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Opinión · Otras miradas

El caso Alberto Rodríguez, diputado del Parlamento español

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Alberto Rodríguez es recibido por simpatizantes de Podemos en Tenerife. / Ramón de la Rocha (EFE)

Ha sido objeto de un intenso debate la retirada de la condición de diputado a don Alberto Rodríguez como consecuencia de una resolución del Tribunal Supremo, con dos votos particulares, en la que se le condena a la pena de 1 mes y 15 días de prisión, con la accesoria de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo durante el tiempo de la condena, habiendo sido sustituida la pena de prisión por la pena de multa de 90 días con cuota diaria de 6 euros, vamos, 540 euros.

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La relevancia, adelanto que negativa, de la actuación judicial es doble.

Por un lado, la condena por el supuesto pateo de un agente de policía se basa en el único y exclusivo testimonio del mismo, como admite sinceramente la Sala, sin mayor evidencia. Frente a ello, la argumentación de los dos magistrados, que sostienen la libre absolución de Alberto, es demoledora y, por ello, es imprescindible transcribirla: “La condena se sustenta como prueba única en el testimonio prestado por el policía agredido, que identificó a su agresor en el juicio, pero no ilustró al tribunal sobre las circunstancias en las que se produjo. (…) Esta extrema parquedad del relato resulta, a nuestro parecer, muy relevante, en la medida en que mal puede valorarse la fiabilidad en la identificación del agresor, cuando ni siquiera conocemos si el agente dispuso de algún tiempo para reparar en su aspecto (al verle, por ejemplo, llegar de frente) o si los hechos discurrieron de forma súbita y en condiciones inadecuadas para dicho reconocimiento”. Si todos estamos expuestos a ser condenados penalmente sin más prueba que la declaración de un agente del orden público, con todo el respeto que estos merecen, nuestro sistema de valores democráticos se pervierte y la presunción de inocencia pierde todo su valor.

Por otro lado, la inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo se ha convertido en una retirada de la condición de diputado, tras el auto del presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, Manuel Marchena, reclamando el inicio del cumplimiento de la pena de inhabilitación especial para el derecho de sufragio pasivo. Frente a ello, los informes del servicio jurídico del Congreso habían reseñado que la sustitución de la pena de prisión por la de multa impedía tener esos efectos, pero la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo insistió en la ejecución, respondiendo con cierto desdén a la petición de aclaración de la presidenta del Congreso, el Supremo no está para aclarar dudas al Poder Legislativo. Tal vez todo esto acabe dentro de dos años con un nuevo ridículo de la Justicia española en Europa sin que los responsables asuman su responsabilidad, por ejemplo, dimitiendo de sus cargos. Pero, más allá de las posturas ideológicas que se mantengan, se advierte una clara intromisión del Poder Judicial en el Legislativo. Frente a aquellos que continuamente se rasgan las vestiduras cuando un juez o tribunal es criticado por sus resoluciones —si no les afectan, claro—, me parece altamente preocupante que no clamen cuando un diputado, un representante de los ciudadanos, es desposeído de su condición por una decisión, como mínimo, discutible.

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La democracia empieza a estar en peligro con ciertas resoluciones y actuaciones que no puedo dudar en calificar en su fondo y forma de excesivas. Y recordemos que, en España, a diferencia de otros países democráticos, los jueces acceden a su puesto a través de un proceso de selección cuyo coste es prohibitivo para la clase trabajadora, clase a la que pertenece don Alberto Rodríguez.

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