Opinión · Dominio público
Entender el deseo del fascismo
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“Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes”: segunda frase del Manifiesto comunista, a la cual el filósofo francés Jacques Derrida dedicará un largo análisis en su libro sobre los espectros de Marx (Espectros de Marx: el estado de la deuda, el trabajo del duelo y la nueva internacional). Las traducciones modifican cada línea del manifiesto con su propia sutileza: en lugar de atemorizar, recorrer o rondar, habrá quien escoja que el espectro (o fantasma) acose o incluso obsesione a Europa.
Hoy lo que obsesiona ya no es el comunismo y tampoco lo es Marx, aunque siga atemorizando; Derrida inventa la fórmula hauntología, del francés hanter, pero sólo la utiliza tres veces en su texto. Serán los estudios literarios y culturales —y luego Mark Fisher— quienes la reciclen después. Lo importante no es la conversación ni el debate, ni siquiera hacer una rememoración de estos espectros: es diferenciar entre un espectro y un zombi.
El espectro se parece al Horla que atormenta al protagonista de Maupassant y le hace pensar cosas extrañas: está en su alma y no está, luego vuelve desde el pasado al presente como proyección de un futuro antes posible. Todos los tiempos se mezclan. El zombi es mucho más pop: come cerebros, balbucea, no está ni vivo ni muerto, existe de formas muy refinadas —el zombi filosófico, un experimento mental— y de formas toscas —en películas de serie B—, se resiste a morir, infecta.
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El zombi es cuerpo y casi cabeza, y esto ofrece también una característica inquietante: se parece mucho más a nosotros que un espectro, porque un espectro a duras penas se comprende. Lo que recorre hoy Europa no son espectros comunistas, sino zombis del fascismo, criaturas a la vez vivas y muertas que arrastran cuerpos pasados, pero siempre se materializan en el presente.
Dicen Deleuze y Guattari, en Mil mesetas, que “al deseo nunca se le engaña: el interés puede ser equivocado, mal conocido o traicionado, pero no el deseo. De ahí el grito del Reich: no, las masas no fueron engañadas, desearon el fascismo, y es eso lo que hay que explicar”. Si las masas no fueron engañadas, sino que desearon el fascismo, formar parte de aquella otra gran potencia de la masa, absténgase todos los que preferirían reventar al ejército de zombis con una o varias motosierras, categorizando inmediatamente a los convertidos —los que ya van por ahí siendo no-muertos o no-vivos— de seres abominables, inhumanos, cuya extinción es necesaria. En algunas versiones de los zombis siempre hay posibilidad de retorno. Y el deseo también significa que del zombi hay algo dentro de nosotros, que la posibilidad o la semilla ya estaba presente en alguna parte: si no, no atormentaría ni obsesionaría tanto; el espectro no sería tan poderoso.
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El motivo por el que Zemmour, Abascal o Meloni viven su auge en Francia, España o Italia no es una locura colectiva, ni siquiera el delirio que producen los espectros o fantasmas. La señal tiene que rastrearse hasta cierto espíritu del tiempo del cual el mismo Boris Johnson es también una materialización. Es el motivo por el cual Abascal puede citar tranquilísimo el concepto de Ramiro Ledesma Ramos del “imperio solar hispánico” (y no dejen ustedes que aparezcan cretinos buscando en Felipe II un supuesto origen menos fascistoide, pues de que el sol no se ponga o el mundo no sea suficiente a la apelación concreta hay un trecho).
Es la inspiración detrás de tantos aspavientos sobre la Hispanidad o el hilo secreto que permite que las palabras de Abascal en su particular fiesta voxista pudieran perfectamente haber sido firmadas, de principio a fin, por figuras que hoy ejercen como columnistas en diarios como El País.
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Algunas no aspiramos a desaparecer difuminadas entre los zombis fascistas, pero tampoco agitamos la bandera de querer exterminarlos toscamente —como si no supiéramos que se trata de otro tipo distinto de hidra—: somos conscientes de que el objetivo primordial no ha de ser el escándalo ante su existencia, sino el intento de reconocer qué es lo que provoca que ahí estén, que seduzcan, que tengan tanta fuerza.
Lo que hay que buscar es un antídoto para el virus de los zombis, un análisis serio de las condiciones de posibilidad que nuestra época y ubicación territorial ofrecen: extirpar los motivos por los que algo puede surgir, no los síntomas.
El fascismo no se combate primordialmente negándolo, negando su existencia, ilegalizándolo. El monstruo que asalta la sede de la Confederación General Italiana del Trabajo no desaparecerá por nuestro escándalo, ni tendrá menor intención de voto, ni Zemmour se irá porque nos parezca abominable, ni bastarán la cantinela de que todo es siempre una revuelta de los ricos para sostener los cimientos del sistema para que nos sintamos mejores el día posterior a la victoria de la extrema derecha en las elecciones. La extrema derecha que hoy está casi viva también es al mismo tiempo fascismo y no-fascismo, tiene una existencia ideológica liminar; es por ello más peligrosa.
La tentación nihilista sería la de afirmar que, por desear algo —aunque el deseo no se exprese conscientemente—, debemos también merecer lo que deseamos. La única respuesta digna que cabe es que un pueblo no se merece todo lo que desea y ni siquiera conoce aquello que su deseo puede engendrar. Y, para combatir a la extrema derecha, son necesarios menos gestos grandilocuentes de indignación y más trabajo por preparar de otra manera el arado, reconducir los deseos, dar respuestas alternativas, permitir a la gente la libertad de desarrollar sus vidas. Si la reacción de la izquierda al auge de las derechas se reduce a la alerta antifascista, ganará el deseo del fascismo. Si la reacción, por el contrario, es un rojipardismo socialdemócrata de pacotilla que busque imitar su retórica, seguirán ganando las palabras de los fascistas. La única respuesta y el único programa: entender esos deseos, con cuidado, para desatar sus nudos.
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