Opinión · Otras miradas
Las mascarillas en el transporte público: cuando se intenta disfrazar la nada
Epidemiólogo. Coautor de 'Epidemiocracia'
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Estamos asistiendo a lo que aparece - el enémismo - hito de la gestión de la pandemia de la covid19: el fin de las mascarillas en el transporte público. Y digo hito para que este texto tenga alguna hipérbole, porque en realidad se trata de un cambio muy pequeño en términos del impacto que tiene en las dinámicas de transmisión o en la gestión pública de la pandemia.
Como el día de la marmota, escuchamos a responsables políticos decir que estas decisiones siguen una toma de decisiones exclusivamente técnico-científica. Evidentemente, sabemos que esto es falso, y que las decisiones en salud pública no se toman en un entorno calculado donde solo hay números; seguramente el Ministerio de Sanidad (o cualquier otro) se parece más a The Office que no a una distopía donde las decisiones políticas se tomaban en base a cálculos matemáticos. No, la toma de decisiones en salud puede estar informada por datos científicos - a veces, por desgracia, ni eso - pero entran en juego otros elementos propios del contexto específico, desde los valores éticos, la demoscopia, las externalidades electorales, o las preferencias personales del decisor. Más en una pandemia donde la mayoría de las decisiones alcanzaban el grado de política de estado.
A lo largo de la pandemia he intentado en varias ocasiones precisamente poner el foco en que la gestión de una crisis sanitaria no puede manejarse con criterios exclusivamente técnicos. Cualquier decisión que tomamos en salud pública debería estar informada por los mejores datos científicos existentes, pero no podemos ignorar los valores previos sobre los que aplicamos esta política o cómo esa política encaja con la realidad existente. Este discurso creo que es importante que permee y no caigamos en la tecnofilia que nos puede llevar a aceptar medidas en salud que no encajen con nuestros valores democráticos y sociales bajo una supuesta evidencia técnica.
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Claro, esta forma de entender las decisiones, y simplificando hasta darle un ataque a más de un/a politólogo/a, implica dos cosas: los valores y principios bajo los que haces una política, y le información científica bajo la que lo haces. ¿Y dónde queda en este marco el que tuviésemos que llevar mascarillas en el transporte público? Pues en ningún lado. Como algunas otras decisiones en la pandemia, en realidad la mascarilla en el transporte público se puede explicar mucho más por el bajo coste que suponen y por el ya-lo-hacíamos.
Desde el punto de vista de la información científica, el uso de mascarillas en el transporte público tiene una evidencia muy baja, por no decir nula. Y aquí tenemos que distinguir dos conceptos que a veces se confunden: la eficacia y la efectividad. Una cosa es que tengamos pruebas científicas de que el uso de la mascarilla - especialmente en una persona contagiada - reduce la probabilidad de contagiar en entornos fijos (esto lo podríamos llamar la eficacia de la mascarilla), y, otra, que una política de uso de la mascarilla sirva para reducir los contagios poblacionales en el mundo real (efectividad). Para saber la eficacia quizá nos vale con las propiedades de la mascarilla, pero para entender la efectividad tenemos que profundizar en qué situación epidemiológica estamos, cuál es la aceptación que recibe la medida, o de qué otras medidas va acompañada. Y aquí es donde encontramos el absurdo efectivo, porque no hay justificación real por la cuál la mascarilla deba mantenerse en el transporte público y no en otros lugares. O viceversa, si no es necesario en otros lugares porqué es necesaria en el transporte público. Esa separación entre eficacia y efectividad es lo que nos ha llevado a la falacia de creer que los países con uso alto de mascarilla estarían siempre más protegidos, ignorando el resto de condicionantes. Así, cuando en España las mascarillas eran obligatorias se esuchaban propuestas llenas de ignorancia como “si llevásemos las mascarillas bien puestas no habría contagios”. De hecho, la ignorancia de este debate en el fondo ha sido el peor enemigo del uso de mascarilla, que ha parecido tener propiedades mágicas y nos ha alejado de usarla en las situaciones donde su efectividad puede ser mayor.
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Esto me lleva a entrar en el segundo punto de las decisiones, los valores y principios sobre los que se toma (o mantiene) una medida. En este caso, a mí me preocupa enormemente la priorización que se ha dado a la mascarilla en el transporte público frente a otros lugares donde tenemos evidencia que la transmisión del virus es mayor, como el entorno laboral o la hostelería. Seguramente esto tenga que ver con lo que decía antes, del poco coste político que supone dejarlas en el transporte público y que sí es mayor en el trabajo o la hostelería. Sin embargo, si rascamos detrás de ello, yo veo una demonización del transporte público; de hecho, la percepción de riesgo de contagios es enorme en el transporte público en relación con esos otros lugares donde la transmisión ha sido mucho mayor. Esto es un problema de principios, sobre todo si pensamos en el contexto de crisis climática donde las instituciones tienen que hacer lo posible por fomentar y mejorar el transporte público. Todavía es pronto, pero me preocupa que esta demonización pueda de alguna forma frenar el avance necesario del transporte público, una medida de puramente de protección de salud ante la amenaza de la contaminación y el cambio climático.
Decía previamente que la mascarilla en el transporte público se podía explicar por la costumbre y por el bajo coste político. Sin embargo, creo que aquí podemos añadir otro elemento: hacer algo en la nada. La mascarilla desde hace tiempo que ya no es solo un objeto físico que impide parcialmente los contagios, es un símbolo de mucho más. Es un símbolo de protección del cual se pueden extraer lecturas positivas, pero también es un símbolo individualista de la protección frente al otro en lugar de otras medidas de protección colectiva. En todo caso, es el símbolo de la pandemia, y su desaparición del transporte público parece que marca el fin - muy lejos de la realidad -, especialmente cuando el resto de su sistema extraordinario está desaparecido. Para mí este simbolismo tiene mucha importancia para entender por qué una medida sin ningún sentido (ni científico ni en valores) se ha mantenido durante tanto tiempo, y el por qué la desaparición de otros sistemas de protección de la pandemia ha pasado desapercibido. De hecho, este simbolismo ha conseguido cambiar el marco de tal forma que la posición respecto a la mascarilla en algunos momentos se ha convertido en la posición respecto a la protección de la enfermedad; de nuevo olvidando que puedes matizar el uso de la mascarilla pero a la vez siendo inflexible con las bajas en el entorno laboral.
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El tiempo será el que juzgue qué efectos tiene esto a largo plazo que hayamos centrado tantos esfuerzos en las mascarillas, o las mascarillas en el transporte público. Mientras, seguimos sin que la pandemia nos esté ofreciendo horizontes públicos en la protección de nuestra salud. Mientras, seguimos sin reformar nuestro cuidado en residencias. Mientras, seguimos sin una renta básica que permita a la gente vivir una vida con salud. En lugar de aprovechar la centralidad de la salud para avanzar en la defensa de nuestros servicios de salud (y sanidad) pública, avanzar legislativamente en la protección de la salud colectiva o la reducción de las desigualdades sociales en salud que tan graves son en la pandemia, hemos centrado nuestros esfuerzos en el detalle en lugar de en el contexto.
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