Opinión · Otras miradas
El enemigo interior de Aznar y la restauración reaccionaria
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Octubre del año 2010. La reconocida publicación Foreign Policy, de moderada línea liberal, publica una lista denominada como la de “Los malos ex”. Pretende valorar cuáles han sido los gobernantes del planeta que peor se han adaptado tras abandonar sus presidencias y menos han contribuido al bienestar de sus países. En la lista, con cinco nombres, José María Aznar se sitúa en el segundo lugar. Quizá sea el resumen perfecto para describir al jefe de Gobierno en España de 1996 a 2004, el hombre que primero renovó la derecha española para luego recuperar su línea más exacerbada. Un personaje árido, cáustico y de gesto malencarado, alguien que, como decíamos en esta misma publicación la pasada semana, no ha dicho aún su última palabra. A los individuos que se creen portadores de una misión histórica hay que observarles siempre con cautela, aquellos que además atesoran poder pasan de inquietantes a peligrosos.
Aznar, criado en Valladolid pero nacido en Madrid en 1953, fue diputado por primera vez en 1982, en aquel Congreso de la primera victoria del PSOE por aplastante mayoría absoluta. A mitad de los ochenta parecía quedar lejos su primera vinculación organizativa, la del sindicato de estudiantes falangista, sobre todo cuando en 1987 decide apoyar al liberal Herrero de Miñón en la pugna por la renovación: Aznar elige bando perdedor, siendo purgado de la política nacional. Este suceso le procura indirectamente la oportunidad de la presidencia castellano-leonesa, en aquel momento uno de los pocos éxitos conseguidos por los derechistas. La ausencia de alternativas tras la fallida sucesión de Hernández Mancha, provoca que en apenas dos años el caído en desgracia sea candidato en las generales de 1989, donde apenas logra mejorar los resultados de Manuel Fraga.
En marzo de 1990 el Partido Popular realiza su primer congreso en Sevilla, tras la refundación de Alianza Popular un año antes. Todo se ha dispuesto para elegir al presidente del nuevo partido que dé el relevo a Fraga, es decir, aquel destinado a dejar atrás las vinculaciones directas con el franquismo: Aznar es el hombre señalado para esa sucesión. Se produce entonces una peculiar escena donde el jefe de las derechas, Fraga, al que nadie se atreve a toser pese a su marcha, rompe en medio de su discurso la carta de dimisión sin fecha que Aznar le había entregado: eran tiempos de poca confianza en el éxito. Aznar, ante el gesto, llora tapándose la cara con las dos manos, el auditorio rompe en aplausos mientras que Fraga pronuncia la antológica frase “aquí no hay tutelas ni hay tutías”. De ahí a que Aznar se convirtiera en presidente del Gobierno pasaron seis años.
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La imagen del candidato popular en aquellos noventa era de todo menos agresiva, a pesar de sus “váyase, señor González”, que repetía incansablemente, quizá como venganza al vapuleo que el presidente andaluz le procuró en el segundo debate de 1993. Se diría que nunca se recuperó de aquello, arrastrando esa cara que se les queda a los tenistas cuando creen que tienen el partido hecho y el rival les da la vuelta en el último minuto. En 1996 la victoria fue relativa: España estaba más cansada de González que ilusionada por Aznar. Pactó con nacionalistas catalanes y vascos su primera legislatura, negoció con ETA bautizándola como “movimiento de liberación nacional vasco”, enfrentó el asesinato de Miguel Ángel Blanco y profundizó las privatizaciones de las grandes empresas públicas que ya había empezado González. Su victoria por mayoría absoluta en el 2000, con una baja participación, fue el final de aquel hombre que se pretendía moderado. Comenzaba a configurarse el personaje que hoy conocemos.
Su segunda legislatura fue la de la lucha con los estudiantes y los sindicatos, la del incidente bélico con Marruecos por el Islote de Perejil, la del conflicto soterrado con el Rey, que no ofreció ningún título nobiliario a Aznar tras el fin de su mandato, a diferencia de a sus antecesores. Fue la legislatura del Euro, del inicio de la especulación inmobiliaria sin contención, de un llamado milagro económico que empezaba a dejar a una parte del país atrás. Fue también la del Prestige, acontecimiento accidental donde su Ejecutivo no tuvo ninguna responsabilidad pero que, sin embargo, anticipó lo que serían sus últimos días: una política de comunicación que bordeaba lo indecente. Y fue la legislatura de la Guerra de Irak en el año 2003, donde Aznar metió a España, convirtiéndose en uno de los más firmes defensores de la mentira de “las armas de destrucción masiva” que se buscó como casus belli.
