Opinión · Otras miradas
Frontera dura, soberanía enclenque
Profesor de Geografía en la Universitat Pompeu Fabra
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Hace justo diez años tuvo lugar en Melilla una singular performance geopolítica de corte reivindicativo. La noche del 16 de noviembre de 2012 un grupo de activistas marroquíes vandalizó la estatua de Pedro de Estopiñán (el militar que lideró la conquista castellana de Melilla en 1497 y cuya figura está aupada en un pedestal en el centro de la ciudad desde 1970). Los activistas, miembros del denominado Comité de Liberación de Ceuta y Melilla, cortaron el brazo de la estatua, y acto seguido lo trasladaron al lado marroquí de la frontera. Lo exhibirían, días más tarde y cual trofeo de guerra, en el centro de Rabat.
El hurto de la extremidad -con la que la efigie del conquistador empuña una espada- estaba cargado de simbología. Constituyó una embestida en toda regla al imaginario simbólico-medieval en el que se fundamenta el discurso de quienes defienden la españolidad de Melilla frente a las sempiternas reivindicaciones territoriales marroquíes. En el otro lado de la trinchera narrativa, y en palabras del presidente del Comité, Yahia Yahia, el monumento no era más que un “vestigio colonial” que “representa el derramamiento de sangre de marroquíes durante la ocupación de Melilla el 17 de septiembre de 1497”.
Las autoridades melillenses reaccionaron de forma veloz a lo que percibieron como un ultraje a la patria, y se apresuraron a encargar la restauración del monumento.
Parece evidente que, desde el punto de vista de la agenda “liberadora” del Comité, la amputación del brazo monumentalizado de Estopiñán constituyó un gesto estéril. Sin embargo, el gesto sí sirvió, entre otras cosas, para poner de relieve cómo, a día de hoy, las batallas sobre la soberanía ya no suelen librarse con las armas de antaño, sino empuñando, retorciendo y embelleciendo las narrativas sobre el pasado que más convengan.
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En cualquier caso, esta singular acción mutiladora, de la que ahora se cumple una década, no fue la única performance geopolítica perpetrada por el ya extinto Comité de Liberación de Ceuta y Melilla. Meses antes, miembros del susodicho comité habían orquestado un sucedáneo de invasión -al estilo Perejil, pero en versión chapucera- del Peñón Vélez de la Gomera. La acción consistió en la irrupción en el minúsculo y disputado territorio norteafricano por parte de un grupo de jóvenes marroquíes vestidos en bañador mientras, ante el pasmo de los militares españoles que custodiaban el Peñón, los “invasores” enarbolaban una bandera del reino alauí.
De nuevo, en esta ocasión la gesta del Comité tampoco logró la “liberación” de los territorios “usurpados”, y quienes violaron -en chancletas- la integridad territorial española fueron arrestados. Pero su labor no cayó por completo en saco roto. Con este otro happening geopolítico -que atrajo por su puesto una cuota nada desdeñable de atención mediática- el comité puso de relieve la naturaleza enclenque (por disputada, por confusa y por tanto también por vulnerable) de la soberanía española de los territorios (enclaves, islas, islotes y peñones) españoles norteafricanos.
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El Comité de Liberación de Ceuta y Melilla acabaría autodisolviéndose unos meses más tarde, pero su espíritu se mantuvo incólume.
Años más tarde, entre el 17 y el 18 de mayo de 2021, esta suerte de espíritu agitprop-geopolítico que había caracterizado al Comité volvió a manifestarse en la frontera. En esta ocasión lo hizo en el Tarajal, en Ceuta, de forma rotunda y con mayor respaldo palaciego. Mientras el líder del Frente Polisario, Brahim Gali, recibía tratamiento de covid-19 en un hospital de la Rioja, más de 8.000 personas lograron entrar en Ceuta desde Marruecos de manera irregular. Esos días las autoridades marroquíes pusieron en suspenso sus compromisos fronterizos de forma momentánea, miraron para otro lado y dejaron que el Gobierno español extrajera sus propias conclusiones. Se pusieron de manifiesto las externalidades de la externalización de los controles fronterizos.
