Opinión · Notas sobre lo que pasa
Hemos entrado en una nueva etapa
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Concentración de protesta ante el Teatre del Liceu de Barcelona, donde Pedro Sánchez reunió a 300 personas para anunciar los indultos para los presos políticos catalanes -- Públic
Una mentira repetida mil veces es posible que acabe ‘colando’ como ‘verdad’ en la opinión pública, sobre todo si está bien construida e ingeniosamente argumentada. Es posible que incluso la crean personas inteligentes, aunque poco documentadas. Pero si lo que se repite mil veces es una evidente tontería sobre la realidad social contemporánea cuesta más entender el motivo por el cual personas no necesariamente necias la reproducen sin rubor.
En Catalunya, como en cualquier sociedad de nuestro tiempo, viven ciudadanas y ciudadanos de todo tipo, con mil y una formas de pensar y sentir. Afortunadamente. Ideas y sentimientos que a menudo sirven para tomar conciencia de la existencia de intereses contrapuestos. No hay un conflicto. Hay muchos y de todo tipo, particularmente entre quienes necesitan medios para poder vivir dignamente frente a quienes tienen como prioridad la mejora del rendimiento de su capital, entre quienes aspiran a la igualdad entre las personas y quienes defienden sus privilegios,... Conflictos sobre el derecho a vivir sin miedo, sobre el trabajo, las pensiones, la salud, las relaciones familiares, afectivas, la educación, el medio ambiente, la vivienda, la cultura... Sobre todos estos aspectos fundamentales de la vida en sociedad la ciudadanía discute y manifiesta discrepancias serias, y a veces la gente normal se agrupa, se defiende y reivindica, claro que sí. Y así ha de ser.
Lo preocupante sin embargo se encuentra cuando en estas luchas aparece gente autoritaria, despótica, dispuesta a pasar de las palabras al juego sucio, a la violación de derechos elementales, a los episodios de violencia, las agresiones machistas, despidos, desahucios, intervenciones policiales fuera de toda medida, detenciones, atentados contra las libertades...
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En la vida política institucional existen también muchas disputas, particularmente entre personas que ambicionan la ocupación de un espacio dentro de las instituciones. Demasiado a menudo vemos individuos interesados en la acumulación de poder administrativo, dispuestos al enfrentamiento permanente con otros aspirantes a ser considerados como líderes providenciales, que se atribuyen la capacidad para marcar pautas de comportamiento al común de los mortales o, sencillamente, intentan consolidar posiciones como profesionales de la política, a cualquier precio.
Entre algunos de estos "servidores públicos", tocados por la mano de dios, los hay que se empeñan en explicar, contra toda evidencia, que en Catalunya existe un problema de convivencia. Dicen y reiteran que la mitad de la población catalana se encuentra enfrentada con la otra mitad en un conflicto que tiene que ver con la catalanidad, o con el independentismo. Esas personas deben pasar su tiempo en círculos muy reducidos, entre patriotas muy exaltados de cualquier signo, porque la ciudadanía catalana, en general, convivimos normalmente en nuestras comunidades de vecinos, en nuestros barrios y pueblos con los mismos problemas internos y diferencias ideológicas que los de cualquier otro país. A veces, ciertamente, contrastamos puntos de vista apasionadamente, sin la deseable moderación discutimos sobre política, salud o cualquier otro tema, para volver a continuación a nuestras relaciones y vida cotidiana normal, que incluye una buena dosis de razonable indignación contra la injusticia social y el déficit democrático. Aparece de vez en cuando alguna persona mal educada, eso sí, que identifica discrepancia con ofensa y que suelta algún insulto, como en todas partes. Qué le vamos a hacer...
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Normalmente, sin embargo, la idea de la ruptura de la convivencia entre catalanes debido a la cuestión nacional se imagina desde la distancia. La transmiten con especial insistencia medios de comunicación con raíces en Madrid. Se diría que columnistas, tertulianos y dirigentes políticos de la capital desean la existencia de este problema. Hace muchos años que lo intentan sin éxito. Federico Jiménez Losantos, Pedro J. Ramírez fueron pioneros "clarividentes". Hicieron escuela entre el conservadurismo de la capital del Estado. El problema ahora se encuentra en la cantidad de gente que se lo ha creído, o se lo ha querido creer, e intenta trasladar a la sociedad catalana el encargo de resolver otra contienda, esta realmente existente: la que contrapone efectivamente a la población que defiende la soberanía de Catalunya con el aparato de Estado español. Sobre este choque se desinforma permanentemente a la población que vive fuera de Catalunya.
