Opinión · Dominio público
El pinchazo de la derecha estadounidense
Investigador en Real Instituto Elcano y autor de 'La brecha y los cauces'
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Llega el momento de sacar balance de 2022 e imaginar qué depara 2023. Entre los eventos internacionales que marcaron este año –donde por encima de todo destaca la guerra en Ucrania con sus ramificaciones energéticas y económicas, pero también la crisis que ha vuelto a desencadenar el covid en China–, las midterms estadounidenses pasaron sin pena ni gloria. Pero merece la pena dedicar algo de espacio retrospectivo a estas elecciones. En particular, a un spot electoral de Blake Masters, candidato republicano al Senado por Arizona. Estamos ante una anécdota tan desconcertante como reveladora.
Primero, algo de contexto. En las elecciones legislativas del 8 de noviembre, el Partido Republicano logró retomar la Cámara de los Representantes, pero no el Senado. Aunque logró avanzar posiciones, la derecha defraudó sus expectativas de vapulear a un Partido Demócrata lastrado por la baja popularidad de Joe Biden. El pinchazo republicano se atribuyó a su agenda social –ultraconservadora con el aborto; ultraliberal con las armas de fuego–, así como un mensaje económico poco definido. Satisfacer a una base social radicalizada pero minoritaria impidió a los republicanos ensamblar una coalición electoral exitosa, para la que necesitan a conservadores más moderados.
Las elecciones de Arizona reflejaron este dilema. Lejos de ser una figura “populista”, Masters es un discípulo de Peter Thiel, el multimillonario reaccionario de Silicon Valley. Ambos han pasado de promulgar un anarco-capitalismo escapista a una agenda autoritaria. Hoy defienden que el poder del Estado se despliegue para ejecutar un programa nítidamente conservador (la versión 2.0 del “libre mercado, Estado fuerte” thatcheriano), librar guerras culturales y reprimir a sus rivales. El modelo a emular para esta “nueva derecha” americana es la Hungría de Víktor Orbán.
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Con la financiación de Thiel –que se ha consolidado como mecenas republicano– y el apoyo de Donald Trump, la campaña de Masters adoptó un tono catastrofista. América está siendo invadida por migrantes; la ideología woke ha lavado el cerebro a los jóvenes; las armas de fuego son imprescindibles para defenderse de las élites globalistas; los demócratas podrían robar las elecciones; etcétera. La excentricidad de la campaña quedó plasmada en un anuncio electoral donde el candidato aparece disparando una pistola con silenciador en un descampado:
â Shannon Watts (@shannonrwatts) November 12, 2022
Son dos minutos y medio de metraje que arrojan varios instantes desquiciados. La manera en que Masters acaricia su arma mientras repite que está “hecha en Alemania”; el momento en que la cámara gira y se revela que Masters está disparando a un estanque; ver a un candidato al Senado que parece un adolescente a punto de cometer un tiroteo escolar; la ambientación que evoca algún film de Terrence Malick. En conjunto, el producto es tan cómico como perturbador. Lo único que expresa sobre el candidato es que le gusta salir en su BMW a pegarle tiros a un charco. Arizona, un Estado relativamente conservador, está otorgando victoria tras victoria a los demócratas en gran parte gracias a republicanos como Masters, quien previsiblemente perdió las elecciones. La historia se repite con Herschel Walker en Georgia, Don Bolduc en New Hampshire y Mehmet Oz en Pensilvania.
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¿Cómo terminó así un partido que en su día pretendía representar al conservadurismo sobrio y las elites del mundo empresarial? Las explicaciones abundan, pero es útil centrarse en una que tiene repercusión fuera de EEUU: la decisión de librar “guerras culturales” a ultranza y desde una posición ultraconservadora.
