Opinión · Otras miradas
Chile: una cita con la historia
Doctor en Historia y periodista. Autor de Pinochet. Biografía militar y política (Ediciones B)
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El próximo 4 de septiembre, la ciudadanía chilena decidirá en las urnas si la propuesta de nueva carta magna elaborada durante un año por una Convención Constitucional paritaria de 154 personas, elegida por sufragio universal en mayo de 2021 y con cupos reservados a representantes de los pueblos originarios, reemplaza a la Constitución vigente, impuesta por el tirano Augusto Pinochet en 1980 en una farsa de plebiscito y maquillada en 1989 y 2005. Por fin, Chile tiene la oportunidad de desterrar, para siempre, el legado institucional de la dictadura y convertirse, como lo proclama su artículo 1, en “un Estado social y democrático de derecho”, “plurinacional, intercultural, regional y ecológico”; que se constituye -subraya su artículo 2- “como una república solidaria” cuya democracia es “inclusiva y paritaria”. “Ha pasado muchísima historia para llegar a este momento…”, expresó el presidente Gabriel Boric el 4 de julio tras recibir el texto de 388 artículos. Casi medio siglo, en concreto.
La noche del 11 de septiembre de 1973, mientras el cuerpo inerte de Salvador Allende era sometido a una autopsia en el Hospital Militar, los generales golpistas (Pinochet, José Toribio Merino, Gustavo Leigh y César Mendoza) se dirigieron al país por televisión con motivo del juramento de la “Junta de Gobierno”. En sus alocuciones, además de justificar el derrocamiento del Gobierno constitucional y anunciar la clausura, “hasta nueva orden” del Congreso Nacional (en cuyo edificio histórico tuvo lugar la ceremonia solemne del 4 de julio), suscribieron el decreto ley nº 1, cuyo artículo inicial establecía que asumían “el mando supremo de la nación” con el “patriótico compromiso de restaurar la chilenidad, la justicia y la institucionalidad quebrantadas”. Pero la Constitución de 1925 fue aniquilada junto con la democracia y en pocos días empezó sus trabajos la conocida como “Comisión Ortúzar” (con Jaime Guzmán como cerebro gris), que ya el 27 de septiembre de 1973 entregó a la Junta un memorándum con los objetivos medulares que tendría la nueva carta magna, principalmente la férrea tutela sobre la institucionalidad de unas Fuerzas Armadas imbuidas de la anticomunista Doctrina de Seguridad Nacional.
El 11 de marzo de 1974, el régimen dio a conocer la Declaración de principios del Gobierno de Chile, un documento que se nutría del integrismo católico y el nacionalismo más rancio y cuyas reminiscencias franquistas no se preocuparon en disimular, efluvios que contaminaron también las cuatro “actas constitucionales” aprobadas en 1975 y 1976, que apuntaban ya hacia el horizonte de una “democracia autoritaria y protegida”. La tarde del 9 de julio de 1977, ante centenares de jóvenes que llenaban la explanada del cerro Chacarillas de Santiago entre un mar de antorchas, en una escenografía característica del fascismo europeo de los años 30, el general Pinochet trazó un itinerario institucional cuya última estación sería una “nueva democracia autoritaria, protegida, integradora, tecnificada y de auténtica participación social”, que asumiría “como doctrina fundamental del Estado de Chile el contenido básico de nuestra Declaración de Principios, reemplazando el Estado liberal clásico, ingenuo e inerme…”
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Tres años después, el 10 de agosto de 1980, se dirigió al país por radio y televisión para anunciar la convocatoria del plebiscito sobre la nueva norma fundamental. “Si el 11 de septiembre de 1973 triunfó la heroica movilización del pueblo chileno para defender su libertad, este 11 de septiembre de 1980 será el día en que ese mismo pueblo afianzará esa victoria, aprobando la Constitución de la libertad”, vaticinó. En una elección sin ninguna garantía, el 67% de los votos contabilizados fueron favorables a su carta magna, que entró en vigor el 11 de marzo de 1981, el día en que se instaló, ya como “presidente constitucional”, en el reconstruido palacio de La Moneda.
Con su derrota en el plebiscito del 5 de octubre de 1988, se vio obligado a ceder el poder el 11 de marzo de 1990 al democratacristiano Patricio Aylwin, vencedor en las elecciones presidenciales de diciembre de 1989. Sin embargo, Chile fue el único país de Sudamérica que recuperó la democracia acarreando la pesada losa de la institucionalidad de la dictadura (“retirada ordenada”, lo llamó Pinochet) y con el dictador en la jefatura del Ejército hasta el 11 de marzo de 1998. Aquel día, por obra y gracia de nuevo de su Constitución, se convirtió en senador vitalicio, hasta su renuncia forzada en julio de 2002 tras la pantomima de su regreso de Londres orquestada por Tony Blair, José María Aznar y Eduardo Frei Ruiz-Tagle, días antes de que Ricardo Lagos asumiera la presidencia.
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El próximo 4 de septiembre Chile tiene una cita con la historia, anhelada durante casi medio siglo. Por primera vez en sus más de doscientos años de vida republicana, la ciudadanía se pronunciará acerca de un texto constitucional elaborado democráticamente. La disyuntiva no es otra que o permanecer amarrados a la Constitución de 1980, que de ningún modo puede desligarse de su origen espurio y de sus ropajes autoritarios y neoliberales, o aprobar un texto propio de una democracia del siglo XXI, fruto también de la impresionante movilización ciudadana que floreció en octubre y noviembre de 2019 para proclamar que el pueblo chileno merece un futuro mejor. Un futuro que se dibuja en la carta magna que será sometida a votación.
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