta el mito y que, más allá de esa mirada incisiva sobre las ambivalencias del Norte, nos coloca delante de buena parte de las miserias que arrastramos en las sociedades supuestamente civilizadas y democráticas del siglo XXI. Cuidado con los niños, que ha sido estrenada directamente en la plataforma Filmin, y cuyo título ya nos advierte sobre el sentido de fábula moral que tiene lo que se nos cuenta, hace un repaso por buena parte de las contradicciones y dilemas que todas y todos, y muy especialmente los que nos identificamos con convicciones que tradicionalmente se calificaron como progresistas, vivimos en un mundo en el que manda el mercado – ahí asoman incluso los vientres de alquiler -, en el que las opciones políticas se atrincheran y en el que continuamente nos traicionamos con tal de responder a esa exigencia de felicidad que nos seduce desde los escaparates.
El punto de partida de la película no podía ser más potente: durante un recreo en la escuela la hija de 13 años de un destacado miembro del Partido Laborista hiere gravemente a un compañero de clase, hijo de un político de un partido de derechas. Cuando este muere más tarde en el hospital, las versiones contradictorias de lo sucedido hacen que los protagonistas, principales y secundarios, se vean sacudidos en su propia integridad moral. Un hecho tan dramático pone al descubierto todos los fantasmas, y todas las heridas, de una sociedad aparentemente pulcra, bien ordenada y civilizada, en la que al aparecer tanto se ha avanzado en igualdad, pero en la que también crece la extrema derecha, se cuestionan los supuestos consensos y se filtran, como quien no quiere la cosa, los dictados de un sistema, fundamentalmente económico, pero no solo, que reduce a mínimos las garantías propias de un Estado de Derecho.
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El trágico accidente estalla en los rostros de toda la comunidad educativa – los y las docentes, la Administración, los padres y las madres, el alumnado – y provoca que en cada una de las personas que tienen alguna conexión con los hechos queden al desnudo muchas de las tensiones “armarizadas”. La película está llena de diálogos geniales, radicalmente políticos, en torno a cuestiones cómo la extensión de la lógica de los derechos, pero sin la consiguiente de la responsabilidad, la fragilidad que supone reconocer la diversidad mediante la tolerancia, el lugar que las personas mayores deberían ocupar en este mundo de adolescencia eterna, o lo complicado que resulta mantener lealtades políticas y lazos afectivos. Y, por encima de todo eso, y como núcleo central del debate, las debilidades de un en apariencia modélico sistema educativo, diseñado para que todas las piezas del sistema encajen con unos propósitos republicanos, pero que, ante una herida como la provocada por el fatal accidente en el patio del colegio, revela sus imperfecciones, sus inestables equilibrios, su permanente tensión entre el ideal teórico y la praxis cotidiana. Entre libertad y autoridad, entre la sanción y la tutela.
Y ello desde cuestiones tan obvias como si un educador debe ser un colega de los educados a otras mucho más complejas cómo puede ser el papel de los padres y los madres en cuanto participantes activos en la enseñanza (dentro y fuera del colegio, claro) . Todo ello en un contexto en el que hemos situado a niños y niñas en las afueras del pacto, con un estatuto de ciudadanía devaluado, aunque no dejamos de desarrollar con ellos y con ellas estrategias paternalistas que nos tranquilizan la conciencia.
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Quizás, entre las múltiples lecturas que nos ofrece esta solo en apariencia sencilla película, y digo solo en apariencia porque está urdida con muchas claves que nos interpelan, la más brutal y evidente es la que nos interroga sobre si es posible un modelo educativo perfecto, sobre cómo debería ser el pacto educativo con el que poner las bases de una ciudadanía éticamente comprometida y responsable, sobre cómo situarnos, en cuanto progenitores y educadores, en una realidad ocupada ya por otros lenguajes y por otras urgencias. En fin, sobre si unos adultos tan acostumbrados a traicionarnos somos realmente capaces de transmitir a nuestras hijas e hijos un sentido moral de la existencia.
Después de que esta película me removiera las tripas, no he dejado de darle vueltas a las reflexiones de Marina Garcés en su Escuela de aprendices. Porque creo que Cuidado con los niños pone el dedo justo en la llaga que ella deja al descubierto cuando plantea cómo queremos ser educados. Una pregunta que supone poner el foco en el lugar de quien aprende y que conecta con el sentido emancipador que habría de tener la educación en las democracias del siglo XXI. Lejos de los dictados del mercado y de las con frecuencia confusas, y también rabiosamente competitivas, estrategias pedagógicas que nos preparan para la selva. Contra la docilidad. La enseñanza como política de la transgresión y como práctica de la libertad, que diría bell hooks.
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