Opinión · Otras miradas
La niña que yo fui
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La niña de la portada me parece preciosa, su risa rota, su ilusión férrea, su miedo palpable me sobrecogen. Tengo 12 años y doy tumbos cerca de los bolsos de mis tías que vienen de un aeropuerto y se van de otro, y compran libros entremedias. El libro se llama Me llamo Nouyoud, tengo 10 años y estoy divorciada, me río, es imposible que una niña tan pequeña esté casada o le haya dado tiempo a divorciarse. Robo el libro porque sé que por las buenas nunca logro leer lo que quiero. Debaten sobre qué debo leer y eso acaba en negativas que no me compensan. Lo leo a escondidas, como si de un secreto se tratase. Página a página, palabra a palabra creo acercarme a percibir el dolor de esa niña, cuyo cuerpo imagino pequeño, vulnerable, aún con años por delante para convertirse en aquello que hoy entendemos por mujer. Entiendo el esfuerzo desmesurado que hoy tantas niñas se ven obligadas a ejercer para acercarse a ese “ser mujer” que aún no saben ser. En Asia en lugares como Tailandia o Afganistán, en América Latina como en El Salvador o Colombia, en África en Kenia o en mi país, Marruecos. Sin ser de Yemen o de Afganistán sé que implicar escuchar la palabra matrimonio, boda, marido, desde tan niña. Para eso no hace falta crecer en un entorno que te obligue a sufrir un matrimonio, basta con ver a mujeres de 20 años embarazadas con dos hijas en los mercados, chicas jóvenes que se dedican a limpiar en casas de ricos y que se atan al pecho o a la espalda una hija o un hijo de 6 años. Si haces las cuentas entiendes que no lo quisieron, si pones la oreja ves lo que esconde el termino de “matrimonio forzoso”; violencia doméstica, violaciones a menores que a largo plazo se traducen en violaciones conyugales, psicologías mermadas, violencia en todas sus formas. La imposición precoz de ser mujer tiene consecuencias catastróficas en la psique de las niñas. Desde su invisibilización corporal hasta su hipersexualización son prácticas que mutilan la niñez y la infancia a muchas niñas. No hay cultura que se pueda sobreponer a los derechos de las menores. No hay precio que pagar por el deber de contar la verdad. La violencia no es más que el mayor vehículo de estancia en el que se esconde tu niña interior intentando descifrar qué es injusto o qué significa venir al mundo para ser mujer. Trabajar para erradicar la violencia se me deviene como una obligación moral, feminista y humanitaria.
Son 10 millones de niñas las que hoy corren el riesgo de ser casadas en contra de su voluntad. Una voluntad que no puede existir, un consentimiento completamente viciado, que sin embargo nos deja la realidad de que cada 2 segundos una niña es casada a la fuerza. Es ahora, muchos años más tarde cuando entiendo el significado real de lo que ya en ese momento, aunque precoz y adelantada a mi edad no descifraba. Hoy pienso en Nina, que se quedó embarazada con 13 años en el Salvador; en Kitara, que después de sufrir mutilación genital femenina murió en su parto a los 17 en Somalia; en Meriem, que perdió la vida en el aborto clandestino que le practicaron en Marruecos a los 14 años. Los matrimonios forzosos, vulneran la dignidad de niñas convenciéndolas de que el único camino para ser mujer pasa a través del sufrimiento.
Hace un mes, en una presentación telemática, volví a ver la cara de Nouyud en Yemen. Hoy no sé cómo será, qué vida tendrá. Jessica, que estaba al otro lado de la cámara me dijo, que quien había tomado aquella foto que yo reconocía era la fundadora de la ONG para la que hoy dirijo el departamento de Políticas Públicas y Abogacía en Europa. Too Young to Wed es un proyecto de una fotoperiodista brillante, que, sin ella saberlo, me inspiró para dedicarme a la vida de niñas y mujeres, a entender sus vidas, sus miedos, sus necesidades. A apelar la conciencia de una comunidad internacional. Aquella imagen que un día influyó en la niña que yo fui forma parte de la historia de mujeres y hombres que luchan por un mundo más justo. Cuando Stephanie decidió crear este proyecto un día como hoy, yo tenía 14 años. No era conocedora del impacto que tenía su trabajo en una niña de una ciudad de un país del norte de África. Contándole esta historia a ella, me decía con su sonrisa y su amor por su trabajo que yo también me estaba convirtiendo en una referente para otras niñas que hoy tienen 10, 12 o 18 años. Pensándolo con el paso de los días, me digo que ojalá no tuviésemos que ser referentes. Ojalá las niñas no buscasen un espejo de justicia al que mirarse para sobrevivir emocionalmente a sus vivencias, ojalá pudiesen tener una vida libre de violencias. Ojalá no tuviésemos que pasarnos este relevo feminista en el que profesiones como la abogacía, el periodismo, el fotoperiodismo, el trabajo humanitario cambiasen la vida de tantas niñas y mujeres. Ojalá fuese este trabajo prescindible, que no lo es, para tener sociedades justas, equitativas, igualitaria. Sin embargo, nuestro trabajo es el reflejo de un mundo que aún camina según datos de la UNICEF con la posibilidad de que 160 millones de niñas sean víctimas de matrimonios forzosos antes de 2030.
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