Opinión · Dominio público
Cobardía nacional, postureo europeo
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Dicen por ahí que Pedro Sánchez afirma su solidaridad magnánima y firma las escayolas de señoras mayores a la fresca mientras uno de sus ministros ordena que se devuelvan ilegalmente a decenas de personas a Marruecos. Podría alguien insistir también en que hay una aparente contradicción entre los dos hechos, y a lo mejor tendría razón, pero lo importante pocas veces son los hechos: lo fundamental es la retórica y la estética. España quiere ser el alma de Europa, tan cercanita a su corazón —rojo y a la izquierda—, sea lo que sea esa Europa. Incluya o no a los Países Bajos que abandonan a intérpretes afganos en su embajada con los pasaportes dentro sin responsabilizares de sus viajes. Incluya o no las declaraciones de Emmanuel Macron, ya completamente inmerso en la retórica de Marine Le Pen, capaz de tener un ministro —de Interior: será que es un puesto condenado, como el de Defensa contra las Artes Oscuras en Harry Potter— que le dice a la Le Pen hija que es «demasiado blanda con la inmigración», capaz de hablar en sus primeras declaraciones tras la crisis afgana de «la necesidad de protegernos frente a grandes flujos migratorios irregulares». Incluya o no a Hungría, a Austria —que se niega a participar en el reparto de refugiados—, a quien sea. Lo importante es que Europa existe en sus palabras: a ver si el verbo se hace carne. Limaremos lo demás; nadie se acuerda casi nunca de nada de lo que sucede en agosto.
Pablo Casado, mientras tanto, se prosterna en ese servilismo a lo yanqui que tanto ha gustado siempre al aznarismo, y amenaza con enfadarse y no respirar si alguien vuelve a repetirle que Biden ha hecho referencia a la «buena labor española». No es suficiente con que la preocupación de Sánchez sea estética y retórica: desde el flanco derecho insisten otros en que tendría que haber aún menos hechos, menos obras —que sean amores—, porque lo más importante siempre es aparentar. No se habrán escrito suficientes líneas sobre la importancia diplomática de tener un presidente guapo, apuesto, capaz de engatusar con sus mechones canosos recién aparecidos. Lo que predomina es aparentar o decir algo, suceda lo que suceda después, sin importar lo que se haga cuando no miran las cámaras. Ojo: la actuación española estará muy bien, como puede estarlo la ejemplar campaña de vacunación. No se puede decir lo mismo de las entregas de menores a Rabat. O de las declaraciones de Margarita Robles sobre gritar «España» o llevar algo rojo. ¡España, España, España!
Tengo todas las ganas del mundo de que este Gobierno funcione, dure y quizás incluso repita, si bien no en su integridad; sé, no obstante, que si fracasa los motivos nos serán excesivamente familiares. Se parecerán a la cobardía de una parte del Ejecutivo a la hora de lidiar con los precios sangrantes de la luz —¿Llegará algún día la eléctrica pública? Esperemos que sí. Si llega, ¿se hará con la suficiente ambición como para no nacer ya completamente irrelevante? —, a su timidez a la hora de hacer lo más mínimo en lo que a los alquileres respecta, a su capacidad para llamarse ecologistas mientras pactan ampliaciones aeroportuarias sin ningún tipo de criterio medioambiental en la cabeza, a sus ganas de hacer el hub internacional de las Españas en todas sus variantes posibles. Hay quien sufre mucho cuando a Sánchez le critican por llevar alpargatas —ya se ve: polemiquita estúpida de verano— y muy poco cuando le recuerdan todo lo que los socios minoritarios del Gobierno firmaron antes de permitir la investidura. El viento sopla a su favor, porque amanece una recuperación económica y salida de la crisis provocada por la pandemia. Pero es peligroso contar con el olvido como estrategia. Será que el electorado de izquierdas no se acuerda casi nunca de lo que sucede en agosto… salvo si en septiembre tiene que pagar la factura más cara de la historia.
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