Opinión · Otras miradas
Café con lorazepam
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Este artículo corresponde al capítulo 2 Malestamos (Capitán Swing)
El uso racional del medicamento es uno de los elementos básicos de una buena praxis. En un contexto en el que una persona puede acudir a una pléyade de especialistas (sin contacto alguno entre ellos si lo hace en el circuito privado y sin que estos pongan particular celo en coordinarse) y cada vez se deja menos espacio a la figura que debiera poner algo de orden en los mil y un tratamientos que alguien puede tomar, la deprescripción y la adecuación de los fármacos que se le recetan es imprescindible.
En el caso de los psicofármacos, cuya utilidad, desde el marco que propone Moncrieff depende más de la sensación que inducen (sea tranquilidad, ataraxia o somnolencia) que del hecho de que resuelvan un fallo en el organismo, y que con mucha frecuencia forman parte de listas de polifarmacia, esto es particularmente importante.
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El tratamiento farmacológico de una persona con un síndrome ansioso-depresivo muy habitualmente consistirá en un ISRS (inhibidores selectivos de la recaptación de serotonina), mal llamado antidepresivo, cuyo efecto fundamental una vez se lleva tomando unas semanas es inducir una ataraxia, esto es, un cierto distanciamiento emocional de las vivencias; y un ansiolítico de efecto inmediato en las horas siguientes a ingerirse, desactivando el efecto de la adrenalina y otros elementos de la sobreactivación que sufre nuestro organismo cuando experimentamos ansiedad o angustia.
Precisamente porque el efecto del ansiolítico es rebajar esa sobreactivación (hasta el punto de que una de sus indicaciones es la inducción del sueño en determinados tipos de insomnio), no tiene ningún sentido ingerir de forma simultánea un café, repleto de una sustancia activadora bien conocida llamada cafeína, y un fármaco que pretende causar el efecto contrario sobre un organismo que ya se encuentra sobreactivado de base.
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Sin embargo, se hace. Se hace mucho. Los pacientes voluntariosos que se pasan al descafeinado para no boicotear el efecto de la pastilla son los menos (salvo que ya tomaran descafeinado de antes).
Si atendemos a criterios puramente científicos (en una concepción muy estrechita y pobre de la ciencia, que mira en detalle por un microscopio pero se pierde la panorámica), la médica, sea de cabecera o psiquiatra, debería conciliar esa medicación y retirar tanto el estimulante como el sedante, ya que ahora mismo, Jose Manuel, son las gallinas que entran por las que salen: lo que consigues con una cosa lo matas con la otra, así que tienes el hígado y el riñón esforzándose a lo tonto. Esta maniobra de conciliar medicaciones y sustancias es procedente y más que deseable en una buena atención. Lo principal en la conciliación es que el paciente no sabe que está tomando sus medicinas de una forma en la que no funcionan, y se beneficia de que su médica le informe de que dentro de su organismo estamos induciendo un combate de boxeo. Un anciano con un control difícil de sintrom quizá no debería hacer una dieta basada en cantidades aleatorias de espinacas durante meses; una mujer migrañosa en una etapa de episodios de repetición se beneficiará de no beber vino y no comer queso a diario, y un hipertenso no debería estimular sus estudios de opositor con dosis diarias de durvitan, un medicamento consistente en cafeína, utilizado de forma relativamente popular entre personas estudiantes para afrontar largas jornadas de estudio.
Sin embargo, en el caso del combo café con ansiolítico, la inmensa mayoría de quienes lo toman saben perfectamente que los efectos son antagónicos. Saben que el ansiolítico les tranquiliza y a cambio les hace sentir plomizos, y que el café les espabila y a cambio les pasa una lija por dentro. Cuando se confronta en consulta (son gallinas entrando y saliendo como en la puerta giratoria de un centro comercial, Maria Emilia, ¿no cree que sería mejor no tomar ninguna de las dos?), entienden perfectamente la contradicción, pero sienten que la necesitan.
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Hay que recordar que en toda intervención farmacológica, pero en particular en la psicofarmacología, hay dos niveles de actuación del fármaco: por una parte, el mecanismo de acción mediado por las propiedades farmacodinámicas y farmacocinéticas del medicamento, esto es, lo que el fármaco hace explícitamente (y de forma limitada) en el organismo, y por otra, todo aquello que obedece al significado de la prescripción para prescriptor y paciente, es decir, el valor simbólico de «estar tomando algo para ponerme mejor», las expectativas, la relación terapéutica, las narrativas culturales sobre qué implica estar tomando algo o estar tomando esto… Una parte nada desdeñable del beneficio de ciertos fármacos se encuadra dentro del amplio campo llamado «efecto placebo», no entendido como algo que funciona cuando no debería, sino como una limitación de los modelos puramente biológicos para explicar el efecto de las intervenciones farmacológicas. Estos dos mecanismos de acción son indivisibles, aparecen siempre, y delimitar cuánto se debe a uno o a otro es difícil, ya que ambos dependen de múltiples variables; lo que nos lleva a entender el acto clínico de introducir, seguir y retirar un psicofármaco como una intervención narrativa.
