Opinión · Dominio público
El mito de la seguridad como excusa para amordazar la protesta
Director de Amnistía Internacional España
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Estos días asistimos con decepción, y cierto estupor, al debate sobre la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana, en el que una vez más, el lenguaje se retuerce hasta lo inverosímil, las medias verdades polarizan y las palabras van quedando poco a poco vacías de su significado.
El pasado diciembre dio comienzo en el Congreso de los Diputados la Comisión para la reforma de la Ley de Seguridad Ciudadana. Una reforma anunciada por los partidos en el Gobierno como un paso imprescindible para la libertad de expresión, y reclamada desde su aprobación por numerosos colectivos y organizaciones de derechos humanos. También recientemente se han llevado a cabo manifestaciones en contra del proyecto de ley anunciado por la coalición de gobierno por parte de sindicatos de las fuerzas de seguridad, con el apoyo de los principales partidos de la oposición, con el argumento de que la reforma “pone en peligro” la seguridad de los agentes.
Con la perspectiva que dan seis años desde su entrada en vigor, vemos que con esta Ley el ‘manoseo’ a las palabras comenzó desde su origen, en un ejercicio más de uso de la “neolengua” que denunciaba George Orwell en su distopía, 1984. Porque desde luego si para algo ha servido esta norma es para que la ciudadanía, en especial la que se moviliza y protesta, se sienta más insegura e indefensa frente a las distintas fuerzas de seguridad. Y por el contrario, cabe rescatar lo certeros que fueron los movimientos sociales llamando desde el principio las cosas por su nombre al bautizarla como “ley mordaza”; y adelantándose a lo que se nos venía encima, uniéndose en una plataforma que reclamaba que quienes alzamos la voz “no somos delito”.
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Tal y como temíamos, esta Ley ha servido para multar a manifestantes que se limitaron a preguntar a los agentes por qué les pedían la identificación, a activistas por protestar contra un desahucio, o a periodistas por publicar el video de una intervención policial. Incluso a un joven con discapacidad, intelectual y visual, que en pleno estado de alarma fue a tirar la basura y huyó cuando vio a unos policías. También ha pretendido dar apariencia de legalidad a las expulsiones colectivas en nuestras fronteras, y ha provocado que muchas mujeres se vean obligadas a ejercer la prostitución en lugares más aislados, por temor a ser multadas. Es decir, ha hecho la vida más difícil e incierta a algunas de las personas más vulnerables de nuestra sociedad, y ha convertido en arriesgada la acción de reclamar mejoras y derechos para el conjunto de la población, con el efecto desmovilizador que eso conlleva. Todo esto en nombre de la “seguridad ciudadana”. Si Orwell lo viera, estoy seguro de que se le escaparía media sonrisa.
Sin embargo, hemos visto que quienes se mostraban críticos con la norma, y ahora forman parte del Gobierno, también fueron vaciando las palabras de su significado a tenor de sus actos posteriores. “Avanzaremos poniendo punto y final a leyes como la ley mordaza”, afirmaba Pedro Sánchez, quien tras su investidura anunció que su Gobierno iba a “avanzar en derechos derogando la 'ley Mordaza', porque ninguna sociedad realmente libre persigue la libertad de expresión”. No puedo estar más de acuerdo con la frase, una pena que no haya decidido ponerla en práctica, todavía.
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La realidad es que el proyecto de reforma que proponen los ahora socios de Gobierno está, según Amnistía Internacional, muy lejos de eliminar los aspectos más dañinos contra la libertad de expresión, información y reunión pacífica que contiene la norma. Por ahora, ese punto y final se ha quedado más bien en punto y seguido. Y para demostrarlo basta un dato: desde 2015 a 2019 se impusieron cerca de 140.000 sanciones en base únicamente a dos artículos, los que se refieren a “resistencia, desobediencia o negativa a identificarse” y “faltas de respeto a la autoridad”. Suponen el 70% del total de infracciones impuestas en materia de seguridad ciudadana, pero ninguno ellos es eliminado o modificado en el acuerdo de reforma, manteniendo así un elevado margen de discrecionalidad que permite una aplicación con criterios arbitrarios, como hemos documentado en estos años.
El borrador de ley no elimina las “devoluciones en caliente”, ni prohíbe el uso de pelotas de goma todavía. No elimina la sanción para la difusión de imágenes de autoridades y fuerzas de seguridad si “genera un peligro cierto a su seguridad” (¿cómo y quién decide eso?), ni contempla un mecanismo independiente de supervisión de las actuaciones policiales, como desde Amnistía reclamamos y han puesto en práctica ya varios gobiernos europeos. Por eso decimos que la redacción actual está más cerca de un maquillaje que de una reforma que responda a la protección de derechos acorde a las normas internacionales que España ha firmado.
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Si no se remedia en el trámite parlamentario, la norma seguirá anteponiendo una supuesta seguridad frente al derecho de protesta, siempre a criterio de unos agentes que continuarán actuando sin la supervisión de un mecanismo independiente. Todo ello en un proceso sancionador en el que la administración es juez y parte, y con las dificultades que el sistema de recursos y la jurisdicción en este ámbito impone a la persona que desea impugnar la sanción y obtener tutela judicial efectiva. Una situación además que entendemos también perjudica a los propios cuerpos de seguridad y desde luego no supone en ningún caso un refuerzo de la “seguridad ciudadana”. Porque una manifestación pacífica convocada de forma espontánea no es un peligro para nadie, sino un derecho que debe ser protegido. Porque a ningún agente que actúe correctamente le perjudica que se grabe su actuación y se pueda difundir manteniendo el anonimato. Porque la documentación de actuaciones policiales es esencial para denunciar y prevenir violaciones de derechos humanos y confirmar la buena gestión de los policías respetuosos con los derechos de los manifestantes. Porque ha quedado claro que las pelotas de goma no son seguras para quienes se manifiestan ni los propios agentes pueden controlar los daños que provocan.
Desde Amnistía Internacional somos conscientes de la difícil tarea que afrontan los cuerpos de seguridad, pero justamente por eso, a ellos tampoco les hace ningún bien que sus actuaciones no estén controladas, o que algunos de sus miembros puedan ofrecer testimonios que se demuestran falsos sin que eso tenga ninguna consecuencia. Una realidad que comprobamos hace poco con el caso del fotógrafo Albert García, quien fue detenido mientras cubría una manifestación en Barcelona en octubre de 2019 y afrontó dos denuncias policiales. Una de ellas le acusaba de haber intentado impedir la detención de un manifestante, en un lugar en el que sencillamente no estuvo. Ante ésta, la Audiencia Provincial de Barcelona ordenó el archivo de la investigación, reconociendo la ausencia de indicios probatorios de los hechos. En la segunda, se le acusaba de haber empujado a un policía, y por este caso sí que se celebró un juicio que finalizó con la absolución de Albert por falta de pruebas.
Los partidos que forman la mayoría parlamentaria tendrán la oportunidad en las próximas semanas de reformar una ley de Seguridad Ciudadana para que, de una vez, haga honor a su nombre, proteja de manera efectiva nuestros derechos y libertades, y no se escude en la seguridad para silenciar la protesta. Como todo el mundo sabe, para quitar una mordaza hace falta un gesto claro y decidido. No hay dilema entre derechos y seguridad. El respeto, la promoción y protección de los derechos humanos fortalece la estabilidad y la seguridad del conjunto de la sociedad.
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