Opinión · Dominio público
El apocalipsis zombi de la clase media
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Todo el mundo habla de las clases medias y nadie sabe quiénes son. Porque, ¿qué es ser clase media? Un piso con hipoteca, un coche familiar, los veranos en Torrevieja… El sueño del Un, Dos, Tres. Pero quién se acuerda ya de la calabaza Ruperta: tú que has ido a la universidad, tienes un máster, encadenas contratos en prácticas a tiempo parcial y sigues compartiendo piso, desde luego que no. Tal vez por eso nadamos en el mar oscuro de la incertidumbre, desde donde ya no se otea la costa: ¿he dejado de ser clase media y no me he dado cuenta? Cuando me refiero a las clases medias, ¿debo usar la primera persona del plural o estoy evocando una raza antigua y remota? Las invocamos más que nunca porque intuimos que son una especie en peligro de extinción.
La ciencia, capaz de traducir los milagros al lenguaje de las matemáticas, tiene una respuesta sencilla como para casi todo: la clase media no sería más que una mediana estadística. Así, la OCDE incluye en esa categoría a todas aquellas personas que perciben entre un 75% y un 200% de la renta media de un país, y el World Inequality Report del pasado año situaba la población con ingresos medios en aquellos que se encuentran por encima del 50% más pobre y por debajo del 10% más rico. Unos rangos demasiado amplios, en todo caso, una vaga esperanza de que siempre habrá una clase media por definición, pero ya conocemos la gran trampa de la estadística: el amo se come dos pollos, el criado ninguno, y tocan a pollo por cabeza. Porque, según el INE, la renta media por habitante se situó en 2021 en 12.269 euros netos anuales, y con eso, poco apartamento en la playa puedes disfrutar.
Luego está la percepción subjetiva: pregunto entre mi familia qué ingresos consideran clase media, y aunque me ofrecen una cifra que apunta a la renta media por hogar madrileño (en torno a 35.000 euros, aunque un hogar puede estar formado por una persona o por una pareja con tres niños, la abuela, el canario y el hijo de los vecinos que viene a merendar y se queda toda la tarde jugando a la play), compruebo con desazón que me están desahuciando poco menos que a la cola del hambre.
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El 49% de los españoles se consideran clase media, porque está feo decir ante las cámaras o el encuestador que uno es pobre o es clase alta. Aquellos que no tienen reparos en reconocerse como ricos son gente que no solemos frecuentar, y que nunca se cruzan con un encuestador en Callao. Al encuestador de la carpeta, becario en prácticas graduado en sociología, no le permiten el paso a las urbanizaciones de lujo, y si lo hicieran, lo más que obtendría es que alguien del servicio le abriera la puerta y le dijera que los señores no se encuentran en casa.
Para los políticos que toman como destinatario preferente de su discurso a esa fantasmagoría de la clase media, son todo ventajas: Pedro Sánchez se aferra al sintagma de “la clase media y trabajadora”, como si fueran sinónimos (es muy probable que esa clase media trabaje, aunque probablemente cuenten además con algún pellizco patrimonial; y desde luego es más cuestionable que todo obrero pueda autoproclamarse clase media, pese a sus aspiraciones burguesas), y les ofrece tren de cercanías gratis, allá donde los haya. La clase media de Ayuso, en cambio, no viaja en transporte público, así que necesita otro tipo de ayudas.
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Y es que el gobierno de la Comunidad de Madrid no solo no ve pobres, ese millón y medio de madrileños (casi 22 de cada 100 hogares) que, según el informe de Cáritas, se encuentra en riesgo de exclusión social, sino que considera que hogares con rentas superiores a los 100.000 euros anuales pasan dificultades para llegar a fin de mes. Date cuenta, amiga Isabel: la hipoteca del adosado con piscina y zonas verdes comunitarias, el apartamento en Benalmádena y las navidades en Baqueira, las letras del SUV y del Mini (porque el adosado en cuestión está a tomar por saco y si te quedas sin leche lo más cercano es el minimarket de la gasolinera), con lo que cuesta ahora llenar el depósito, el colegio privado de los nenes, las clases de gimnasia rítmica o violonchelo, el sueldo de la “chica” a la que encima hemos tenido que dar de alta en la Seguridad Social… Llegan tan ahogados a fin de mes como una familia de Vallecas, con el padre en el paro y viviendo todos de la pensión del abuelo.
Me lo creo, pero la broma de mal gusto de las becas de Ayuso no solo está en el nivel de rentas que podrán tener acceso a las mismas, en que se desliguen del rendimiento académico o se destinen a centros educativos privados, o esa guinda del recochineo que es que las vaya a “gestionar” una empresa privada (vamos, que eso se parece a una beca de estudios como este ordenador en el que escribo se parece a una pata de jamón de pata negra), sino que, con sus políticas neoliberales, están tirando piedras contra su propio tejado. Porque el sillón en el que se sientan, el sueldo que ganan, depende de la existencia misma de esas clases medias.
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Y es que el discurso político insiste en las clases medias no tanto por el ilusorio convencimiento de que son la mayoría de votantes, sino porque sabe de su importancia estratégica. La clase media no es solo un determinado nivel de rentas, es una forma de pensar y estar en el mundo, toda una cosmovisión. La virtud aristotélica del término medio, o el “justo medio” que reclamaban los liberales doctrinarios franceses: ni dictadura ni revolución.
Europa lo entendió perfectamente tras la Segunda Guerra Mundial, aunque para ello necesitara el trauma de la devastación. Centrar los esfuerzos en el poder anestesiante del progreso económico y el bienestar material de la población; crear una sociedad de consumo que, gracias a hipotecas, letras y pagos a plazos (la letra vencida del motocarro del Plácido de Berlanga, que tan bien se supo reír durante décadas de todas las trampas en las que nos hacían caer), vuelos chárter y paquetes vacacionales, pudiera gozar de los lujos hasta entonces reservados a unos pocos. Así se mantenía a la gente distraída de la política y se conservaba la estabilidad institucional con un bipartidismo centrípeto (socialdemocracia y democracia cristiana) en torno a grandes consensos básicos: integración europea o estado del bienestar. La justicia redistributiva no es un ideal moral, sino una estrategia política: en Alemania Occidental pasaron de vender 900.000 pares de medias de nylon en 1950 a los 58 millones de pares en 1953. Y así de fácil una nación se olvida del nazismo.
Nuestros políticos están dejando sin embargo crecer las desigualdades peligrosamente: solo en Madrid, la diferencia de rentas se ha doblado de 2017 a 2021. Si en 2015 un español dedicaba el 28% de su salario medio al pago de la vivienda, hoy dedica el 41%, y subiendo. La devaluación salarial impuesta por las políticas de austeridad tras la Gran Recesión de 2008, a falta de poder devaluar la moneda común, nos han obligado a trabajar cada vez más y a ser más pobres. La inflación que sufrimos estos días, y que no, no es culpa de Sánchez, ha venido a poner la puntilla al espejismo de la clase media. Y sin clase media, ya nos lo advirtió Aristóteles hace unos 2.500 años, no es posible la Politeia, la mejor forma democrática de gobierno.
Porque la desigualdad económica apareja polarización política, la polarización, conflicto social, y de ahí a la guerra civil media un paso. Juegan con fuego porque saben que ese 25% de la población española en riesgo de exclusión, más de 12 millones de ciudadanos, cada vez está más desapegada de la política y en cada elección vota menos. Pero no parecen querer abrir los ojos a otra evidencia: que tarde o temprano siempre llega el día en que esa cuarta parte de la gente se harta y prende fuego a todo.
¿O es acaso lo que buscan?
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