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Opinión · Dominio público

Mi depresión pesa 200 kilos

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Mi depresión pesa al menos 200 kilos y se ubica en un lugar indefinido entre el pecho y el estómago, casi siempre debajo de las costillas, pero a veces sube hacia arriba y me impide respirar. En otras ocasiones lo que me impide es digerir la comida. Depende.

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Ahora está de moda hablar de salud mental, pero siempre es la salud mental de los otros, de las otras. Es complicado hablar de la propia, y más teniendo cierta exposición pública. Quizá haya sido esta exposición pública la que me provocara la depresión, es difícil saberlo. Hace años que voy tirando, pero en las últimas semanas ya no puedo ignorar a mi piedra.  No sé si tuvo que ver con la política o venía de antes y esta la hizo aún peor. Lo que sé es que no podía quejarme porque la política (el mundo en realidad) es así, si no lo aguantas, vete. A la política se viene llorado y a llorar a la llorería. Vale, pero… ¿dónde coño está la llorería?  Puede haber tenido que ver con cualquier otra cosa, sólo son conjeturas, un intento de racionalizar lo misterioso, nunca sabes en qué momento empieza la depresión ni por qué, no sabes tampoco si estás mejorando o no, no sabes si tendrá fin, si ya va a ser siempre así. Sabes que la piedra crece de tamaño y que nunca dejas de notarla, especialmente al despertar, que es el peor momento del día porque cuando te duermes por la noche siempre piensas que cabe la posibilidad de que por la mañana se haya evaporado. Pero no, ahí sigue.

Decir que estás deprimida es como cuando dices que te vas a morir, que nadie sabe qué hacer, que todo el mundo lo siente mucho, pero quiere estar lejos. Por eso no lo dices o lo dices sólo a medias, a ver si alguien se da por aludido y te echa una mano; aunque tampoco sabes muy bien en qué consistiría ese “echar una mano”. Alguien me advierte que lo peor es parecer débil porque la gente se ceba, que hay un experimento psicológico sobre eso, incluso me dicen el nombre del susodicho autor del experimento; lo he olvidado. En todo caso, me dicen quienes me quieren, es mejor parecer fuerte, que no deje traslucir nada, que finja.

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Y ese fingimiento es lo peor de todo, lo más desgastante. En este fingimiento se basa todo el orden que mantenemos; un orden artificial como todo orden, pero férreo y oscuro.  Finges que estás bien, aunque no renuncias a decir que estás mal porque sabes que se te nota y quieres excusarte. Pero nadie acaba de creerte del todo porque lo dices entre risas, como quitándole importancia y porque te da un poco de vergüenza. Aprendemos a hablar de amor, de sexo, de alegría, de ambición o de trabajo, pero nadie nos ha enseñado a hablar de la depresión. ¿Cómo se habla de esto? ¿Llorando? ¿Y qué haría la gente si te echas a llorar en una reunión política o de trabajo? Nada bueno, no estamos preparados para eso; recuerda ese experimento, me dicen las amigas. No te muestres débil, muéstrate fuerte. Es así, no sabemos qué hacer con la gente que se rinde, que abdica, que no puede más. Yo tampoco sabría; ni siquiera sé qué hacer conmigo misma. El único remedio parecen ser esas llorerías a las que te mandan cada poco, aunque nadie tenga un mapa para llegar a ellas.

Por eso lloro en mi casa o, a veces en un baño público. Alguna vez me he tenido que salir de una reunión por las ganas de llorar, pero no sé muy bien por qué lloro. A veces fantaseo con una rebelión de las deprimidas: caretas fuera. Vamos a llorar en público. Nada de llorerías, vamos a llorar en las reuniones de empresa; en las fábricas, a gritos; en los parlamentos, en las oficinas, en la obra, mientras le das al encofrado. Vamos a salir en manifestación llorando a mares, diciendo que no aguantamos más.   Nada de esto tiene mucho remedio, es algo intransmisible, es algo inasumible para quienes están situados en esa supuesta normalidad que es la armadura que lo aguanta todo. Yo, a la normalidad le llamo  “el aguante”, se trata de eso, de aguantar. Aguantamos, aguantamos y de vez en cuando alguien se mata, entonces todo el mundo se lamenta. Y a otra cosa.

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A veces llamo a gente como para cerciorarme de que existe un afuera de mi misma; para tener conversaciones banales, sobre la vida, sin más; todo por ver si consigo volver al carril bueno, el del aguante. Sé que existe ese carril, yo estuve en él. Si no me cogen el teléfono, comienzo a sudar. Elaboro teorías extrañas y conspirativas,  sé que lo son, me las creo solo un rato, pero es un rato difícil. Otras veces estoy hablando con alguien y a mitad de la conversación me doy cuenta de que estoy hablando demasiado alto, con demasiada pasión, completamente impostada, y que he contado la misma historia veinte veces a las mismas personas. Me avergüenzo y vuelvo a mis cosas. A mi misma, a mi mismidad.

De repente, una comparecencia parlamentaria corriente, de las que he hecho mil,  me produce un ataque de pánico inesperado e insuperable. A veces cualquier cosa me produce un ataque de pánico y entonces me quedo paralizada, esperando que pase, tratando de respirar despacio, para no morirme. Me cae mal la gente que está bien, me cae mal la gente que me mira y no es capaz de “leerme”, que no es capaz de entender lo que me pasa por arte de magia, me cae mal la gente a la que el mundo le parece ordenado y bien. Y de todas formas, tampoco yo sé lo que me pasa, excepto que llevo una piedra de 200 kilos. De esto no se habla porque en realidad es un misterio. ¿Cómo entró esa piedra en mi interior? ¿Por qué? ¿Por qué sé que pesa 200 kilos? ¿Podemos disolverla, y cómo? Nadie lo sabe y yo tampoco; necesitamos expertos que nos interpreten.  Es como, si de repente, ya no hablaras la misma lengua que los demás, tienes que ir a un psicólogo/intérprete, y es caro, y es complicado y no hay garantías de cura, y no todo el mundo puede, o quiere. Yo, por ejemplo, a veces me reconcilio con mi piedra y me alegro incluso de estar fuera del aguante, solo a veces.

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No habléis de depresión los que no podéis hablar de ella en primera persona, porque no tiene mucho que ver con lo que estáis diciendo. Yo tampoco sé hablar de la depresión, ni de la mía siquiera. Lo he intentado y no sé. Es extraño que hablar de salud mental sea como desnudarse en público, pero así es. Supongo que nadie me dirá nada, todo el mundo hará como que no pasa nada, pero, al mismo tiempo, todo el mundo me mirará con extrañeza, como si fuera desnuda o llevara un gorro raro en la cabeza. Me pregunto si mañana tendré que marcharme porque estar deprimida y ser política es incompatible. Estoy rompiendo un tabú. En todo caso, si no se pueden romper cosas  no es mi revolución. Y, en realidad, si no podemos hablar de depresión, no será la revolución que necesitamos.

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