Opinión · Otras miradas
Docencia y policía del pensamiento
Filósofa, escritora y teórica feminista española.
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Todos los cursos los profesores de mi Universidad (y me consta que de otras universidades recibimos los resultados de la evaluación por parte de nuestro alumnado de nuestra labor docente en el curso en cuestión. Hasta ahora los resultados de las encuestas eran meramente cuantitativos, pero desde este curso también se nos remiten algunos comentarios particulares y anónimos, que nos ayudan a tener una percepción más cualitativa de nuestra tarea docente. Yo me siento muy satisfecha de los comentarios recibidos y es una gratificación muy positiva tener noticia de que esa tarea es bien recibida. Pero hay un comentario que me ha sobresaltado por más de un motivo. Reza así: “Es una de las mejores profesoras que he tenido. Pero es una TERF porque no cree que las mujeres trans sean mujeres”.
Esta observación, como digo, me provocó un sobresalto por distintas razones: en primer lugar, porque se sale por completo del marco de mis clases, en las que he tratado de tener un cuidado exquisito con no herir la sensibilidad de nadie. Pero sin duda el autor o autora de esta afirmación se ha informado de mis opiniones expresadas en medios públicos, más allá del marco de las propias clases. Y ha optado por el insulto y la descalificación que puedan empañar de paso una trayectoria docente y académica, en la que jamás se me ha ocurrido ejercer adoctrinamiento activo, sino solo reforzar y dar cauce al pensamiento crítico. Pero otro motivo de preocupación ante esta valoración es la de constatar que hay alguien entre mi alumnado que ejerce el papel de inquisidor/a, de esa policía ideológica que muchas personas llevan dentro. Y que ese papel, además, hoy inocuo, puede convertirse en toda una vocación de denuncia que conlleve las sanciones que el “Anteproyecto de Ley para la igualdad real y efectiva de las personas trans y para la garantía de los derechos de las personas LGTBI” contempla en su Título IV sobre infracciones y sanciones.
Tengo que aclarar que desde hace ya años imparto teoría feminista. Y que, como es lógico, en cuestión de apenas dos cursos, los a menudos tensos debates entre la denominada teoría queer y una parte importante del movimiento feminista han saltado a la palestra de mis clases y he pulsado un conmocionado interés por esos debates entre mi alumnado. Y, a pesar de que siempre he querido garantizar la libre expresión en un contexto, eso sí, de respeto extremo, este comentario anónimo viene a recordar que siempre se está al filo de la condena sancionadora si no se hace una declaración expresa de fe y adhesión al ideario que anima este anteproyecto. Y, de paso y con ello, de una devota y férrea vocación queer.
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Como lo decía el filósofo Baruch Spinoza “La actividad más alta que un ser humano puede alcanzar es aprender para entender, porque entender es ser libre”. Se trata, entonces, de ser libre cuando se aprende a romper con todo criterio dogmático y cerrado, de seguir en fin contraponiendo a la creencia el juicio de la razón y el libre pensamiento. Y de oponerse al sinsentido de armar una policía y una política normativa de la represión sancionadora de la libertad de expresión. Porque una sociedad que da armas a la imposición del pensamiento único, y más si lo hace mediante leyes, es una sociedad que no puede autodenominarse ni libre ni democrática.
No somos pocas las mujeres feministas que hemos venido defendiendo la necesidad de amparar y proteger las vidas y derechos de las denominadas sexualidades no normativas. Me parece muy legítimo reclamar como objetivo reivindicativo el reconocimiento de estas sexualidades, pero hay que tener claro que esto no es igual a enunciar un proyecto feminista. Porque, como lo decía la filósofa Nancy Fraser, el feminismo no es sólo una demanda de reconocer culturalmente las diferencias (en este caso, las sexuales), sino que también es, y lo es esencialmente, una justicia de la redistribución de los recursos y riquezas entre hombres y mujeres. Y, ante todo, un proyecto para la emancipación de estas y para el fin de toda su situación de desigualdad. En otras palabras, el feminismo ha sido, y sigue siendo, la reclamación activa de algo tan fácil de enunciar y tan difícil de hacer como es erradicar el patriarcado.
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Y pensar que para ese objetivo es necesario seguir aceptando que existe un sujeto “mujeres”, asumiendo desde luego todas las diferencias entre ellas, no puede constituir objeto de infracción alguna susceptible de sanción. Ni debe dar lugar a ejercicio alguno de control y acechanza por una nueva policía ideológica legitimada en su vocación de imponer un pensamiento único. Ni, desde luego, venir a sustituir la enriquecedora dialéctica entre aprender y enseñar por una ramplona y obtusa voluntad inquisitorial.
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