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Opinión · Dominio público

Socialdemocracia sin socialdemócratas

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After Joseph Beuys, por Ramón Rodríguez

'Las revueltas no anuncian otro 15M', titulaba un análisis del diario El País la semana pasada. El artículo se refería a las diferentes protestas sociales que se están multiplicando en las últimas semanas. Su tesis era que a diferencia de lo que sucedió hace una década, se trata esta vez de conflictos sectorializados, que entran en el marco de la negociación y por tanto se pueden reconducir laboral y políticamente, sin poner en jaque el sistema institucional y representativo. Más allá de su título a la Magritte, el artículo sorprendía por el contraste con otro publicado el día anterior por el mismo diario, que esta vez sí anunciaba un 15M de lo rural y la España vaciada. La movilización electoral de las provincias olvidadas, sostenía el texto, podría complicar la base parlamentaria de un futuro gobierno, y con ello influir significativamente en la gobernabilidad del país.

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Esta yuxtaposición de análisis es interesante porque vincula el retorno de la protesta social con una cierta idea de la inestabilidad política contemporánea. De la inflación a las nuevas sacudidas del mundo del trabajo, de las reclamaciones salariales y territoriales al rechazo de las medidas de protección de la salud pública, asistimos a un retorno del conflicto y la insatisfacción al centro de la escena política, muchas veces sin que esté clara la forma en que se puede articular esas protestas o darles respuesta política. En un reciente articulo en Le Grand Continent, Mario Pezzini y Alexander Pick hablaban de una era marcada por la multiplicación del descontento y por una desafección generalizada de los mecanismos políticos tradicionales y de la democracia misma, pero también por la ausencia de un horizonte de transformación social o de un modelo alternativo hacia el que dirigir las reivindicaciones. Su conclusión era evocadora: vivimos una época de revolucionarios sin revolución.

Esta asimetría entre protestas y horizontes políticos expresa dos fenómenos relacionados entre sí. El primero es el del retorno de una economía política en crisis, que genera desequilibrios y agravios permanentes sin que existan mecanismos institucionales para darles una solución estable. Hoy los ‘consensos’ neoliberales sobre la política fiscal, comercial o industrial, que han definido los límites de lo posible en las últimas décadas, están suspendidos o gravemente cuestionados; lo mismo sucede con los obstáculos a la planificación y la intervención pública en la economía. En su lugar, sin embargo, asistimos a una sucesión de parches y actuaciones improvisadas sin un horizonte que les dé coherencia a largo plazo. Ese es el segundo aspecto que incide en la idea de inestabilidad actual: una crisis evidente de la imaginación política, que impide orientarse hacia cualquier escenario de futuro y resta credibilidad y fuerza a cualquier propuesta concreta de solución.

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De esta desorientación nace la paradoja ante la que nos encontramos. En respuesta a la pandemia se ha instalado en la política europea una especie de neoestatismo tecnocrático, un dirigismo con instinto planificador, que sin embargo no tiene proyecto que explicar a la ciudadanía: no tiene horizonte político, ni liderazgos claros, ni base social a la que dirigirse. En los últimos tiempos, sobre todo a raíz de las elecciones en Alemania, se quiso especular con la idea de un renacer de la socialdemocracia, pero es precisamente la ausencia de una interpretación socialdemócrata de la crisis lo que llama la atención. Hoy en Bruselas y en las capitales europeas se habla de cosas -política industrial, fiscal, laboral, social- que hace poco parecían inconcebibles, pero no hay un hilo conductor, ni un marco temporal, ni un proyecto político ambicioso que las vertebre realmente. A modo de provocación, tal vez se podría decir que en Europa hoy no hay solo revolucionarios sin perspectiva de revolución. También hay un espacio para la socialdemocracia sin socialdemócratas para ocuparlo.

El auge de la extrema derecha no se explica sin esta doble crisis de expectativas que hace el futuro ilegible para las demandas sociales. Sus falsas promesas de orden, seguridad y protección contrastan con la desorientación y la dificultad para desplegar un horizonte compartido por parte de las fuerzas de izquierda. Francia es hoy un buen observatorio de ese proceso por el que la derecha construye su hegemonía sobre un trasfondo de miedo y de ausencia de alternativas. Pero esto no quiere decir que la crisis de la imaginación política de la izquierda sea un destino inevitable.

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Hoy existen todos los mimbres para salir de ese impasse: la repolitización del rol del Estado, del trabajo, de la fiscalidad, de la industria, de las cadenas de valor, de la idea misma de bienestar, son herramientas más que suficientes para trascender la reacción al descontento y abrirse a la construcción en positivo de un paradigma económico nuevo, de una transición ecológica justa, y de un orden social más democrático e incluyente. Levantar ese proyecto quiere decir mucho más que juntar una lista de siglas o medidas. Se trata de proponer un horizonte, una idea coherente de alternativa sobre la que movilizar una identidad y una idea de país en modo afirmativo. No se trata solo de reaccionar ante el peligro y la irracionalidad política de la ultraderecha. Se trata de abrir paso a un futuro en el que podamos aspirar a más y no a menos.

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