Opinión · Dominio público
Al dolor no se arregosta
Escritora. Autora de 'Panza de burro'
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Este texto lo escribí hace un año y medio, antes de entrar en la fase más terrible de un trastorno de la alimentación. Se lo dedico a todas las personas que malviven con un dolor crónico
No sé si saben de qué hablo cuando digo que el dolor es continuo, que el dolor es una cosa fija que está por debajo de todas las demás cosas. Y uno se lava los dientes y pica una cebolla y escacha un ajo con el puño cerrado contra el poyo de la cocina hasta que le arde a uno la uña de un dedo y saca uno a la perra y recoge el mondongo de mierda con una bolsa plástica aguantando la respiración y uno revisa los mensajes y camina uno y siente uno que debajo de todo eso que hace hay como una capa finita de dolor seguido, como un caminito hormigas, cumplidito, apaisado, tenso como una soga.
No sé si alguna vez sintieron ese dolor. Un dolor tan fuerte como un estampido en el cielo de la barriga, la sensación de tener a mucha gente peleándose dentro del cuerpo de uno, gente que no termina de matarse nunca. No sé si saben a qué me refiero cuando les hablo de un dolor sin nombre, de las ganas de meterse debajo un risco y esparcerse para siempre y que el dolor se esparezca con uno. De ir al médico con actitud de llegar a adorar a la virgen, pa' ver si le hace el milagrito a uno, y decir ay por favor ayúdeme usté señor doctor ayúdeme por lo que más quiera y que el doctor le diga a uno que no, que no se ve nada en la ecografía, que no aparece nada en la analítica de sangre, que usté está bien señora, que no sé si ha oído hablar del síndrome del colon irritable, que no sé si sabe que ese dolor puede ser de origen neurológico, que usté es una persona muy nerviosa, que tómese este diazepam tranquilita, y se calle usté como se callan las niñas en el colegio cuando la maestra les dice que ya está bien de tanto alegar con la compañera.
No sé si se hacen una idea de a qué me refiero cuando digo que se le mete a uno ese dolor como un navajazo que raja el centro de los nervios. Que abre una saja que deja entrar una barranquera suave pero continua, como una atajea que transporta el agua de un estanque a cada platanera por separado, que va llegando a cada brazo, cada pierna, cada terminación nerviosa, cada espacio mínimo del cuero hasta que siente uno que ese dolor es tanto dolor que no tiene más sentido sentirlo. Y por un segundo le parece uno que no, que no le duele, que se lo tiene que estar inventando, porque no es posible que una persona humana pueda abarcar tanto sufrimiento. Pero no. Quiero decir: sí, sí es posible abarcarlo, sí es posible experimentar un dolor tan fuerte que no quepa dentro del lenguaje y es posible vivirlo tan fuerte a veces que no le quede a uno espacio para el resuello, calma para dormir, ganitas de hablar, voluntad de estar en este carajo de mundo.
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No sé si alguna vez estuvieron en esa posición terrible de saber que ya la gente está cansada de escuchar cómo se siente uno y uno empieza a responder que está bien con una sonrisa más falsa que un candado tres perras, esa que lleva dientes aprisionados los unos contra los otros, la dentadura en una sola mordida que da dolor de cuello.
No sé si se identifican cuando me refiero a esas ganitas guardadas de chillar, de estallarse como una pita, de decir me duele, ma, me duele hasta el alma, ma, ma, por dios, ayúdame. Y ma no ser nadie, sino una sensación, alguien superior que como las mamis lo saque a uno de ese infierno delirante de dolor, de ese bujero en la tierra que impide la circulación de las ideas, que limita los movimientos, que hace que vivir cueste dos veces más de lo normal. Son esas ganas de pasar cinco horas seguidas alante de un público de mil doscientas personas con un micrófono en la mano y decir me duele me duele me duele me duele y que al final lo aplaudan a uno solo porque le duele. No sé si saben a lo que me refiero cuando uno no se siente ya más enfermo, sino que es enfermo.
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Tampoco sé si conocen o recuerdan o leyeron Clavícula de Marta Sanz, pero igual les comparto esta cita: “Mientras busco palabras frenéticamente, las amontono, necesito que alguien con bata blanca le ponga nombre a esta enfermedad. E invente su aspirina. No hay presupuesto. Es jodidamente natural. Los calvarios de las hembras de la especie son jodidamente naturales”. Y no sé si escucharon nombrar al sociólogo y antropólogo David Le Breton, que tiene un libro que se llama Antropología del dolor, del que les quiero mostrar lo siguiente: “No hay dolor sin sufrimiento, es decir, sin significado afectivo que traduzca el desplazamiento de un fenómeno fisiológico al centro de la conciencia moral del individuo. [...] Todo dolor comporta un padecimiento moral, un cuestionamiento de las relaciones entre el hombre y el mundo”. Y eso me hace pensar que no soporto esa sensación de que no lo escuchan a uno cuando siente dolor y que odio esa soberbia de quienes colocan los conocimientos por encima de la humanidad. Nadie conoce mejor en este mundo un cuerpo, nadie, ni una persona estudiada, que la misma persona que lo habita. No sé si entienden de lo que hablo cuando el dolor necesita a alguien que le ponga un nombre y que quienes se lo pueden dar se empeñan en negarlo con más fuerza que en averiguarlo. La salud mental no puede ser excusa para negar el sufrimiento, porque, como dice Le Breton, el dolor mismo deteriora la salud mental y viceversa. El dolor no se lo inventa uno, señor doctor, sé que el sistema sanitario está saturado, pero el dolor es tan real como una pedrada en la cabeza.
No sé si saben, obviamente no lo saben, que hay días en los que no paro de pensar en aquella vez en que abuela Albertina estuvo dos meses con un brazo roto y nadie lo supo. Que una tía mía la llevó al doctor y lo averiguaron de casualidad. Ella ya estará acostumbrada al dolor, dijo el hombre de bata blanca después de enyesar el brazo, y lo dijo como si ella no estuviera presente. El doctor elaboró informes, el doctor escribió cosas en el ordenador, el doctor firmó con letra de médico la receta imprimida. Y no saben, el tampoco lo sabía, que antes de abandonar la consulta, ella, que nunca hablaba, que andaba con la cabeza gacha, como los perros maltratados, con esa mirada perdida y negra como el ojo de un peluche, alzó la cara cuarteada de sol y tierra y respondió: al dolor no se arregosta nadien, mi niño.
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