Opinión · Otras miradas
La estela del Sputnik
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Recoge Fernando Hernández Sánchez en su espléndido último libro, El torbellino rojo: auge y decadencia del Partido Comunista de España, una escena de una hermosura intensa y trágica. En el penal de Burgos, los presos comunistas del año cincuenta y siete, sabiendo del reciente lanzamiento del Sputnik, se asoman a los ventanucos de sus celdas y escrutan el cielo inclemente de Castilla, en busca de la estela del satélite. Conmueve imaginarse la tormenta de sensaciones que debió de desencadenar la noticia y la esperanza de la contemplación de aquel bólido cosmonáutico en aquellos hombres aherrojados, emparedados, que en los años de su secuestro habían olvidado —como versificara uno de ellos: Marcos Ana— cómo era un árbol. Había más allá de los muros del presidio una patria a la vez proletaria y futurista capaz de arar en el firmamento el surco de su promesa. El país de los sóviets y la electrificación fabricaba su propio lucero de Belén. Tenía que estar cerca la parusía que derruyese los muros y aplastara con sus cascotes al sátrapa del Ferrol.
Como la caja de Pandora, lo habían perdido todo, salvo la esperanza; una ilusión de victoria que no había muerto con la derrota del treinta y nueve y puede cuantificarse contante y sonantemente. Recoge también Hernández Sánchez un informe de 1948 que consignaba que uno de cada cinco cuadros enviados a España a galvanizar el movimiento comunista acababan en la cárcel, y uno de cada cuatro perdía la vida. "El militante ilegal enviado al país conseguía mantenerse en actividad, como media, tres meses, tras los cuales le descubrían y venía la tortura y muy probablemente la muerte", comentaba a Carrillo, que lo recuerda en sus memorias, el número dos de la Comintern, Dimitri Manuilski. Era aquella heroica clandestinidad aquello de Ángel González: el éxito de todos los fracasos, la enloquecida fuerza del desaliento. Su gasolina, la certeza de un edén del espacio —la URSS— y otro del tiempo: el rojo porvenir ineluctable de una época en cuyo corazón alentaba aún el optimismo de la Ilustración.
La ética del sacrificio que impulsaba a los hombres y mujeres del PCE no arrastraba el lastre del pensamiento de que el martirio pudiera ser en vano. Y los comunistas, seguros de la victoria final, lo sacrificaban todo; incluso el reconocimiento de sus méritos individuales. Había —cuenta Hernández Sánchez— clandestinos dobles que ocultaban sus cruciales quehaceres incluso a sus camaradas. Manuel Rico, ajustador de los astilleros Bazán de Ferrol, lloraba en privado la rabia de ser acusado de esquirol por sus compañeros: no sabían que era el responsable de la imprenta clandestina de la que salía la propaganda del PC gallego y de Comisiones Obreras, ni que su abstención de participar en manifestaciones o huelgas tenía la justificación de no atraer sobre sí la atención de la Policía. La mano izquierda no debía saber de la faena de la derecha. "Si alguna vez se escribe la historia del partido se dirá gracias a Mengano, Fulano, Zutano y a etcétera, etcétera, etcétera. Pues en esos etcéteras estaremos nosotros", recuerda Manuel Gil que decía Silvano Morcillo.
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Los etcéteras bolcheviques presos en la cárcel de Burgos no vieron el Sputnik. Tampoco vieron la parusía. Nadie, tampoco la URSS, vino a liberar a los españoles. No habría contrarrevolución triunfante para La revolución pasiva de Franco, título de otro libro de publicación reciente. Explica su autor, José Luis Villacañas, que las revoluciones son aquellas victorias irreversibles que —y por eso podemos decir que Franco hizo una— "constituyen un estrato histórico. [...]Solo sobre él crece la vida, que ya no puede florecer en los estratos subyacentes. Estos pueden dar nutrientes últimos a las raíces más profundas, pero sin luz no pueden alimentar la planta, hacer crecer la flor y dar el fruto". Lo que un anhelo de emancipación pretenda plantar hoy en España, debe afincarlo en el suelo inhóspito, envenenado, que el franquismo legó: un limo temprana y perdurablemente envenenado con el there is no alternative thatcherista, que hasta el heroico PCE acabó aceptando. Solo prosperará esa planta necesaria con un ímpetu ardiente que clave largas raíces en la tierra como estiletes, bebiendo el agua y dejándose bañar por el sol de su tiempo, pero también la energía freática de aquella generación; libre, de tal modo, de dos ponzoñas mellizas: la nostalgia y el adanismo. La metáfora estratigráfica de Villacañas es tan certera como la constatación de que nunca está todo escrito en los manuales elementales de la jardinería insurreccional. Los arqueólogos saben que procesos geológicos como la solifluxión desbarajustan en ocasiones el orden de los estratos, estratos antiguos emergen a la superficie y se sobreponen a los más modernos. Y el vinatero corso Mark Angeli desató hace unos años una pequeña revolución enológica con la heterodoxia de plantar sus cepas muy juntas, apretujadas hasta el punto de no poder apenas caminar entre ellas, y obligar así a sus raigones a hundirse más, confiriendo al vino que de ellas se extrajese minerales inopinados y una mayor acidez.
No es tarde, no lo será nunca, para ver la estela ilusionante del Sputnik surcar el cielo quieto de la injusticia. No dejemos nunca de asomarnos a la ventana.
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