Opinión ·
La violencia desde el poder
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Por Javier Almazán, miembro de La Comuna y del Coletivo de Olvidados de la Transición
En ese reiterado acontecimiento que supone una guerra, tan importante como la victoria es la gestión del triunfo.
Cuando se trata de un conflicto armado que se desarrolla dentro de un país, lo que se viene a llamar guerra civil o revolución, el territorio a conquistar y el botín a repartir es conocido de antemano.
El fruto de la rapiña será herencia para las estirpes de los vencedores, convertidos en una élite aristocrática con pretensiones de perpetuidad. Arrebatado el patrimonio, a pólvora y sangre, lo siguiente es conservarlo y multiplicarlo
Si los enemigos militares representan a grupos de poder económico, a la búsqueda permanente de tierras fecundas, la posguerra es una época de grandes oportunidades de negocio y enriquecimiento, máxime cuando leyes y sentencias se decantan hacia el interés de los vencedores, bajo un régimen totalitario.
Tras el saqueo y después de un período saciado de ejecuciones y purgas, es decir, instalado el orden por la fuerza y el terror, queda por construir la rutina de la vida cotidiana.
En principio parece fácil, se cuenta con una población compuesta de súbditos ya dóciles, de afectos al nuevo régimen, de espantados ciudadanos y de una minoría exigua, aún rebelde, silenciosa a la fuerza.
Pero nada es eterno y de las nuevas generaciones surgen jóvenes que no vivieron los años de plomo, y que cuestionan el orden establecido, es decir, el injusto reparto de la riqueza y el absurdo de entender la libertad como el privilegio de los gobernantes.
Además, hay que sumar la muerte del mesías, del dictador que ha cimentado la estructura social. Huérfanos de padre, los oligarcas temen al futuro, en fin, a la pérdida de su patrimonio.
Aunque ha habido excepciones, muchas desgraciadamente, los regímenes dictatoriales totalitarios no tienen fácil su continuidad tras el fallecimiento de su líder.
Se ha de cambiar de régimen, pero dentro de un orden, desde el poder. El pueblo es infantil, no ha madurado lo suficiente como para elegir su futuro, hay que llevarle de la mano para ejecutar los cambios necesarios que aseguren que el dinero y el poder sigan perteneciendo a sus “legítimos dueños”.
El orden público peligra, las huelgas y las reivindicaciones de mejores condiciones económicas, alteran el natural incremento de la riqueza, que descansa en unos pocos bolsillos.
Se necesitan nuevos soldados -los que existen son insuficientes- que repriman el satánico caos y eviten la deriva a la que lleva irremediablemente el libertinaje, la libertad de los pobres.
En la campaña de alistamiento de la nueva soldadesca entra en escena la selección social, no hay mucho sitio para los débiles que se compadecen del enemigo, si algunos blandos entran en la tropa, con el tiempo se irán apartando y dejarán su lugar a ruines sin escrúpulos, sádicos torturadores, asesinos de porra y pistola con o sin uniforme.
Y para que arraigue esa lacra, se necesita la presencia permanente de la impunidad y el refuerzo.
Los sicarios han de actuar sabiendo que sus actos no generarán consecuencias, que sus crímenes no serán juzgados y que si lo fueran, serán liberados al amparo de la mafia judicial, o en aplicación de leyes de punto final o amnistía. Se ha de dejar claro que se puede torturar o matar sin rendir cuentas.
Además se ha de premiar a los soldados por sus execrables actuaciones: A los de uniforme con sobresueldos, ascensos, condecoraciones y reconocimientos. Los no uniformados también tendrán su recompensa, además de facilitarles la huida y la coartada. Son los buenos, no importan los medios que se utilicen, todo por la patria del privilegio y el patrimonio.
Se ha de añadir que inteligencia es incompatible con el fanatismo, por lo que los soldados pueden ser astutos, pero no doctos. Se han de sentir miembros de un clan poderoso, elegidos y hermanados en la lucha contra el mal.
Y ahí la violencia se convierte en épica, los asesinatos en hazañas, los verdugos en héroes.
Tampoco existen los errores involuntarios, que no nos engañen, no se trata de que alguien, en algún momento, se precipitara, actuase con excesivo rigor malinterpretando las órdenes. Siempre se actuó, se torturó y se mató para cumplir con un propósito. La misión, dictada desde el poder, superó inalterable a los ejecutores.
También aparecen los medios de comunicación y sus pactos de silencio, autores corresponsables del relato de los vencedores. Pero ese tema tiene otro desarrollo más extenso.
En ese siniestro camino quedaron las víctimas, que pagaron con su vida las cuotas de la perpetua victoria y fueron enterrados en el más miserable olvido.
Y el horror de sus padres, de los hermanos y amigos, que tratan de mantener la débil luz de la memoria, frente al desdén y la calumnia de la historia.
En recuerdo de Ángel Almazán Luna, Arturo Ruiz García, María Luz Nájera Julián, Gustau Adolf Muñoz de Bustillo Gallego, Vicente Cuervo Calvo, Juan Mañas Morales, y todos aquellos, siempre serán demasiados, que lucharon por la libertad durante la Transición a cambio de sus vidas, un combate desigual con la policía, la guardia civil y la extrema derecha española.