Quienes desayunan café con lorazepam entienden la contradicción que implica pero la necesitan porque cada mañana, cuando abren los ojos, constatan que siguen vivos y que el mundo sigue existiendo tal y como lo conocemos, que siguen sin ganas de levantarse, y con ellos se despiertan el miedo a qué se encontrarán hoy, la escasa esperanza de un milagro que resuelva todo de golpe y un abundante desaliento. Porque en ese malestar cotidiano enquistado, que podemos diagnosticar con el DSM pero también abriendo el periódico, habitan muchas cosas a las que hay que enfrentarse de maneras distintas, cuando no opuestas entre sí.
Hace falta creer en la posibilidad de mejoría. De mejoría clínica, de que desaparezcan los síntomas de ansiedad y depresión, pero también de mejoría vital, posibilidad de que el protagonista de la propia biografía pueda cerrar este capítulo turbulento en el que le leemos y pueda pasar a uno siguiente donde el pecho no oprima y las tripas no se retuerzan de continuo. Hace falta frenar la respuesta desbocada del cuerpo, que aún reacciona al peligro disponiéndose para correr como si aún tuviéramos detrás un león hambriento y no a un banco que puede desahuciarte cuando quiera y al que, pese a su posición de amenaza, sigues pagando. Pero también hace falta coger fuerzas para afrontar un día donde el grueso de la energía se pondrá lejos de casa y lejos de la gente escogida, para pasarlo encerrado en un trabajo, exprimiendo lo mejor de uno mismo para que otro pueda enriquecerse. O exprimiendo lo mejor de uno mismo para proveer de un servicio público que rara vez será capaz de resolver de verdad los problemas de aquellos a quienes atiende. O exprimiendo lo mejor de una misma para brindar un cuidado profesionalizado mal valorado, mal pagado y que va royendo el cuerpo a base de sobreesfuerzos físicos. Y así ad nauseam.
Casi todas las personas que toman café con ansiolítico saben que es una contradicción. Pero lo hacen. Lo hacen porque en realidad la contradicción raíz no está ahí, en la molécula cafeína y en la molécula lorazepam. La contradicción fundamental es que el cuerpo active la señal de alarma, la señal de que hay que huir ya del depredador, y la ignoremos. Que sí, que el cuerpo, concretamente ese trozo profundo del cerebro donde se inician esas reacciones físicas tan intensas (aceleración del ritmo cardiaco y la respiración, dilatación de las pupilas, hiperaflujo de sangre a las piernas a expensas del flujo sanguíneo de la piel, que de pronto está fría y sudorosa, el zumbido de los oídos, la visión estrechada, el nudo en el estómago) van lentos en la evolución, que aún no se ha enterado de que en 2022 la señal de alarma casi nunca se dispara por un depredador del que haya que huir corriendo (salvo cuando tienes que volver a tu casa de noche y lo haces corriendo con las llaves en la mano), que en este momento de nuestra historia la alarma se suscita por problemas en el futuro a medio plazo, que son mucho más difusos, que tienen que ver con estrecheces económicas, con falta de planes viables, con conflictos interpersonales que nos han dañado y no tenemos tiempo ni espacio de poner en palabras ni reparar.
Que sí, que el cuerpo se encerrila en que me ponga a correr y acabo teniendo un ataque de pánico cuando por mucho que el corazón se me acelere no voy a cobrar más a fin de mes, que el cuerpo no es el peine con más púas, que lo que tú quieras, pero que esa lentitud evolutiva no nos distraiga del hecho fundamental: nuestra mente activa el modo sálvese quien pueda y nosotros lo que pretendemos es ignorarla y que se calle, sin atender a qué ha disparado las alarmas. Que el plan antiincendios del cuerpo estará obsoleto, vale, pero si han saltado las alarmas y está todo lleno de humo, no podemos quedarnos como el perro del meme, diciendo this is fine mientras las llamas nos rodean.
Esa es la gran contradicción, y no el bochinche que se monta en la sinapsis. La primera vez que alguien tiene una crisis de ansiedad es posible que no la identifique como tal; es frecuente pensar que se está sufriendo un infarto o tener sensación de muerte inminente. Una vez se ha pasado, se ha descartado que además de ansioso uno no pudiera estarse infartando de verdad (alguna vez pasa), se pone en contexto lo sucedido; todo el mundo acaba entendiendo, con términos más o menos técnicos, que la ansiedad obedece a un conflicto que no se está pudiendo resolver.
