Opinión · Dominio público
Teoría y práctica del odio
Actor, payaso y humorista
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Una de las máximas de la objetividad periodística parece consistir en alejarse de la emoción y escribir con la frialdad que dicta la pura reflexión. La objetividad es, desde luego, el lugar hacia el que conviene mirar para no caer en el panfleto o la demagogia. Sin embargo, creo también que nunca se es simplemente reflexivo, y que en nuestros pensamientos está siempre presente la emoción.
La muerte de Samuel Luiz a manos, puños y pezuñas de una jauría de cobardes no permite, a mí al menos no, la absoluta frialdad. Puede que existan explicaciones estrictamente racionales para la práctica del linchamiento; quizá podamos decir que éste ha obedecido siempre a la irracionalidad de la turba, al odio sin freno que busca satisfacer con la víctima las más bajas pasiones de la brutalidad o a la necesidad de restablecer un equilibrio cuando se ha cometido un acto que atenta contra la comunidad. Pero ¿qué infracción de la norma infringió Samuel Luiz para merecer morir apaleado? ¿Existe alguna razón que permita justificar el asesinato de alguien a manos de una turba?
Reconozco que escribo desde el desequilibrio que me provoca no poder librarme de la indignación, admito también que ni siquiera quiero apartarme de la línea que me dicta el asco y la repugnancia que provoca quien es capaz de acabar con la vida de un ser humano por el simple hecho de serlo.
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La detención de los presuntos agresores y su puesta a disposición judicial es la respuesta necesaria de una sociedad que busca basar su convivencia en el respeto a los derechos humanos. Sin embargo, no debería acabar aquí la necesaria respuesta a un hecho tan estremecedor. Hay mucho más que hacer. Si nada nos libra del desprecio hacia los asesinos, nada debe hacerlo tampoco respecto a quienes los alientan desde la cómoda sombra de un escaño.
Y es que hay instigadores que escudándose en su defensa de valores y principios morales o religiosos, y arrogándose la posesión de la verdad con mayúscula, se permiten el lujo de condenar sin paliativos a quienes no sienten ni piensan como ellos. Hablo de personajes muy visibles que alientan con sus discursos la segregación y el desprecio de colectivos como el LGTBIQ+.
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La condena, más que previsible, a prisión de los asesinos de Samuel Luiz no soluciona un problema más profundo: el del libre albedrío de los incendiarios que pontifican, tiran la piedra y esconden la mano.
Se hace necesario y urgente denunciar y combatir a todos aquellos representantes políticos que desde sus tribunas destilan y esparcen odio hacia colectivos como el LGTBIQ+.
El discurso exhibido por Vox, un partido político con presencia parlamentaria y que resulta necesario para la gobernabilidad de algunas comunidades autónomas y ayuntamientos, es un elemento dinamizador de un odio que, en lugar de intentar apagar, azuzan con verdadera saña. La ponzoña vertida en muchas de sus soflamas supone una amenaza constante para la convivencia y el respeto a las leyes democráticas y a la seguridad y la vida de todos nosotros, porque si hoy son los gays y lesbianas o los inmigrantes sin papeles o los que dibujan caricaturas en revistas de humor, mañana seremos los que escribimos contra ellos o los que sencillamente sientan que les miran mal.
Desde que Vox exhibe sin complejos su ideario homófobo y racista ha conseguido envalentonar a radicales y perturbados del orbe que consideran llegada la hora de salir del armario de su intolerancia, para mostrar abiertamente sus colmillos y usarlos sin piedad contra el diferente.
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El cerco sanitario alrededor de este partido homófobo, xenófobo y racista se hace cada vez más necesario en los medios, en la calle y en las instituciones. Los tumores deben ser aislados y extirpados para devolver la salud al cuerpo enfermo, y la salud de nuestra democracia peligra mientras no seamos conscientes de la amenaza que supone consentir la impunidad de los venenosos discursos de matones disfrazados de políticos.
El asesinato de Samuel es una tragedia que debe servir, al menos, como punto de partida para un cambio en la consideración y la condena de estos discursos. Su muerte no es el fruto de la reacción visceral y espontánea de una turba, sino la cosecha de una siembra de odio calculada.
La muerte de Samuel debe marcar un antes y un después en la defensa de los derechos del colectivo LGTBIQ+, una defensa en la que debemos implicarnos todos los que nos consideramos defensores de los derechos humanos. De nosotros depende que el cáncer de VOX no se convierta en metástasis.
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