Opinión · Dominio público
¿Pacifismo en el siglo XXI?
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"Aquí, sobre la mesa, frente a nosotros, hay algunas fotografías. El Gobierno español las manda con paciente obstinación aproximadamente dos veces por semana. No son agradables a la vista. Casi todas muestran cadáveres. En la selección de esta mañana hay una fotografía de lo que podría ser el cuerpo de un hombre o de una mujer. Está tan mutilado que podría ser el cuerpo de un cerdo. Pero eso que se ve ahí ciertamente son niños muertos, y aquella es indudablemente alguna parte de una casa (…) Cuando observamos estas fotografías ocurre una especie de fusión en nuestro interior. Por más diferentes que sean la educación y las tradiciones que nos anteceden, tenemos los mismos sentimientos, y son sentimientos violentos".
Virginia Woolf, Tres Guineas, 1938.
La invasión rusa de Ucrania me ha provocado, durante varios días, una especie de estado de shock y enmudecimiento. Estoy logrando superar esa sensación paralizante guardando silencio, leyendo y trabajando en lo que me traigo entre manos. También me mantengo tan informada como puedo. Es desde este silencio reflexivo desde el que me siento cómoda para expresar, como la ciudadana común que soy -una persona sin responsabilidades políticas y con una modestísima presencia pública- lo que sigue.
La crisis financiera, las políticas de restricción de la inversión pública y el consiguiente incremento de las desigualdades sociales a escala planetaria con las que estrenamos siglo y milenio; la hiperpolitización del espacio público por mediación de las tecnologías, una suerte de diversificación y deslocalización de la política que está implicando una pérdida de sustancia y legitimidad de las instituciones y generando un incesante ruido que escribe las notas de su partitura sobre el pentagrama de la desinformación; la remodelación completa de las taxonomías ideológicas con las que operábamos hasta hace como quien dice dos días; el auge del populismo de ultraderecha; el enquistamiento de conflictos internacionales y las crisis humanitarias en un orden multipolar y, por fin, una pandemia mundial que ha amenazado la salud, la vida y nuestros precarios equilibrios mentales de sociedades depredadas por las lógicas de un capitalismo inconsecuente, me dejan fuera de juego. Que todo esto esté, además, sucediendo en una fase de abierta emergencia climática en la era del Antropoceno, me tumba. KO. Estaba KO cuando Putin decidió invadir Ucrania y desencadenar, de ese modo, una guerra en Europa.
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Al ruido de las alarmas antiaéreas, del impacto de proyectiles, de los llantos y los gritos de la población civil ucrania -los únicos sonidos que de verdad importan- se suma el de la colmena opinadora, dispuesta siempre a interpelarte y, caso de disentir, reprenderte. Ahora que surge, como si de una epifanía colectiva se tratara, el espíritu militarista como mecanismo para concitar apoyos a un conjunto de decisiones tomadas por la Unión Europea que no parecen formar parte de ninguna estrategia estructurada pero que se incardinan bien en el momento histórico de extraordinaria densidad que vivimos y de reedición de una Guerra Fría a la que hasta hace diez días habíamos escogido ignorar, ahora más que nunca, conviene reivindicar el derecho a disentir, no sea que por querer afirmar un consenso, Europa/España termine pareciéndose a la Rusia de Putin.
Ni la disidencia es populismo ni el pacifismo es únicamente una identidad emocional; es también un pensamiento estratégico sobre los conflictos que, en el momento en el que estamos, implica defender la necesidad de una desescalada. La desescalada no es apaciguamiento y no se propone por equidistancia, sino porque es una fórmula válida para la contención de la guerra. Yo no sé descender esa fórmula al terreno de las medidas concretas; como ciudadana común solo sé expresarla como una convicción para la que pido respeto. Como persona de izquierdas con formación histórica pienso el tiempo no como una sucesión de situaciones de emergencia, sino como una oportunidad para el cambio. Porque, ¿qué mundo queremos cuando todo esto termine, cuando tengamos que contar muertos, evaluar daños institucionales, asumir las consecuencias de haber armado a poblaciones civiles, de haber enaborlado la bandera de la democracia para acabar envolviendo con ella montañas de cadáveres?