A veces es un secreto familiar que enturbia la convivencia; a veces es un recuerdo traumático; a veces es una piedra con la que uno tropieza una y otra vez a la hora de entablar y sostener las relaciones. A veces es un poco todas esas cosas a la vez, en lo que podríamos llamar —con brocha muy gorda— problemas relacionales. Pero también muchas veces, y cada vez más, ese conflicto consiste en no poder alcanzar las condiciones mínimas para vivir. Desde quienes ya han quedado excluidos del sistema y quienes sienten más y más cerca la amenaza de exclusión, hasta quienes saben que pueden mantenerse dentro de la rueda pero siempre en el lado más precario, a salvo de la exclusión pero vedados a la posibilidad de relajarse y de no tener que calcular cada céntimo y cada mes. O consiste en constatar a diario cómo la seguridad económica cuesta, además de mucho esfuerzo físico y mental, muchas horas (en desplazamientos, en horarios laborales infinitos, en trabajo de reproducción que ni siquiera se enuncia como trabajo) que van carcomiendo la mera opción de, simplemente, estar y existir.
El conflicto puede ser sentir que uno se está perdiendo la infancia de sus hijos, o la posibilidad de tenerlos, o extrañar a los amigos a los que cada vez ve menos, o no tener tiempo ni espacio mental para crear esa expresión artística que siempre sintió que estaba llamado a hacer. Puede ser que una vea un poco más cada día cómo se desmorona el yo que imaginó que sería, cómo las expectativas y el deseo de vivir se van rebajando, a veces hasta alcanzar un mínimo estable, a veces hasta casi extinguirse. A estos conflictos, que apesadumbran a individuos pero que tienen que ver con las condiciones de vida de todos, el sistema los ha dado en llamar —casi más con rodillo que con brocha gorda— «problemas sociales».
Los problemas relacionales pueden suceder aunque uno nazca con las mejores cartas socioeconómicas posibles. Puede uno aterrizar en la familia con más capital económico y cultural de la Tierra y aun así tener un sufrimiento psíquico terriblemente intenso. Abusos sexuales infantiles intrafamiliares, violencia, abuso narcisista… La seguridad económica no excluye esos sufrimientos. La cuestión es que la precariedad tampoco; es más, favorece que se acumulen. Es decir, los problemas relacionales no forman parte de ese grupo de cosas a las que acompañamos con un «nos igualan a todos» (como la muerte, el cáncer y tantas otras), porque impactan de forma más intensa en contextos sociales desfavorecidos. Autocitarse está mal, pero peor es autoplagiarse, así que rescatamos este fragmento del libro Salubrismo o barbarie donde se explica esta idea de que los diferentes tipos de violencias ejercidas (recibidas) se transmiten o conducen y lo hacen de forma más flagrante allí donde encuentran una autopista para avanzar sin freno:
"Sabemos, gracias a los sistémicos, que el sufrimiento se propaga a lo largo de las generaciones. Que en el proceso de individuación de cada sujeto, para el cual es preciso el medio familiar (o lo que quiera que lo supla) se acusa ese sufrimiento heredado. Que la parentalidad se desarrolla ante cada nuevo hijo soportando la carga de todas las generaciones anteriores; que la infancia de cada hijo se condiciona por la infancia que tuvieron sus padres y cómo fueron criados por sus propios padres... y así eslabón por eslabón, en columnas entrecruzadas que se retraen a la noche de los tiempos, cimentando las culturas y las sociedades. Muchas de estas columnas, sanas y vivas, van creciendo sólidas. Otras sin embargo, dañadas y vapuleadas, se sostienen clavándose contra cada generación nueva, arrastrando sufrimiento. Esas columnas, cuya carga vertical se hace insoportable, acusan como ninguna los golpes laterales que les proporciona lo social. Crezcan allá donde «derecho» solo significa «estribor» o crezcan donde «felicidad» es el nombre de la rueda de hámster neoliberal trabaja-para-consumir, hay columnas que aguantan sólidas y otras que se quiebran. Entender cuáles y cómo pasa por entender cómo esa violencia se convierte en agente de transmisión. Pero eso, y por desgracia solo contamos con conjeturas para sustentarlo, implicaría saber cómo detenerla. Parece difícil que un sistema que se sostiene sobre la imposición y el expolio de unos/as pocos/as sobre los demás, vaya a tener interés en que se conozcan los engranajes de una de sus patas".