Los españolistas defienden sus posiciones cotidianamente en Catalunya y buscan el apoyo de un importante sector social indiferente ante las reivindicaciones de soberanía. Pero salvo algún momento excepcional, apenas obtienen parroquia. Exhiben, normalmente en minoría, sus símbolos desde fachadas y balcones, aparte de los que se pueden ver en las sedes de la Generalitat y de los ayuntamientos, obligados bajo amenaza a mantener izada la bandera que impusieron los militares golpistas vencedores de la guerra de los años 30 y que la transición de los 70 convirtió en constitucional, con algún retoque.
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La ultraderecha en Catalunya ha crecido y tiene presencia incluso en el Parlament, pero no es suficientemente numerosa como para generar problemas cotidianos de las dimensiones que se observan en otros territorios del Estado, particularmente en Madrid, donde sí se puede detectar una fractura real de la convivencia entre demócratas y autoritarios. Los autoritarios hoy tildan de terrorista o de golpista a cualquier adversario político.
¿Alguien puede imaginar en cualquier barrio de Madrid la exhibición de una senyera estelada desde un domicilio? Los que se han atrevido durante estos años a viajar con un lazo amarillo de reivindicación de libertad por los presos políticos catalanes en la capital del Estado ha sido a veces insultado y advertido en más de una ocasión sobre la "imprudencia" que suponía la realización de tal gesto.
El conflicto realmente existente es el que se da entre Catalunya y el Estado, el que generaron políticos y magistrados españoles que se esforzaron en declarar inconstitucional el Estatut votado por los catalanes o los que prohíben la utilización de la lengua catalana, la vasca o la gallega en las Cortes. ¿Alguien imagina lo que pasaría si en el Parlament de Catalunya se prohibieran las intervenciones en castellano? ¿O si desde Catalunya se desplazaran a otra parte del Estado miles de agentes policiales, al grito de "a por ellos", para intentar impedir por la fuerza la participación en una consulta? ¿O que desde Catalunya se considerara necesaria la disolución de una cámara legislativa o la destitución de un presidente elegido democráticamente en otra comunidad por haberse pronunciado en determinado sentido o haber reclamado libertad de expresión? ¿O que gobernantes de Madrid o de cualquier otra región fueran privados de libertad durante años por el "delito" de haber debatido o votado una iniciativa parlamentaria, o por haber participado en una manifestación pacífica? ¿O que desde Catalunya se hubiera amenazado la actividad de empresas por el hecho de tener su domicilio en Madrid? ¿O que jueces catalanistas mantuvieran miles de procedimientos abiertos contra ciudadanos de fuera de Catalunya por haberse manifestado, por ejemplo, en la Plaza de Colón de Madrid? ¿O que hubieran querido embargar sueldos, pensiones y patrimonio a dirigentes españolistas? ¿O que se hubiera propiciado la actividad de una policía política contra determinados dirigentes y sus familiares?
La lista de lo que resulta inimaginable a la inversa de lo que ha hecho el Estado en Catalunya puede ser inacabable, pero el nacionalismo español insiste en que existe problema dentro de la sociedad catalana, que dejaría de estar dividida si olvidara la idea de reclamar amnistía por todas las víctimas de la represión estatal, se conformara con los indultos a los presos condenados por el Supremo y renunciara al derecho a decidir como nación soberana.
Y esta idea u otras similares no se transmiten desde la caverna ultraderechista. Desde instancias que apoyan al "Gobierno de coalición progresista" se ha llegado a comparar a los militares que asaltaron el Congreso y sacaron los carros de combate a la calle el 23 de febrero de 1981 con los millones de catalanes que acudieron a las urnas el 1 de octubre del 2017, a pesar de los golpes que repartió inútilmente la policía española y la Guardia Civil. Del mismo modo que los indultos otorgados a los militares del 23F conjuraron el golpismo, dicen desde el "progresismo", los que se han concedido a los independentistas encarcelados durante tres años y medio tendrían que servir para hacer desaparecer el unilateralismo independentista. Y al mismo tiempo atribuyen a los 2´3 millones de catalanes que fueron a votar aquel 1 de octubre la responsabilidad de haber despertado de su sueño a la extrema derecha española. Si la sociedad catalana no se hubiera movilizado de la manera que lo hizo durante la pasada década, la derecha y la derecha extrema no habrían obtenido nunca la representación que tienen actualmente a las instituciones y no gobernarían a Madrid y otras comunidades, argumentan peligrosamente determinados dirigentes de la izquierda tradicional.