De forma significativa, unos meses más tarde, y realizando un inusitado trombo en las curvas de la política exterior española, Pedro Sanchez expresó que el plan de autonomía propuesto por Rabat para el Sahara Occidental le parecía una opción seria y realista.
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Así las cosas, transcurrido algo más de un año desde la jornada de puertas abiertas en Ceuta, y habiendo sido diligentemente modificado el criterio del Gobierno en lo tocante al dosier saharaui, Marruecos mostraba una actitud bien distinta -infinitamente más colaborativa- en materia de control migratorio-fronterizo. Los sucesos de Melilla, de junio de 2022, así lo atestiguaron. Cumpliendo con sus compromisos contractuales, España y Marruecos (la parte subcontratista y la parte subcontratada) se emplearon con renovado ahínco en su cometido securitario. El resultado fueron más de dos decenas de fallecidos.
La perspectiva del tiempo nos muestra que arrojar luz sobre este tipo de episodios suele resultar una tarea ardua. Las autoridades no muestran interés en esclarecer lo sucedido con suficiente celeridad y transparencia. Lo vemos ahora en Melilla, pero ya lo hemos visto antes. Tal vez el caso del Tarajal de 2014 constituye el precedente más significativo. El guion es semejante. Después de un ya habitual trilerismo ministerial, siempre suele haber un vuelco, un giro narrativo forzado por las circunstancias. Gracias al trabajo de periodistas y activistas (y a las imágenes de las cámaras de seguridad, que siempre cuesta tanto poder visionar), y gracias también a las comparecencias parlamentarias realizadas a regañadientes, acabamos sabiendo que las primeras versiones oficiales suelen ser, digámoslo así, inexactas. Pese a lo afirmado en un primer momento, con el tiempo acabamos conociendo -a pesar de que se había dicho lo contrario- que, por ejemplo, en el Tarajal en 2014 sí se dispararon balas de goma, o que -aunque también se había negado- los migrantes sí habían pisado suelo español antes de ser devueltos a Marruecos. Del mismo modo, ahora sabemos que sí, que efectivamente sí hubo víctimas en suelo español en Melilla en junio de 2022, aunque meses antes la versión oficial apuntara en otra dirección.
En el pasado, hemos visto cómo desde micrófonos ministeriales se difundían sorprendentes y rocambolescos argumentos en torno al qué, al cómo y al dónde de la delimitación de las fronteras de la UE en África. Recuerden, a corte de ejemplo, la “imaginaria la línea fronteriza en el agua” o las “lineas fronterizas retráctiles” de Fernández Díaz, o las más recientes “zonas operacionales conjuntas” en “tierra de nadie” de Grande-Marlaska. La reiteración de maniobras de escapismo de este porte nos recuerda, una y otra vez, cuán frágiles y volátiles son en realidad las líneas de demarcación de la soberanía española en latitudes norteafricanas.
Es fascinante comprobar cómo siguen lanzándose confusos argumentos en torno a la delimitación territorial de los enclaves con el objetivo de camuflar malas praxis y/o escurrir el bulto.
Desdibujar a sabiendas la demarcación territorial establecida en los tratados internacionales del siglo XIX -a los que España acude para legitimar su soberanía sobre los territorios- parece una curiosa forma de dispararse al pie que, compartida por socialistas y populares, se ha convertido en una constante.
Como ha recordado en varias ocasiones el profesor de Derecho Internacional y Relaciones Internacionales de la Universidad de Cádiz, Miguel Ángel Acosta Sánchez, la construcción de las vallas fronterizas en los años noventa supuso "a todos los efectos, una cesión en la práctica del territorio español, acordado por los tratados del siglo XIX". Y la realidad territorial en los enclaves parece seguir avanzando en la misma dirección. A la vista de las explicaciones dadas por el ministro Marlaska en torno a lo sucedido en la llamada “zona operacional conjunta” en junio de 2022, y digan lo que digan los tratados, la línea que traza el límite de la soberanía española parece seguir en retroceso. De facto, mientras la fortificación fronteriza externalizada se consolida, la cesión de territorio progresa.
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