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Opinión · Otras miradas

Leninistas contra leninistas

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La religión católica era para Gramsci el gran ejemplo de cómo funciona una ideología dirigente. De un lado está la catequesis, que pese a afirmar las más disparatadas ideas sobre milagros imposibles, educa al pueblo en una mitología común llena de fábulas y lecciones que son muy útiles como guía moral. Por otro lado, está la doctrina de los doctores de la iglesia, tan sofisticada y compleja que puede competir en capacidad argumentativa con cualquier filosofía profana.

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Algo parecido ocurre con el marxismo que se practica en los Partidos Comunistas. De un lado están los manuales, que prometen explicar la totalidad del pensamiento humano en un par de metáforas y esquemas: base y superestructura, tesis, antítesis y síntesis, etc. Del otro los grandes pensadores del marxismo: Rosa Luxemburgo, Lenin, Lukács, etc. El sueño de Gramsci era que un día, esa “religión laica” que era el marxismo consiguiera convertirse en una máquina de elevar el pensamiento, desde lo básico y popular hasta ideas más complejas y precisas, de tal manera que el partido se convirtiera en un gran intelectual colectivo.

El Partido Comunista de España renunció en 1978 a la tradicional etiqueta ideológica de “marxismo-leninismo” para cambiarla por una más inofensiva: “marxismo revolucionario”. La explicación que encontró Carrillo a la disparidad entre la influencia social del PCE y sus resultados electorales era el miedo que aún provocaba el anticomunismo, ante lo cual quiso distanciar simbólicamente al PCE tanto del socialismo real de la URSS como de los recuerdos dramáticos de la guerra civil. Su estrategia fracasó y se ha convertido en el gran paradigma de los costes políticos que implica para los partidos comunistas su transformación en instrumentos puramente electorales.

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El leninismo al que el PCE renunció en 1978 tiene, igual que la Iglesia, dos caras, una es la mitológica, la otra es la doctrinaria. Cuando se renunció al leninismo se renunció a la “identidad” del partido, es decir, a los símbolos con los que se identificaba la militancia. Pero, sobre todo, se renunció al proyecto del partido, a los significados profundos que deberían encerrar esos símbolos. Si el leninismo del que hablamos es coherente consigo mismo, una cara y otra deberían ser simples “momentos” de un mismo continuo.

A finales de 2017 el PCE re-introdujo en sus estatutos el término “marxismo-leninismo” como parte de su definición ideológica. En teoría esto debería haber ayudado a cohesionar ideológicamente a un partido que arrastraba desde hace 30 años esta herida en su identidad. Sin embargo, como suele suceder, la consolidación de un bloque fue solo el preámbulo para su ruptura.

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Laten hoy en el PCE dos ideas de leninismo completamente distintas con un gran poder de repulsión entre sí.

Una es la imagen del Lenin mítico, el edificador del socialismo. Aquel que era especialmente implacable con los socialdemócratas, a los que tachaba de traidores, oportunistas y renegados. El Lenin, en definitiva, que dibujó la Unión Soviética durante sus primeras décadas.

Lo fundamental para este leninismo es una idea de revolución emanada de los agitados tiempos de la Primera Guerra Mundial, y una teoría del estado concebido como “dictadura económica de clase”. El foco se pone sobre los medios para tomar el poder, de un lado los medios institucionales utilizados por los reformistas y de otro la acción directa, la revolución obrera que liquidará el aparato del estado burgués.

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La operatividad de este esquema en el mundo real de nuestros días es, siendo comedidos, como poco limitada. Sin embargo, su capacidad para establecer un antagonismo entre “ellos”, los socialdemócratas, y “nosotros” los revolucionarios funciona, dentro de los partidos comunistas, a las mil maravillas. Es bajo estos parámetros que se hacen las críticas al proyecto de Yolanda Díaz, a la que se recrimina no solo una falta de base organizada de militantes que sustente el proyecto (crítica que es compartida en amplios sectores del PCE y de IU), sino la caracterización de este como un proyecto “pactista”.

La reforma laboral, si bien es para estos sectores un avance, encierra el mayor de los peligros: restaura la cultura del diálogo social, de la paz social. La lógica es que una reforma es beneficiosa para la clase trabajadora, solo si sirve para aumentar su conciencia, independientemente de sus efectos sobre la realidad material. Por poner un ejemplo, si una plantilla de trabajadores consigue mediante una sacrificada huelga indefinida, un aumento salarial del 10%, estamos ante una reforma útil. Si este mismo aumento salarial, o uno mayor, es conseguido a través de una negociación entre los delegados sindicales y la patronal, estamos ante una reforma que desmoviliza. La lucha no tiene ninguna dimensión instrumental, sino formativa. Para esta visión la lucha de la clase trabajadora por sus derechos tiene un único objetivo: formar a la misma para futuras luchas y, en última instancia, para la definitiva victoria final.

Lo que no tiene en cuenta esta manera de ver las cosas es que la transformación de la realidad no responde a un modelo, ni siquiera a un tiempo lineal. No se puede explicar la reforma laboral aprobada sin hablar de la huelga general de 2013, igual que no se puede entender la posibilidad de este diálogo social concreto sin entender la acumulación de fuerzas tras el estallido de la crisis económica y de régimen que ha llevado al PCE al gobierno 80 años después.

El diálogo social, como sucede en un comité de empresa, es un escenario más de la lucha de clases, y en este caso, la plasmación de un avance de la clase trabajadora que, a la vista del auge ultraderechista, empieza a parecer ya extemporáneo. No aprovechar el brevísimo paso del PCE por el gobierno central para aprobar medidas en favor de la clase que dice representar, para evitar promover una “cultura del pacto” es sencillamente anteponer lo simbólico a lo material.