La diferencia fundamental es que la seguridad económica permite el espacio para poder localizar el origen del conflicto, decirle al ritmo cardiaco y al flujo sanguíneo que pueden estarse quietos que no viene un león persiguiéndonos pero que tomamos nota del aviso de peligro, centrarse en localizar esas pautas problema relacionales, buscar experiencias emocionales reparadoras, identificar quién nos ha dañado, sanar los traumas. La seguridad económica es, una vez más, la vía hacia la capacidad para hacer cosas, y en este caso esa capacidad es la que marca una diferencia en la perpetuación del sufrimiento. La inseguridad económica embarra todo eso. El espacio (simbólico y literal) necesario para poner en orden esos elementos está atestado de preocupación por pagar facturas, por si el casero pondrá problemas para prorrogar el alquiler, por si las 200 horas extra de este año que me juraron que me pagarían se me pagarán. Muy a menudo escuchamos cómo se exige más atención técnica a los problemas de salud mental, un mayor acceso a psicoterapia, lo cual hasta ahora ha quedado reservado en el sistema nacional de salud a personas con lo que se denomina trastornos mentales graves y trastornos de personalidad graves, y en el circuito privado, a quienes tienen un poder adquisitivo alto o al menos seguridad económica y estabilidad suficiente como para poder hacer un esfuerzo y pagar una terapia privada. La reivindicación es perfectamente legítima pero en ocasiones algo naif. Incluso aumentando fantásticamente el número de profesionales de la salud mental y haciendo verdaderamente accesible el marco psicoterapéutico, lo cierto es que el sufrimiento psíquico derivado de las malas condiciones de vida, eso que el sistema califica de «problema social», no tiene una solución técnica psicoterapéutica.
Es más, ese espacio en manos de profesionales responsables con conocimiento situado y amplitud de miras puede convertirse en un acompañamiento a ese sufrimiento mientras se intenta trabajar algo del plano relacional, pero también tiene un potencial terrible de iatrogenia. Si el sufrimiento psíquico se entiende como desadaptación y se trabaja para que el sujeto pueda volver a adaptarse al mundo, es fácil incurrir en hacerle adaptarse a una situación inadmisible.
Cuando en consulta surge ese café con lorazepam —y una vez cumplidas las fórmulas de cortesía (Juanita, esto es como lo de fumar, ya sabes lo que te voy a decir así que pa qué)—, se puede ver clarísimamente esa tensión existente entre un sistema cada vez más invivible y un planteamiento del sufrimiento (y de la ayuda frente a él) que no es capaz de plantear una enmienda a la totalidad de ese sistema enfermante. Y cada paciente tiene su estrategia para afrontar esa contradicción. Hay quien se toma primero el café para espabilarse y luego el ansiolítico, obviando que, independientemente del orden de la ingesta, la vida media de ambas sustancias en sangre las va a hacer colisionar. En la visión que esa persona tiene de su realidad, el orden de la ingesta da sentido a ese paso en falso. A su vez, respecto a la contradicción real, puede construir un horizonte temporal inmediato a salvar, confiando en que después vendrán tiempos mejores. Si atendemos a los datos, ni la vida media de la cafeína y la benzodiacepina avalan ese relato, ni en el momento actual podemos asegurar que, así porque sí, vayan a venir esos tiempos mejores. No, en tanto que no estamos construyendo de forma colectiva ese mejor, de manera que verdaderamente sea mejor para todos. A día de hoy podemos afirmar estar construyendo un futuro mejor para Amancio Ortega, Juan Roig y Florentino Pérez. Quizá ellos y sus respectivos entornos puedan, si lo necesitan, dedicarse a arreglar sus problemas relacionales. La cuestión es qué hacemos todos los demás.
Esto, el café con lorazepam, es algo que también podemos observar con frecuencia si salimos de lo farmacológico-individual y nos centramos en las cosas más macro. Un ejemplo clarísimo son las ciudades financieras donde entras a trabajar a las ocho de la mañana y sales a las diez de la noche (si todo va bien), y donde han acondicionado una zona de gimnasio, con todo su aparataje, porque la salud que te quita el trabajo te la da el deporte y así hacemos creer que es un juego de suma cero y las gallinas que entran por las que salen.
Si bien al ampliar la escala y contraponer a las jornadas laborales eternas facilidades para hacer ejercicio nos damos cuenta de que hay que cambiar la estructura para hacer frente a los daños derivados de lo primero, a nivel individual hace falta usar esa misma dinámica para hacer palanca. Frente a la ingesta simultánea de café y lorazepam, cualquier profesional saltará como un resorte para plantear «estrategias alternativas para hacer frente a la ansiedad». Del mismo modo, como personas que formamos parte de una —difusa— comunidad, lo que pretendemos con este texto es buscar estrategias alternativas para hacer frente al malestar.
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