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La mentalidad militarista se caracteriza por instalarse en las sociedades a una gran velocidad. Unos cuantos días de imágenes que, como decía Woolf, nos llegan directas al ojo y nos provocan, mediante su paso al cerebro, una inmediata reacción violenta, pueden cambiar totalmente la visión que la opinión pública tiene sobre la guerra. Pueden, sobre todo, colocarnos en la situación de querer resolver con urgencia sin medir las consecuencias en el medio plazo y sin evaluar las energías disponibles. Es cierto que existe una vitalidad muy potente en el caos; lo que como ciudadana común pido es que no se nos acuse de paternalistas, populistas, ingenuos y traidores a quienes, en consonancia con una tradición filosófica y política potente y comprometida estamos expresando nuestras dudas sobre la deriva militarista de la postura “occidental” en este conflicto; a quienes pedimos, en suma, que esa vitalidad se canalice en un sentido contrario a la guerra.
Detrás de la postura política pacifista de esta ciudadana común hay una subjetividad, claro está, modelada por la lectura de textos que van desde la propia Woolf hasta Achille Mbembe y por mi mentada formación histórica. También hay una reflexión basada en una experiencia estrictamente personal. La primera vez que estuve trabajando en Bosnia-Herzegovina fue en 1995, al poco de firmarse los acuerdos de paz de Dayton. Volví a hacerlo en varias ocasiones más en años posteriores y estuve desplazada en las diferentes zonas de conflicto. Cada una de ellas poseía su particular idiosincrasia y albergaba en las almas destruidas de sus poblaciones respectivas narrativas muy distintas sobre lo sucedido. Dos convicciones comunes expresaban, sin embargo, los habitantes de los distintos territorios: el sentimiento de engaño y el rechazo a los argumentos que habían servido para movilizar a la población civil; la seguridad en que redimir a la ciudadanía y construir país después de una experiencia armada no es algo que pueda suceder hasta que no pasen al menos dos generaciones. Una sociedad en guerra es una sociedad deshumanizada que tardará décadas en volverse a humanizar. Desmilitarizar las sociedades en territorios calientes es labor ímproba. A veces un conflicto bélico no se cierra nunca; es, simplemente, pospuesto. No paso a enumerar los múltiples ejemplos disponibles. Ya lo están haciendo otros con mucho más conocimiento.
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Es muy importante atender las necesidades de Ucrania hoy, pero no debemos hacerlo ignorando cuáles serán las de mañana, es decir, cuál es el plan para la paz; de dónde se extraerán las energías para asentar una cultura de la paz cuando todo esto acabe.
Como dice Mbembe, debemos aprender a asumir nuestro estatuto de pasantes, tomar la medida del accidente que representa nuestro lugar de nacimiento y su peso de arbitrariedad y de coerción. Todas estamos sujetas a arbitrariedades y coerciones e impelidas a sustraernos de ellas, pero sin renunciar a lo que nos humaniza, la cultura, que es, en definitiva, lo contrario de la guerra.
Esta ciudadana en shock querría pedirles a nuestros dirigentes que desescalen; que salven al mayor número posible de civiles; que fomenten la resistencia antibelicista dentro de la propia Rusia; que desarrollen un plan global de múltiples frentes; que no confíen el final de esta guerra a la escalada militar -no va a terminar ahí; salven a Europa -y quién sabe del resto del mundo- de un conflicto total. A mis conciudadanos: que no llevemos el disenso al terreno de la enemistad; otras miradas merecen respeto; que desterremos la crueldad del debate público; que una sociedad que, ante una guerra, se cierra al disenso es, de algún modo, una sociedad que también está en guerra.
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