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Aquella agresión dejó al derecho internacional tocado, restó poder a la ONU y costó, a lo largo de la primera década del siglo, incontables vidas. Configuró una endeble foto de las Azores de la que España sacó un escaso rendimiento, no así el presidente, que acabó recibiendo la medalla de oro del Congreso de EEUU, previa intermediación de un lobby pagado con dinero público. La guerra de Irak fue un movimiento geoestratégico de gran calado que sin embargo fracasó estrepitosamente en lograr los mezquinos fines que la impulsaron. Hegel decía que si la historia no encuentra a los grandes hombres, los inventa. Con los más pequeños también debe de suceder algo parecido. Quizá Aznar vio una oportunidad de negocio para las multinacionales españolas previa masacre de iraquíes. Quizá aquel movimiento tan sólo fue el deseo atolondrado de un señor de provincias que pasó de jugar al dominó en Quintanilla de Onésimo a verse poniendo las piernas encima de la mesa junto a George Bush.
Para las elecciones de 2004, Aznar, que ya parecía más un monarca que un presidente, designó sucesor a Mariano Rajoy. El atentado del 11M trastocó todo lo que estaba previsto. Aznar culpo a ETA “sin ningún género de dudas” sabiendo que había serias dudas sobre la autoría, enrocándose en aquella postura hasta la propia jornada de reflexión cuando ya diferentes medios y Gobiernos extranjeros daban por seguro la autoría islamista. Su gabinete dedujo que si la gente vinculaba aquel atentado con la Guerra de Irak, perderían las elecciones. Aunque es indudable que fue la motivación de los terroristas, una buena gestión informativa podría haberle granjeado incluso el apoyo del electorado: rara vez se culpa de algo al agredido aunque antes fuera agresor, más con 193 fallecidos y dos mil heridos en suelo español. La gente votó contra Aznar, sobre todo, por haberse sentido engañada y por haber visto como un presidente mintió a todo un país para ganar unas elecciones. Esa, y no otra, fue la razón.
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Y hasta aquí llegó la vida de Aznar en la política institucional. ¿Cómo es posible que alguien que abandonó la primera línea en 2004 siga hoy no sólo siendo centro informativo sino mano en la sombra de la derecha española?
Todo mesías tiene una segunda venida.
Aznar hubiera abandonado la Moncloa de cualquier forma en 2004, pero no es lo mismo tutelar a tu sucesor desde las glorias del éxito, que acabar tus días soslayado por los tuyos y mirado con desconfianza por la opinión pública. Aznar, quizás, tenía como plan de jubilación enseñar en alguna universidad, como así hizo por un tiempo, y dedicarse a dar conferencias donde recibiera sonoros aplausos. Aznar tuvo que reconfigurarse en otra cosa porque, sencillamente, no podía soportar haber sido licenciado con deshonor. Pero también por haber perdido las riendas de la derecha española, herramienta decisiva para comenzar la restauración reaccionaria que tenía prevista. Que el poder tiene muchas formas de expresarse es una frase que posiblemente el padre Karras podría haber escuchado de la tumefacta boca de Regan MacNeil y de eso Aznar, sin estar poseído, era consciente.
¿Cuál era aquel proyecto de restauración reaccionaria? El que surge de su segunda legislatura frustrada, una que a juzgar por los resultados electorales debería de haber sido tranquila pero resultó una tormenta de conflictos. Si la derecha quería además de gobernar España, cambiarla, debía alterar el sentido común mayoritariamente progresista de la ciudadanía. Es Aznar quien recupera la rojigualda con la gigantomaquia nacionalista de Colón, es este presidente quien deja puestos los cimientos para un resurgir nacionalista que encontró, sorpresivamente, un aliado inesperado en los éxitos que hasta entonces se habían escapado a nuestros deportistas.
Puede que alguien lea en este resurgir del nacionalismo español un intento de hacer frente a los nacionalismos periféricos: que atienda a cómo acabaron las cosas en Cataluña. Zapatero, que fue continuista en lo económico con respecto a Aznar, giró sin embargo hacia un patriotismo cívico de raigambre republicana, que situaba la nación más que como un sentimiento, peligrosamente manipulable, como la cuna de nuestros derechos y obligaciones: se era español en tanto que se construía España, la gracia de dios quedaba a un lado. Lo cierto es que el nacionalismo de Aznar podía tener como impulso confrontar con otras banderas, pero tenía como fin el vincular la idea de España a un tipo concreto de ideología: la suya. Si volvían los “malos españoles” señalados por el franquismo, si se creaba un “enemigo interior” tal y como esgrimía Thatcher, entonces ser de izquierdas ya no era una opción, era estar fuera del debate público y contra el país. ¿Encuentran ya la raíz de ciertos discursos actuales?
