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Opinión · Dominio público

¿Necesita Europa a la OTAN?

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Quizá sorprenda, pero en la última década no ha sido la izquierda quien ha defendido la necesidad de pensar alternativas a la OTAN. Más bien sucedió lo contrario: fueron los think tanks de Washington y Bruselas quienes pasaron años debatiendo de una alianza atlántica en peligro de muerte, del atlantismo como un paradigma caduco, de los retos que suponía vivir en un mundo sin occidente, de la nueva era post-atlántica en la que habíamos entrado. Sin el impulso a las políticas de defensa común que siguió a la crisis de la OTAN, de hecho, sería imposible entender la reacción europea a la invasión de Ucrania. Tampoco se entendería eso que Josep Borrell definió hace poco como el nacimiento de la Europa geopolítica.

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Hoy se nos olvida, pero durante la presidencia de Donald Trump las cumbres de la OTAN se convirtieron en la cita más incómoda del calendario para los jefes de Gobierno europeos. Los cruces de acusaciones, las escenas de tensión, los reconocimientos más o menos abiertos de que la Alianza estaba en una crisis profunda, quién sabe si terminal, se instalaron entonces en el centro del debate público. Trump utilizó constantemente la política de seguridad como campo de confrontación con los países europeos. Una y otra vez, cuestionó la viabilidad de la UE, a la que acusó de ser desleal a Washington. Apoyó abiertamente el Brexit, mantuvo varias guerras comerciales con Bruselas, denunció reiteradamente que la OTAN estaba obsoleta y llegó a deslizar la idea de que los EEUU deberían abandonar la Alianza.

Nada de todo esto era una simple exageración. El entonces Presidente del Consejo Europeo llegó a reconocer en un documento oficial la dificultad de “mantener la unidad de Occidente”, e incluyó a Trump entre los principales desafíos para el futuro de la Unión. El diagnóstico, entonces, estaba bastante claro: Merkel dijo —precisamente en una cumbre de la OTAN — que los tiempos en que podíamos depender de otros para defendernos habían acabado. La alianza, dijo Macron, había entrado en una fase de muerte cerebral. Europa debía buscar alternativas y construir un modelo de defensa autónomo, capaz de fijar sus propios objetivos de paz y seguridad, y de desarrollar los medios para lograrlo.

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Hoy, en un contexto geopolítico desquiciado, pareciera que esta crisis nunca sucedió o que fue un episodio sin mayores consecuencias. Como mucho la crisis atlántica y el trumpismo se recuerdan como una anomalía felizmente superada, como un accidente pasajero. America is back, dijo Biden en su primera intervención internacional como presidente, flanqueado en la pantalla por Angela Merkel y Emmanuel Macron. En aquel discurso, Biden no llegó a pedir disculpas por lo que había sucedido, pero sí prometió que la pesadilla había terminado, y que los socios atlánticos podían retomar su “relación especial” con confianza renovada. De esa escena hace poco más de un año.

¿Es sensato obviar esta historia reciente cuando Europa se dispone a tomar decisiones estratégicas cruciales? Creo que no lo es, y por varias razones. No se trata solo de que el trumpismo esté aún muy vivo y tenga opciones de retomar el poder en 2024: existe el riesgo real de que todo esto suceda de nuevo. Se trata de que aquello que aquello que expresó geopolíticamente el trumpismo también está lejos de haber quedado resuelto. Bajo la presidencia de Trump se hizo explícito que el consenso sobre el orden de la globalización, que había servido como base de la relación transatlántica en la posguerra fría, había saltado por los aires. La doctrina del America First , las guerras comerciales y los conflictos con Europa no eran una excentricidad discursiva: expresaban la voluntad de reordenar un mundo en crisis por medio de una lógica antagonista, anteponiendo en todas las cosas el interés de Washington. Del lado europeo, la conclusión se hizo evidente: debemos aprender a defendernos solos.

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La elección de Biden, primero, y la invasión rusa de Ucrania han tenido un efecto contradictorio sobre este escenario. Hoy todo el mundo ve cómo la OTAN renace ante la agresión rusa, recuperando aparentemente el propósito que había perdido tras la caída de la URSS. Pero es difícil concebir que ese refuerzo pueda darse en términos que no sean estrictamente tácticos y operativos —proteger la periferia europea, mandar un mensaje a China, disuadir a Putin de escalar a un conflicto mayor. Más allá de esos objetivos, no se vislumbra un proyecto geopolítico que hoy pueda propugnarse como contenido positivo de la alianza. El proyecto de la globalización está inmerso en una profunda crisis material e ideológica, que la guerra de Ucrania solo ha acelerado. EEUU mira al Pacífico y a la competición hegemónica a medio plazo; Europa lidia con una amenaza inmediata, existencial, que afecta tanto a su economía como a su identidad política. Entre las dos orillas no hay una idea del mundo que aparezca como compartida; si la hubiera, sus intereses probablemente no serían coincidentes.

La profundización de la lógica de bloques militares, sin embargo, sí tendrá efectos importantes para el desarrollo del conflicto. El otro día alertaba aquí del peligro de regionalización que está generando la guerra de Ucrania: la fragmentación desordenada del mundo nos hará menos capaces de gestionar las crisis humanitarias, económicas, ambientales que se encadenan. Ante esa espiral de riesgos, la posición europea es extraordinariamente difícil. Europa intenta construirse como actor geopolítico a marchas forzadas y entre fortísimas tensiones, corriendo el riesgo de verse arrastrada a un conflicto que no desea pero no puede evitar. Para ello todavía carece de algo previo a las capacidades, las alianzas y los grandes objetivos militares: una lectura autónoma del mundo, de sus prioridades, y de su lugar en él.

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