El crecimiento de la extrema derecha a lo largo de la historia y en todas partes se ha producido en situaciones de crisis y cuando la izquierda se ha negado a sí misma, cuando ha frustrado a su gente y se ha mostrado, cómo se muestra ahora en el continente europeo, incapaz de generar esperanza en la posibilidad de conseguir un auténtico régimen de libertades, de igualdad y de democracia política y económica.
En el caso de Catalunya, la izquierda tradicional, española y catalana, no solo ha despreciado una movilización ciudadana republicana extraordinaria, masiva, pacífica, desobediente y rompedora del régimen monárquico heredado de la dictadura, sino que ha mirado y mira hacia otro lado cuando el aparato gubernamental, policial y judicial, repleto de ultraderechistas, ha cargado y carga sin miramientos, con casi todo su arsenal, contra miles de ciudadanos.
Esta izquierda democráticamente debilitada ahora pide diálogo. Está bien. Pero de entrada exige que para hacerlo posible los interlocutores independentistas no solo han de renunciar a sus objetivos, sino a las premisas básicas para poder negociar: que se ponga fin a la represión, con una amnistía, y que se respete el derecho a decidir de Catalunya. Dicen que hoy el reconocimiento del derecho de autodeterminación, que socialistas y comunistas siempre defendieron, divide a la sociedad. La manera de mantener la población unida es, según la izquierda española actual, la aceptación y el respeto del "pacto constitucional". Si se mantiene el régimen del 78 tenemos unidad y en caso contrario, división. Si los soberanistas catalanes renuncian a la soberanía de Catalunya hay cohesión. Si no lo hacen, fragmentación.
A veces parece mentira que organizaciones que se reclaman de la izquierda hayan olvidado que el derecho de manifestación se consiguió y se defiende con manifestaciones, el de huelga con paros en la actividad laboral y el de voto con convocatorias a las urnas.
Ahora la movilización social que irrumpió con el 15M, con las manifestaciones soberanistas, las mareas de diferentes colores, los movimientos sociales, el Procés Constituent, el nacimiento de Podemos, las confluencias, las organizaciones municipalistas, la solidaridad con los refugiados, el crecimiento de entidades de la sociedad civil, las del ecologismo... se encuentra en horas bajas. Su potencial se derrochó para conseguir para unas cuantas personas un cierto espacio en las instituciones, dentro de las cuales han experimentado una profunda metamorfosis.
Hemos entrado en una nueva etapa, nada alentadora. Esperamos que sea corta. Los encarcelamientos, multas, embargos, inhabilitaciones de partidarios de la ruptura con el régimen actual siguen y seguirán. La derecha y la derecha extrema no sorprenden ni sorprenderán. Hacen lo que se espera de ellos, sobre todo si no se les hace frente. Lo preocupante, sin embargo, es que partidos de izquierdas de ámbito estatal, con sus dirigentes obsesionados con los despachos, se han deshumanizado hasta el punto de no querer ni mirar ni oir el relato de quien ha pasado tres años y medio entre rejas por motivos políticos, de negarse a considerar como exiliadas a personas que tuvieron que dejar su casa para evitar la prisión. Es más, algunos dirigentes de estos partidos reclaman que vuelvan, para que sean castigados por los tribunales que ignoran las advertencias sobre vulneraciones de los Derechos Humanos realizados por todo tipo de instancias internacionales. Y estos políticos que se reivindican progresistas tampoco parece que quieran saber nada de las miles de personas que se encuentran encausadas por su implicación en el proceso soberanista o en las protestas contra las decisiones de la Fiscalía y la cúpula judicial.
Habrá que tejer vida asociativa para protegerse colectivamente de la represión y para estar preparados por cuando lleguen nuevas oleadas de movilización republicana, democrática, igualitaria y ecológicamente responsable.
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