Opinión · Dominio público
La Policía contra el Estado: ¿el fin del monopolio de la violencia legítima?
Profesora de Historia del pensamiento político en la Universidad Autónoma de Madrid
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El Black Friday, nuevo Santa Claus de la globalización, trajo a la Policía dos millones de euros en porras de acero extensibles. Aun así, se sienten indefensos. Han salido a las calles a manifestarse y protestar, no para reclamar más derechos para su gremio, sino para mermar los de los demás. Pero a juzgar por lo visto en muchos medios de comunicación y lo oído a los representantes de los partidos de la oposición, parece que la “Ley Orgánica de protección de la seguridad ciudadana” es popularmente conocida como ley mordaza porque ata y amordaza a la Policía. “Reforma grillete”, la ha llamado Pablo Casado.
Lo cierto es que esta Ley de seguridad ciudadana la aprobó el Gobierno de Rajoy en 2015 como rodillo contra una calle que, entre mareas sanitarias, educativas y 15-Ms, se le agitaba en demasía. Y lo hizo en solitario, no solo con el resto del arco parlamentario en contra, sino también con la oposición de las voces más autorizadas de la sociedad: desde el propio portavoz del Sindicato Unificado Policial (SUP), que expresó su “preocupación”, a las voces de los juristas más autorizados que veían en ella una preocupante merma en materia de derechos fundamentales, tales como el principio de habeas corpus o la libertad de reunión o expresión. Un editorial del New York Times dijo de ella que «esta ley trae recuerdos de los peores días del régimen de Franco y no procede en una nación democrática», e instaba a la Comisión Europea a su condena, como hicieron el relator de la ONU o Amnistía Internacional. Y a pesar de todo, desde entonces hemos sido testigos de un goteo constante de sanciones injustas o desproporcionadas en aplicación de esta ley, que ahora la derecha reclama como la mejor protección para que la Policía no quede “vendida a los delincuentes”.
Solo que esos presuntos delincuentes no son tales, sino ciudadanos, y la propia ley habla de infracciones administrativas y no de delitos penales. Pero ya sabemos (lo volvió a recalcar el miércoles en el congreso del SUP) que para el líder del PP y sus secuaces los votantes de Podemos, Bildu o ERC no son ciudadanos, sino delincuentes que rompen la tranquilidad de los españoles de verdad. Esos que, cuando salen a manifestarse a las calles en pleno confinamiento, reciben palmaditas en la espalda de los agentes, y no porrazos.
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La prensa ha insistido en recalcar que los argumentos esgrimidos por los portavoces policiales rebeldes (hacer de taxistas del detenido, poner en riesgo su seguridad y la de su familia por la filmación de particulares) son rotundamente falsos, puesto que la nueva reforma no introduce ninguno de esos aspectos señalados o exagerados. Pero quién presta atención hoy a los periódicos, sea este que usted está leyendo o el New York Times, ni a la letra de la Ley, cuando los agentes del orden se suman al desorden, y además los tres partidos de la derecha, los de los españoles “como dios manda”, se tornan en alborotadores, salen de manifa y se hacen selfies de fan (Inés Arrimadas llevando al desastre una vez más a lo que le queda de partido) con el portavoz del sindicato mayoritario Jusapol, aquél que, faca en mano, bromeaba ante la cámara con amenazas de muerte a los “MENAS”.
Pasolini dijo en las revueltas de 1968 que, en los enfrentamientos entre estudiantes y Policía, él simpatizaba con los policías, los verdaderos hijos de la clase obrera frente a los jóvenes privilegiados universitarios. Medio siglo después, el Sindicato Policial que expresó su preocupación en 2015 ante los recortes en derechos de la nueva ley aplaude ahora los exabruptos de Casado, Ayuso o Abascal (Arrimadas solo se hace fotos), y un nuevo sindicato radicalizado, Jusapol, que empezó con una digna reclamación (la equiparación salarias entre los distintos cuerpos de seguridad), arrasa en sus elecciones sindicales y se manifiesta con muchas banderas españolas, escudos y caras pintadas cual hinchada ultra preparada para la batalla: a por ellos.
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Max Weber dio la famosa y canónica definición del Estado como el “monopolio legítimo de la violencia en un territorio dado”, lo que significa que sólo los funcionarios públicos habilitados para ello pueden llevar y utilizar porras de acero extensibles, pero si lo hacemos usted o yo seremos arrestados. Cuando un Estado pierde ese monopolio, porque bandas armadas privadas (terroristas, guerrillas, narcotraficantes) entran en competencia, se suele hablar de “Estado fallido”. En esta deriva a la que asistimos, sin embargo, son las propias fuerzas de seguridad del Estado (policiales y militares, no olvidemos aquellos chats que hablaban de fusilar rojos o sus manifiestos contra el gobierno) las que parecen desembarazarse de ese monopolio, para convertirse en la seguridad privada de solo una parte de la sociedad, casualmente la que vota más a la derecha. Si la Policía no protege a toda la ciudadanía, sea azul o roja, en el libre ejercicio de sus derechos fundamentales, y en vez de aplicar la ley se rebela contra ella, tenemos un serio problema. Y además, seguimos pagándoles entre todos.
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