Pero para llevar a cabo este plan hacía falta algo más que los laureles deportivos, hacía falta volver a tener poder sin que bajo tu nombre se vinculara un cargo público. En la década y media larga desde que Aznar salió de la Moncloa, el expresidente ha tenido relaciones empresariales con el magnate de la comunicación Rupert Murdoch, con la inmobiliaria J.E. Robert, con la energética Endesa, con la empresa de datos y software Afiniti, con la extractiva Barrick Gold, con el fondo de inversión Centaurus, con la aseguradora KPMG y con el bufete Latham & Watkins. Sí, de algo hay que vivir, sobre todo si ese algo, además de reportarte unos ingresos notables, te proporciona una red de influencia para tirar de determinados hilos con fuerza.
Pero además de la misión histórica, el dinero y la influencia, se necesita un último elemento: que tus ideas acaben llegando a la gente. FAES, la fundación de pensamiento presidida por Aznar, ha estado detrás de la mayor parte del combustible ideológico que ha animado a los escritores revisionistas, a los radio predicadores y a las cadenas ultra-conservadoras que consiguieron, en ese tiempo que va de mitad de los dos mil hasta mitad de la década pasada, crear un suelo electoral para la derecha más radical. La eclosión vino con el otoño independentista y la posibilidad de referenciarse en un un partido ultra como Vox, pero alguien había sembrado cuidadosamente durante esos años aquel sustrato. La derecha tiene paciencia, que no es más que tiempo más dinero.
Aznar, además, no descuidó la rama de la política institucional. Cometió de nuevo un error al apostar a caballo perdedor, tal y como hizo en 1987, salvo que esta vez lo hizo apoyando a la opción más conservadora: Esperanza Aguirre, que se enfrentó contra un Rajoy que ya había sido tildado como traidor y fracasado. La Gran Recesión de 2008 no sólo vino a arruinar al país y encumbrar a Rajoy, sino que, por una de esas extrañas carambolas del destino, frenó los planes de Aznar. De nuevo la paciencia, quizás mirando a aquellos dos jóvenes sonrientes que le seguían en 2011 en un acto de la fundación DENAES. Uno era su presidente, Santiago Abascal, mimado con subvenciones por Aguirre, el otro Pablo Casado. Uno acabaría formando Vox en 2014, lo que en principio no fue más que una escisión del PP contra Rajoy. El otro acabaría llegando a presidente del Partido Popular tras el imprevisible congreso de 2018. El tercero en discordia, Albert Rivera, recibió también las bendiciones en la sombra de la eminencia gris de la derecha española. La última en ser ungida públicamente ha sido Isabel Díaz Ayuso. El marionetista que llevó a Aznar a la presidencia en 1996, Miguel Ángel Rodríguez, es quien está detrás de la presidenta madrileña. Todo queda en casa.
Días de apuntar y no olvidar
Desde 1978 España no había tenido una derecha en las instituciones tan radical, unos medios de comunicación tan descaradamente parciales, una judicatura tan enconada y unos cuerpos armados tan susceptibles de ser mirados con desconfianza, como ya les conté por aquí a principios de diciembre de 2020. Pueden pedir cuentas al procés, pueden asumir que el coronavirus ha sido un generador de incertidumbre o pueden acordarse del hombre que ha ocupado todo este artículo, uno que llamaba a “apuntar y no olvidar” al lado de una Ayuso que, unos días antes, dejó al rey señalado para que los más exaltados le acabaran calificando como traidor.
Apunten que esta rama de la derecha española, una que ahora llamamos ultra, quizá trumpista, dependiendo de su cara visible, tiene un mismo fondo común: Aznar, bajo cuya égida se desarrolló la Gürtel y se trajo el nacionalismo rojigualdo de vuelta. Fue de los primeros, junto a Aguirre, en pedir una derecha desacomplejada, cuando los complejos eran lealtad democrática. Importó diversas guerras culturales despertando el lado “políticamente incorrecto” de la derecha. Boicoteó con denuedo cualquier medida política que condujera a la distensión del nacionalismo periférico. Sentenció el fin de ETA como una traición. Sirvió como abrevadero de agitación para la creación de unos medios y una audiencia ultra. Movilizó a los sectores más conservadores del PP contra Rajoy. Abrió la caja de pandora de las teorías de la conspiración para tapar su desastrosa gestión del 11M. Se atrevió a ilegitimar abiertamente a sus rivales políticos, los que se sentaron en Moncloa y el que se sentó en la Zarzuela.
No olviden que España es un país muy diferente al del 2004. En algunas cuestiones hemos avanzado, en otras hemos retrocedido. Aznar no diseñó la actual ola reaccionaria con escuadra y cartabón, la política no es una ecuación exacta donde se puedan llevar a cabo los planes con tal precisión. Pero sí fue quien dispuso las piezas para que los acontecimientos las ubicaran en el lugar adecuado: puede que la fortuna no siempre marque lo que necesitas, pero lo que es seguro es que para poder ganar hay que estar sobre el tablero. Tómense en serio a Aznar de una vez por todas: mientras la mayoría le minusvalora, él sigue librando su partida.
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