Opinión · Dominio público
Cinismo y esperanzas
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Hace unas semanas conversaba en abstracto sobre la gente que está en política con cinismo. Me explico: el cinismo es cierta forma de resignación, de renuncia a la victoria, de participar figurando dentro del teatro de lo político sin pensar nunca que es posible ganar, o sea, sin creer en que vayan a cambiar las cosas. Pasar como quien pasa sin dejar huella: gesticular, pero no hacer; guardar ante el mundo una actitud interesada, en ocasiones de vividor, pero siempre en algo de farsante. Jugar a la política como quien juega a cualquier otro juego; nunca pensar que lo importante son las victorias.
Viajé a mediados de la semana pasada a Ciudad de Guatemala, con motivo del festival literario Centroamérica Cuenta, y pensé desde allí que el cinismo me resulta una hipótesis imposible. Necesito creer en algo y necesito también creer que la gente, al mirar el mundo, experimenta la misma conmoción que yo experimento.
Lo primero que me marcó de la ciudad fueron los cristales tintados en todos y cada uno de los coches. Lo segundo, las familias que cocinaban y vendían globos y mil otros productos, a la salida del aeropuerto, en medio de la intemperie: desigualdad inabarcable, pobreza y abandono. Imaginé que, ante eso, no se puede ser cínica, o que querría interactuar poco con cualquiera a quien esas imágenes no acabaran radicalizando, al menos en sus sentimientos.
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El grupo de escritoras invitadas a Centroamérica Cuenta conversamos sobre muchas cosas, pero entre ellas primaba la política. Era difícil, por varios factores, que no fuera así: la ubicación del festival; la imposibilidad de buena parte de su organización de asistir, por estar en Nicaragua o por haberse exiliado de ese mismo país; la proximidad con la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Colombia; el contacto constante con la desigualdad.
La mayoría de los actos tenían lugar en un antiguo teatro reconvertido en centro cultural; cada vez que alguien salía a fumar, se acercaba algún migrante hondureño que se había quedado atrapado, especialmente durante la pandemia, en el tránsito a Estados Unidos. A la felicidad la acompañaban historias tristes sobre exilios, policías esperando a la salida de casas, huidas a escondidas de países y familias que se quedan atrás sin posibilidad de reencuentro. Y cada movimiento mío, de turista blanquita y privilegiada, se veía arrastrado por la pobreza y la miseria que rodeaban al hotel, a las librerías, a las esquinas de las calles.
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Había temas que se repetían y casi ninguno de ellos me era ajeno. Cuando discutíamos sobre la definición de genocidio y el juicio a José Efraín Ríos Montt, ex presidente condenado por delitos de genocidio y contra deberes de la humanidad, reconocía las dificultades para juzgar los delitos propios, los crímenes de la historia de España, y desde distintos países cada uno enumeraba los muertos, no como cifras o números, sino como heridas o cicatrices en nuestras memorias colectivas. Y reconocía también nuestra amnesia cuando escuchaba cómo su hija, Zury Ríos Montt, se postularía como candidata presidencial (y con posibilidades) a las próximas elecciones: sería la hija presidenciable de un criminal inconcebible.
Yo relataba, entre charla y charla sobre genocidas y dictadores, el discurso de Xabier Arzalluz, del PNV, en la defensa de la Ley de Amnistía de 1977: un olvido, una amnistía de todos para todos, un olvido de todos para todos; olvidemos, pues, todo. Eran palabras extraordinariamente fuertes y enormemente dolorosas. El olvido, hoy sabemos, nunca fue; esas mismas heridas o cicatrices se empeñaban en no cerrar, por más que se pretendiera ignorar su existencia. Y había algo extraño, pensé entonces, en que se pudiera legislar así sobre conceptos: votar en un parlamento a favor del olvido; votar en un plebiscito en contra de los acuerdos por la paz, como en Colombia, tras una campaña basada en declaraciones en contra de la “ideología de género”, y luego construir opciones políticas cuya razón misma de ser era, precisamente, ese rechazo a la paz.
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En un autobús, tras conocer los resultados de la primera vuelta de las elecciones presidenciales colombianas, en las cuales quedó segundo Rodolfo Hernández, que había dicho ser “admirador de un gran pensador alemán, Adolf Hitler”, para luego desdecirse afirmando haberlo confundido “con Albert Einstein”, había quien intentaba insuflar ánimos algo más esperanzadores desde Chile.
Algunos nos acercábamos con cautela a las próximas elecciones en España. Y otros, de mirada más larga, describían los largos ciclos de corrupción en sus países, entre proyectos megalómanos, comisiones y partidas presupuestarias no cumplidas: economías enteras puestas al beneficio del lucro personal. Me acuerdo de alguien diciendo que no podía concebir que, en los próximos treinta años, su país fuera a estar condenado a la degradación de sus instituciones, a la desidia, al abandono; no podía, porque quizás entonces no viviría para verlo. Como no podía concebirlo, no quería concebirlo.
Quizás es por eso por lo que creo que hay algo de imposible en el cinismo. La actitud de la esperanza, la única que vale la pena, es aquella que se niega a afirmar que sea pensable lo inconcebible. Y hacerlo así no implica creer, de forma cándida o ingenua, que lo impensable no sucederá; tampoco tiene nada que ver con negarse a entenderlo.
La única actitud capaz de armar esperanzas es aquella que no se resigna a que las cosas sean como son o a que las cartas estén ya marcadas. Cuanto peor se vea el futuro, más necesarias serán las esperanzas, y más insoportables resultarán los cínicos. No quiero, de aquí al futuro, escuchar ningún relato sobre avances inexorables del fascismo; menos aún relatos que no traigan consigo, aunque sea, un poquito de fe. Quienes me contaban estos días sus vivencias en el exilio viven hoy siendo capaces de imaginar un futuro o al menos intentar construirlo. Es imposible conformarse con menos. Toda postura que no sea esa sería la del cínico, el farsante o el actor; prefiero mil veces a alguien capaz de decepcionarse cada vez con la misma intensidad que la primera que a quien ya no siente ni padece derrotas o victorias.
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