Opinión · Otras miradas
El feminismo no te dice que no tienes que ser la mejor
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Resulta cuanto poco deseable tener en nuestro imaginario colectivo figuras, modelos de mujeres que han sido genuinamente buenas en su campo de especialización, esto es, mujeres a las que admirar por su brillantez. Necesitamos mujeres que puedan ser inspiración para muchas que, desde pequeñas, buscan personas en las que poder fijarse. Para esto se hace indispensable que estos modelos sean diversos y no marquen una única y exclusiva forma de desarrollarse y realizarse como mujer.
El pasado martes, 6 de septiembre, se publicaba un artículo de la filósofa Clara Ramas bajo el título: ¿Por qué el feminismo te está diciendo que no tienes que ser la mejor?. En dicho escrito se hacía especial hincapié en la importancia de recuperar un espacio que había sido negado a las mujeres: el de destacar por ser la mejor en este o aquel ámbito, a saber, el de sobresalir por encima del resto de personas por su talento, intelecto o metodología -entre otras-. Reivindicar los espacios en los que históricamente las mujeres no entraban es, por supuesto, una tarea a perseguir. Ahora bien, y he aquí aquello que atisbamos como problemático, gracias también al diálogo con otras amigas, no a costa de todo. Así pues, y en palabras de la escritora afroamericana Audre Lorde, no podemos desmontar la casa del amo con las herramientas del amo. De la misma forma, no podemos acabar con la hipercompetitividad asociada a una masculinidad preponderante, y donde parece que nos dirige la máxima «has de ser el o la mejor», si queremos alejarnos de las lógicas del capitalismo más salvaje.
Si bien la excelencia es una aspiración legítima, la defensa de la desvinculación entre excelencia y competitividad, es una aspiración necesaria. No es lo mismo, en efecto, querer «ser mejor», que querer «ser el o la mejor» y el feminismo hace bien en enfatizar que la búsqueda del esplendor en el trabajo propio nada tiene que ver con la denostación del trabajo ajeno, ni con la pérdida del yo en un ejercicio de autoexplotación absurdo que no nos llevará, por mucho que así lo deseemos, a llegar a donde se nos antoje en el momento en que se nos antoje. Así bien, resulta necesaria la posibilidad de acceso para las mujeres a este espacio que es la excelencia, pero no su obligatoriedad. De la misma forma que reclamamos esta posibilidad de ser vistas como figuras modélicas por destacar en tal ámbito, no podemos establecerlo como un mandato categórico.
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Así, una reflexión acerca de la necesidad de referentes femeninos es harto importante, pero no puede ir desligada de una consideración sobre aquello que se establece como referencia. La visibilización de la mujer en roles hasta ahora reservados para la figura masculina, aunque claramente insuficiente, ya es palpable, por ejemplo en altos cargos o áreas técnico-científicas. Sin embargo, no ha conseguido escapar de la que es, para nosotras, una cara conocida: el establecimiento de un canon inalcanzable. No cabe duda de que un referente femenino brillante, extraordinario, puede ser aliento e inspiración para muchas, pero si rascamos esa superficie, pronto identificaremos el flaco favor que nos hacemos replicando, puede que sin quererlo, la promesa meritocrática del esfuerzo, a cualquier precio, como vía hacia la distinción y el reconocimiento.
Quizás el principal problema al que se enfrente una mujer escritora que quiera escribir la mejor obra del siglo XXI, asumiendo que tenga la capacidad para hacerlo, no sea única y principalmente la falta de referentes, sino una realidad material que inhabilita sus aspiraciones y deconstruye sus deseos, y más si su existencia está atravesada por otras cuestiones como la clase o la raza. Si se esboza una posible correlación entre la falta de figuras femeninas excepcionales como referentes y una supuesta ausencia de aspiración por parte de las mujeres por ser las mejores, se acepta la premisa de que lo único que una necesita para alcanzar una posición social reconocida, es su incansable y apasionado sacrificio. Y esa es una premisa, por incierta, inaceptable, porque como de sobras ya es sabido, y esto es otro debate, no opera el esfuerzo en todas por igual.