Por Javier Almazán, miembro de La Comuna y del Coletivo de Olvidados de la Transición
En ese reiterado acontecimiento que supone una guerra, tan importante como la victoria es la gestión del triunfo.
Cuando se trata de un conflicto armado que se desarrolla dentro de un país, lo que se viene a llamar guerra civil o revolución, el territorio a conquistar y el botín a repartir es conocido de antemano.
El fruto de la rapiña será herencia para las estirpes de los vencedores, convertidos en una élite aristocrática con pretensiones de perpetuidad. Arrebatado el patrimonio, a pólvora y sangre, lo siguiente es conservarlo y multiplicarlo
Si los enemigos militares representan a grupos de poder económico, a la búsqueda permanente de tierras fecundas, la posguerra es una época de grandes oportunidades de negocio y enriquecimiento, máxime cuando leyes y sentencias se decantan hacia el interés de los vencedores, bajo un régimen totalitario.
Tras el saqueo y después de un período saciado de ejecuciones y purgas, es decir, instalado el orden por la fuerza y el terror, queda por construir la rutina de la vida cotidiana.
En principio parece fácil, se cuenta con una población compuesta de súbditos ya dóciles, de afectos al nuevo régimen, de espantados ciudadanos y de una minoría exigua, aún rebelde, silenciosa a la fuerza.
Pero nada es eterno y de las nuevas generaciones surgen jóvenes que no vivieron los años de plomo, y que cuestionan el orden establecido, es decir, el injusto reparto de la riqueza y el absurdo de entender la libertad como el privilegio de los gobernantes.
Además, hay que sumar la muerte del mesías, del dictador que ha cimentado la estructura social. Huérfanos de padre, los oligarcas temen al futuro, en fin, a la pérdida de su patrimonio.
Aunque ha habido excepciones, muchas desgraciadamente, los regímenes dictatoriales totalitarios no tienen fácil su continuidad tras el fallecimiento de su líder.
Se ha de cambiar de régimen, pero dentro de un orden, desde el poder. El pueblo es infantil, no ha madurado lo suficiente como para elegir su futuro, hay que llevarle de la mano para ejecutar los cambios necesarios que aseguren que el dinero y el poder sigan perteneciendo a sus “legítimos dueños”.
El orden público peligra, las huelgas y las reivindicaciones de mejores condiciones económicas, alteran el natural incremento de la riqueza, que descansa en unos pocos bolsillos.
Se necesitan nuevos soldados -los que existen son insuficientes- que repriman el satánico caos y eviten la deriva a la que lleva irremediablemente el libertinaje, la libertad de los pobres.
En la campaña de alistamiento de la nueva soldadesca entra en escena la selección social, no hay mucho sitio para los débiles que se compadecen del enemigo, si algunos blandos entran en la tropa, con el tiempo se irán apartando y dejarán su lugar a ruines sin escrúpulos, sádicos torturadores, asesinos de porra y pistola con o sin uniforme.
Y para que arraigue esa lacra, se necesita la presencia permanente de la impunidad y el refuerzo.
Los sicarios han de actuar sabiendo que sus actos no generarán consecuencias, que sus crímenes no serán juzgados y que si lo fueran, serán liberados al amparo de la mafia judicial, o en aplicación de leyes de punto final o amnistía. Se ha de dejar claro que se puede torturar o matar sin rendir cuentas.
Además se ha de premiar a los soldados por sus execrables actuaciones: A los de uniforme con sobresueldos, ascensos, condecoraciones y reconocimientos. Los no uniformados también tendrán su recompensa, además de facilitarles la huida y la coartada. Son los buenos, no importan los medios que se utilicen, todo por la patria del privilegio y el patrimonio.
Se ha de añadir que inteligencia es incompatible con el fanatismo, por lo que los soldados pueden ser astutos, pero no doctos. Se han de sentir miembros de un clan poderoso, elegidos y hermanados en la lucha contra el mal.
Y ahí la violencia se convierte en épica, los asesinatos en hazañas, los verdugos en héroes.
Tampoco existen los errores involuntarios, que no nos engañen, no se trata de que alguien, en algún momento, se precipitara, actuase con excesivo rigor malinterpretando las órdenes. Siempre se actuó, se torturó y se mató para cumplir con un propósito. La misión, dictada desde el poder, superó inalterable a los ejecutores.
También aparecen los medios de comunicación y sus pactos de silencio, autores corresponsables del relato de los vencedores. Pero ese tema tiene otro desarrollo más extenso.
En ese siniestro camino quedaron las víctimas, que pagaron con su vida las cuotas de la perpetua victoria y fueron enterrados en el más miserable olvido.
Y el horror de sus padres, de los hermanos y amigos, que tratan de mantener la débil luz de la memoria, frente al desdén y la calumnia de la historia.
En recuerdo de Ángel Almazán Luna, Arturo Ruiz García, María Luz Nájera Julián, Gustau Adolf Muñoz de Bustillo Gallego, Vicente Cuervo Calvo, Juan Mañas Morales, y todos aquellos, siempre serán demasiados, que lucharon por la libertad durante la Transición a cambio de sus vidas, un combate desigual con la policía, la guardia civil y la extrema derecha española.
Fotografia: Ángel Almazán con sus padres y hermanos
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