La gran pérdida que sufrió el PCE en 1978, desde esta concepción, no es la identitaria. No es aquella que le vincula al sentimiento de pertenencia, sino la disolución de la capacidad de influencia socio-política acumulada durante los 40 años de franquismo y que a mediados de los 70 era a la vez una aplastante avalancha de poder popular y una máquina perfectamente engrasada de elaborar y ejecutar estrategias políticas. Un partido acostumbrado a la clandestinidad, y por tanto a la necesidad de camuflarse entre la gente, a ser pueblo, sin perder su papel dirigente.

Lenin y su idea de un partido “de nuevo tipo” fue sin duda el elemento determinante para constituir lo que hoy en día entendemos por Partido Comunista. Esta herencia leninista es seguramente el arma más resiliente del movimiento comunista internacional, es lo que hace que, incluso en las peores circunstancias, los PC sobrevivan en todo el mundo y sean en muchos lugares la columna vertebral y la escuela de cuadros de todo movimiento popular.

El partido de nuevo tipo de Lenin no era un partido al uso, porque no es un simple vehículo, sino una herramienta para construir, como describió Marx un siglo antes, “el movimiento real que transforma el estado de cosas”. Las grandes enseñanzas de este nuevo partido quedaron plasmadas en las clásicas páginas del ¿Qué hacer? escrito en 1905. En él se comprende al cuerpo social casi como una estructura psicológica, en la que los estados de la conciencia se manifiestan de distintas maneras.

El partido es la organización que agrupa a los sujetos más concienciados y comprometidos, su objetivo no es crecer indefinidamente, sino imprimir entre sus miembros la capacidad de influir en otros espacios más amplios que son la verdadera condición de posibilidad de la transformación social. En definitiva, es un partido de cuadros.

Según esta concepción, el partido debe estar implicado en todos los sectores de la sociedad, en los centros de trabajo, con toda su variedad, en los colegios de profesionales, en la producción artística, en los centros de estudio, en los barrios y pueblos. Esto es lo que en el PCE se ha conocido como “el principio de sectorialización”.

El intento más relevante de reintroducir este modelo leninista de partido fue el proceso de sectorialización iniciado en los años 90 en la UJCE.

Hay una cuestión estructural que hace más sencilla la sectorialización entre los jóvenes: mientras en la vida adulta cada profesión compone un sector laboral distinto, en la edad juvenil la mayoría de las profesiones se encuentran concentradas o precedidas por el ciclo formativo: secundaria, formación profesional y universidad. Los centros de estudio, analizaba la UJCE en aquel momento, ofrecen posibilidades de intervención política que recuerdan a las fábricas del modelo fordista en las que el PCE y las CC. OO. extendieron su hegemonía a partir de los 60: grandes centros, concentración de la mano de obra (en formación) y problemáticas comunes. Extender este modelo de intervención a las dificultades que presenta el modelo laboral posfordista que caracteriza al neoliberalismo debería ser el siguiente paso en este proceso.

El sectorial de estudiantes de la UJCE ha sido el proyecto más exitoso de re-sectorialización en el ámbito del PCE, cuya influencia se pudo comprobar en las movilizaciones estudiantiles contra la LOU, el plan Bolonia o la LOMCE.

La paradoja es que en los últimos años la UJCE ha tenido una radicalización aparente de su apuesta por el leninismo, como podemos observar en su beligerante posición en este proceso congresual, a la vez que un rápido proceso de des-sectorialización. En su XIV congreso (2019) la UJCE decidió desintegrar las estructuras sectoriales intermedias rompiendo con el proceso iniciado 30 años atrás.  Esta involución de la juventud comunista lleva por correlato la eliminación de su “historia oficial”, de toda mención al proceso de sectorialización o a los dirigentes de la Juve que la impulsaron.

La tendencia a desectorializar para “preservar” la unidad de acción responde al empeño de recuperar las viejas seguridades del marxismo de manual para aplacar las ansiedades en el contexto de un escenario cada vez más complejo. Recuperar la ortodoxia, la vigilancia contra el enemigo interno: “Los Socialdemócratas”, en este caso encabezados por Enrique Santiago, el mismo dirigente que, con sus aciertos y errores, puede presumir de ser el Secretario General que recuperó el “marxismo-leninismo” como definición ideológica del PCE.

Independientemente de qué idea de leninismo acabe imponiéndose, queda claro que los debates dentro del PCE están muy alejados de la realidad política y social a la que debería prestar atención si quiere tener un papel relevante. A los problemas planteados por la pandemia, la crisis de cuidados, los retos climáticos y la guerra de Ucrania, al embiste de la inflación, a la derechización de la sociedad y la estrategia populista de la oligarquía, a las relaciones con las fuerzas soberanistas, a las posibilidades de construcción de frentes electorales, a la posición de los sindicatos, a las perspectivas del gobierno, a los límites y las posibilidades de transformación. Todas estas preguntas encuentran poca respuesta a la luz de un debate tan marcado por el identitarismo ideológico.

Desde la humildad nos toca hacer una reflexión profunda sobre cómo hemos llegado hasta aquí y qué partido comunista queremos construir. De este atolladero no nos sacará la vuelta al dogmatismo sino una apuesta decidida por aquel aforismo que nos legó un revolucionario ruso: el análisis concreto de la situación concreta.

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