El razonamiento tras esta apuesta no es descabellado. Durante la mayor parte de su historia, los partidos de izquierdas han apostado por ampliar los derechos civiles de colectivos discriminados. En las últimas décadas, no obstante, su electorado se ha vuelto cada vez más educado. En vez de dirigirse a trabajadores precarios, muchos partidos progresistas han terminado representando a las élites educativas. Esta “izquierda brahmánica”, por emplear la expresión del economista Thomas Piketty, en ocasiones encuentra dificultades para enunciar sus principios sin sonar como el director de un seminario de semiótica en la Sorbona. El problema de los demócratas es que a menudo resultan pedantes y moralistas no solo ante votantes de derechas, sino para el público general.
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El problema de los republicanos es que, por más que algunos progresistas encajen en esta caricatura, Biden –un demócrata conservador que acaba de cumplir 80 años– no se cuenta entre ellos. Y que, en vez de adaptarse a este hecho, han optado por emprender su propio viaje a ninguna parte en cámaras de eco derechistas. Ahí han terminado igual que sus enemigos, en el sentido de que se expresan mediante unos registros que casi nadie comprende y con una condescendencia que enajena a muchos de sus potenciales votantes. En palabras del politólogo Graham Gallagher, “entre la vanguardia intelectual y las elites mediáticas republicanas se está produciendo una adopción de hábitos, estéticas y puntos de vista que no solo están fuera de sintonía con los del resto de América, sino que se cultivan de manera deliberada, en oposición a los de una mayoría nacional a los que la nueva derecha trata con desdén”. Se incicia una guerra cultural criticando la corrección política y se escala hasta concluir que la solución a los males del país consiste en vaciar el cargador de “la pistola de James Bond” en un secarral. La cruzada anti-woke termina en un callejón de salida igual de incomprensible y electoralmente desastroso.
Esta deriva no debiera sorprender. Como señala el teórico político Corey Robin, históricamente los movimientos reaccionarios han basado su pujanza en emular el lenguaje de la izquierda. Los candidatos como Masters intentan hacer una suerte de política identitaria para hombres blancos agraviados. El problema es que su público objetivo no es lo suficientemente extenso como para garantizar una victoria electoral. Más aún cuando la violencia implícita de su mensaje moviliza al resto del electorado en contra. En cuestiones de igualdad de género, salud reproductiva, derechos LGTBI, o incluso migración, la sociedad estadounidense es considerablemente más abierta de lo que suponen republicanos como Masters. Gran parte de la derecha estadounidense se ha convertido en un activo electoral para el Partido Demócrata.
Si este fenómeno interesa es porque tiene vigencia más allá de EEUU. Son multitud los partidos de derecha radical en Europa que inician algún tipo de campaña comunicativa bajo la premisa de que sus enemigos progresistas están fuera de sintonía con la realidad, y que son ellos quienes representan el “sentido común” de la época, pero terminan en lugares más extravagantes que los que atacan. España no es ninguna excepción.
En el futuro esta tendencia se acrecentará. El posible sucesor de Trump, Ron DeSantis, contará Thiel como donante. Como gobernador de Florida, DeSantis se ha dedicado a desplegar una agenda social ultraconservadora y enfrentarse con quien se oponga a ella. “Su método –señala el columnista del Financial Times Edward Luce– es convertir el resentimiento hacia las élites corporativas y educacionales en un programa de gobierno”. Esta fórmula le ha valido un éxito incontestable en Florida; es previsible que en 2023 busque exportarla al resto del país.
Sería equivocado, por lo tanto, concluir que la derecha radical se ha vuelto electoralmente incompetente. Lo que su deriva sí nos muestra es que no ejerce ningún monopolio sobre el sentir de la “gente normal”. El problema, que afecta al conjunto del espectro político, es la quiebra de confianza entre la política institucional y la sociedad, que crecientemente percibe lo primero como una actividad enajenante en la que no puede ni quiere participar, pero de la que tampoco se le permite escapar. Este hastío presenta una amenaza para el futuro de la democracia tan grande o mayor que la derecha radical.
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