Opinión · Otras miradas
Volver a casa tras Navidad
Socióloga y politóloga
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Escribo en el tren. Sevilla-Madrid. 8 de enero de 2023. 18:09h. Un tren doble, 17 vagones y ni un sitio libre. Intento calcular cuánta gente irá en este tren de vuelta a Madrid, pero las matemáticas no son lo mío y, sinceramente, poco me importa el número exacto, porque cualitativamente ya tengo la respuesta: demasiada.
Cuando regresé a casa para las vacaciones de Navidad me creí la protagonista del anuncio de turrón que abraza a su familia mientras suena de fondo el “vuelve a casa por Navidad”. Nunca había estado tanto tiempo sin ir a mi pueblo y las emociones eran demasiadas. El volver, mezclado con esos pensamientos que te genera cumplir un año más, ha conseguido que mis días de teletrabajo y vacaciones hayan sido un cóctel molotov de nostalgia, conversaciones conmigo misma, recuerdos y asunción de cambios. No sé si es lo normal, porque es mi primer anuncio de turrón, pero el volver a casa por Navidad se ha convertido en algo similar a un chute hormonal, mezclado con un retiro espiritual y un poco de sentimentalismo al más puro estilo comedia romántica de sobremesa.
Mi casa es la gente que la forma. No es solo la familia, también las amigas y todos esos recuerdos y experiencias que han ido modelando la persona que soy hoy. Todo este conglomerado es lo que yo llamo raíces y siempre ha sido aquello que me ha mantenido en contacto con la tierra, impidiendo que construyese más castillos en el aire de la cuenta y siendo el eje primario del que más tarde empezó a brotar mi politización. Mis raíces van desde el olor del pan cociéndose de madrugada, historias repetidas que siempre se olvidan, atardeceres en la ladera comiendo pipas hasta que los labios se hinchan, calles que guardan secretos y todas esas despedidas que la vida te empuja a hacer.
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Cuando te marchas la vuelta es diferente. Los reencuentros son más efusivos, los días parecen transcurrir en un tiempo de descuento que corre hacia una nueva despedida y la relación con lo que solía ser tu mundo cambia de forma radical. Volver es ser consciente que ese mundo es capaz de girar sin ti y que tú, a pesar de lo que creías, has conseguido girar sin él. Porque la vida también es capaz de germinar en otras latitudes. Tu mundo se amplía hasta expandirse para dejar espacio a nuevas personas con las que recorrer las calles de una nueva ciudad a la que poco a poco comienzas a hacer tuya, aunque sea prestada. Por eso, a pesar de que los días previos a coger un tren destino a Sevilla y hacer una hora de trayecto hasta Aracena hubiesen sido de nervios, ganas e ilusión, hoy que hago el camino de vuelta, siento una sensación similar.
Tengo ganas de llegar, cerrar la puerta, sentir el silencio tras el bullicio, quitarme los zapatos, sentarme en el sofá y sentir la soledad de quien está comenzando todo. Tengo ganas de volver a la rutina. De ir a hacer la compra, quejarme de lo caro que es Madrid, lo rápido que anda la gente y de lo mal que se respira. Tengo ganas de los reencuentros tras 15 días que parecen ser más. Ganas de llegar y arroparme en unos brazos que son casa, tomarme una cerveza en ese bar que empieza a ser el de confianza y pasear por las calles que ya forman parte de los exteriores de tu vida.
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El regresar y el volver, el ir y el venir, el llegar e irte, es una sensación contradictoria; agridulce a veces, pero que es real y quizás contarla me haga sentirme un poco menos extraña en mí misma. Porque no soy la única. Son dos millones de andaluces y andaluzas que vuelven a irse o que regresan, que se van de una casa para volver a otra. Una más que echa de menos una buena tostada con tomate, pero que tampoco le desagrada tanto desayunar un pincho de tortilla. Soy una más que comienza a vivir en un mar de incoherencias. Vivir en un absurdo que pocas veces comienza por una elección, aunque acabes escogiéndolo.
Regreso a casa tras Navidad, con unos kilos de echar de menos de más, la maleta más llena de lo que la llevé y con la certeza de que, a pesar de que la vida se abra paso en otros lugares, las raíces, si te hacen bien, hay que cuidarlas para que permanezcan. Porque, al fin y al cabo, aunque sea a cientos de kilómetros de lo que era, y sigue siendo, tu casa son esas mismas raíces las que brotan en otros lugares y te hacen capaz de ser sin volver.
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