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A propósito de la pasión como motor que nos mueve a tratar de mejorar en nuestra disciplina, proponer, en una falsa dicotomía, que sólo existen dos opciones tales como: o «no tienes que tener ninguna pasión más grande que tú mismo», o bien «tienes que luchar por ser la mejor tú misma», no deja de operar dentro de un paradigma neoliberal sin aspiración a plantear alternativas que se salgan de un individualismo asfixiante. Por otra parte, imprimir pasión en aquello que más amas o, acaso, aquello a lo que has decidido dedicarte, no tiene porque conllevar directamente la excelencia. Ni la excelencia siempre lleva tras de sí un apasionamiento hacia aquello a lo que dedicas parte de tu vida. Pensar que la simple adición de una gran pasión a la dedicación propia lleva a la excelencia peca de ser inocente e injusto y solo se puede pensar desde un paradigma de privilegio que considera el ascenso social como una realidad perfectamente posible. Preguntarnos quién tiene posibilidad de trepar socialmente es una tarea como poco necesaria para que nuestros planteamientos no entierren en culpabilizaciones injustas a aquellas personas que no logran sobresalir porque no tienen las condiciones materiales para poder enfocar su tiempo a algo que no sea la supervivencia.
Quizás, llegados a este punto, debamos cuestionar, además, qué criterios hemos estado —y seguimos— usando para destacar algo como «bueno», «brillante» y, más aún, si le otorgamos la categoría de «el o la mejor» y si, de alguna manera, han obedecido criterios patriarcales y liberales. De esta forma, no creemos que el punto sea que falten figuras brillantes, genios femeninos, sino que, como dice Bell Hooks en Todo sobre el amor, necesitamos que «las ideas femeninas más lúcidas al respecto sean tomadas tan en serio como las reflexiones y los escritos de los hombres».
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Sin desmerecer las hazañas de aquellas que nos precedieron, que derribaron barreras y nos abrieron paso hacia los caminos que hoy transitamos, tenemos el deber de repensar, colectivamente, cómo hacer frente a una realidad que nos oprime. Como indica Luz Ruffini, doctora en Ciencia Política por la Universidad Nacional de Córdoba, «la tarea hoy es erigir espacios para habitar en que no debamos, con sobrehumanos esfuerzos, dolorosas renuncias o haceres monumentales, sobreponernos a adversas condiciones de producción del trabajo académico», y se refiere a la producción científica, pero es extensible al resto de profesiones.
Como mujeres, nuestra emancipación sigue siendo objeto de escrutinio público: se nos examina con más ahínco y se nos exige en mayor medida. Sabiéndonos en el punto de mira, atravesadas por el prisma patriarcal que nos atosiga y violenta, es a veces lo menos doloroso asumir unas lógicas que nos son ajenas e ideológicamente lejanas. No obstante, si acaso encontramos las fuerzas para ello, debemos defender, hasta, y ahora sí, la extenuación, nuestro derecho a la mediocridad: porque no, el feminismo no nos está abocando a no querer ser nunca las mejores en nada, sino más bien liberando de la obligatoriedad de una excelencia continua que es, para peor suerte, impracticable e insostenible y que, en muchas ocasiones, nos conduce a competir unas contra otras y quitarle valía al trabajo ajeno.
En última instancia, lo que reclamamos es casi simple: no pedimos más que aquello que se les concede, sin tener que pasar revista, a nuestros compañeros hombres. Aquellas mujeres que sean, o hayan sido brillantes, optarán al reconocimiento social que les corresponde y que históricamente nos ha sido vedado, sin renuncias desmedidas ni competiciones aplastantes, e idéntico respeto y celebración merecerán aquellas que sigan otros caminos. Pues no haremos de la excelencia, mandato; no nos cargaremos con una losa más. Nos realizaremos como mujeres de la forma en que queramos, o buenamente podamos, sin que se nos estipule un modelo único, exclusivo y, de nuevo patriarcal, de hacerlo.
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