Opinión · Otras miradas
Los asesinaron por ignorar el Evangelio
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Nada puede justificar la cacería de sotanas que se desató allí donde fracasó el golpe militar de julio de 1936, protagonizado por unos generales africanistas que se curtieron en un ambiente marcial y atroz, en las reyertas contra los cabildos bereberes.
En verano de 1936 la turba -armada hasta los dientes tras requisar las armas al Ejército- se lanzó a una criminal venganza; una orgía de sangre sin parangón que envileció la República de los derechos y libertades.
Una locura criminal que, sin embargo, respondió fundamentalmente al odio engendrado por la jefatura de la Iglesia por su identificación y apoyo al integrismo de derechas, a la explotación de los más por los menos, de los pobres por sus patronos. El grueso del episcopado español se posicionó con la extrema derecha y el golpismo antes y después del asalto al poder de Primo de Rivera. Esa es la razón de fondo que dio pie a la peor matanza de clérigos, monjas y seglares. Era el odio -incubado durante centurias- a un sistema que condenaba a la miseria a las clases trabajadoras.
No sólo fue el silencio de la Iglesia ante los abusos perpetrados contra esas clases trabajadoras, a menudo fue su complicidad. Y luego, para más inri, su llamada a la guerra santa contra la República, una actitud que, aunque difusa, persiste, y que ya en pleno siglo XXI se concretó en una resolución de los Obispos afirmando que la unidad de España era un bien moral. Ergo, que el independentismo (catalán, en este caso) era un pecado.
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Claro que hubo una Iglesia que se identificó con las clases trabajadoras, párrocos que cumplieron con su cometido evangélico. Pero desgraciadamente no fueron los más.
El odio ciego tampoco hizo distinciones. Los asesinos y sus paseos cobardes se cebaron con todos los que olieran a misa. Imperdonable.
Pero si la Iglesia que bendijo la Cruzada Nazional estuvo en el punto de mira de la locura criminal, la que defendió la legitimidad republicana lo estuvo tanto de las hordas de incontrolados como del Régimen franquista y de su Iglesia.
Al punto que se postergó o condenó al exilio a gentes como el mismísimo cardenal Vidal i Barraquer, entre otros. O se asesinó al líder de la democracia cristiana catalana, Carrasco i Formiguera, cuyo fusilamiento fue justificado sin pudor en obras religiosas.
Y fueron algunos de esos curas y monjes, pertrechados por unos y por otros, los que tuvieron el coraje y la dignidad (como el padre Hilari Raguer del monasterio de Montserrat) de admitir que su Iglesia -a la que amaban- se ganó a pulso ese odio, porque escupió en el Evangelio, en las enseñanzas y prédica de Jesús.
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