Opinión · Dominio público
Un año de la guerra que nunca iba a suceder
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El 11 de febrero del año pasado la revista estadounidense Político informó, citando sus fuentes, que el presidente Joe Biden avisó a los líderes occidentales de que las tropas rusas entrarían en Ucrania 5 días después, el 16 de febrero. El anuncio se difundió rápidamente por los medios de comunicación y las redes sociales y también por los bares, las cocinas y los salones de cada casa de ambos lados de la frontera.
En los meses previos a la guerra en Rusia de repente se volvió muy habitual hablar de Ucrania, del Donbás, de los acuerdos de Minsk incumplidos por todas las partes involucradas en el conflicto. Tras ocho años de un letargo casi colectiva, la despolitizada sociedad rusa que hasta hacía poco le prestaba una atención muy limitada al tema estrella de los principales programas de televisión (el país vecino, su supuestamente payasesca administración, las carencias de sus ciudadanos, etc…) empezó a interesarse, finalmente, por lo que estaba sucediendo allí. Pero con un matiz.
Muy pocos se tomaban en serio las informaciones de la inteligencia estadounidense (y razones para agarrarlas con pinzas no faltaban), de manera que el seguimiento de este tema se convirtió para muchos en una suerte de diversión que consistía en esperar a ver cuándo se caía por su propio peso el relato de la inteligencia estadounidense, mientras comíamos palomitas contemplando el espectáculo. Las primeras filtraciones advertían de una invasión en Nochebuena, luego se aplazó para la Nochevieja, luego se especuló con que la decisión final no estaba tomada, se habló de las condiciones climáticas que impedían el avance de los tanques, hasta que finalmente fijaron la fecha en el 16 de febrero, todo ello frente a nuestras risitas escépticas.
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Aquellas semanas me enganché a un canal de Youtube ucraniano que, entre otros contenidos, sacaba con cierta regularidad, encuestas a transeúntes en las calles. Trabajaban en todo el país: Kiev, Jarkov, Mariupol, Odessa, Lviv. Y en ellas, si algo quedaba claro entre una parte considerable de la población, era el hartazgo por su propio gobierno y la creencia de que un acercamiento estratégico a Rusia podría derivar en una mejor situación para el país. Por supuesto, no todo el mundo pensaba igual, pero sí había un cierto número de personas que apostaban por ello. Además, la mayoría de la gente se tomaba también a broma las informaciones sobre una inminente invasión del país por parte de Rusia. No solo a una gran mayoría de los rusos nos resultaba una idea descabellada. Sino que los propios ucranianos no parecían verlo como una posibilidad real.
En aquellos días de febrero las principales agencias de noticias internacionales tenían sus cámaras apostadas en las inmediaciones de la Plaza de la Independencia, el Maidan, de Kiev, a la espera del inicio de la anunciada invasión. En medio de una transmisión de 19 horas de Reuters, en la que no estaba pasando absolutamente nada, alguien muy atrevido, teniendo en cuenta las leyes ucranianas, rompió la monotonía reproduciendo a todo volumen el himno de la URSS. En el cuadro de la imagen aérea grabada por una cámara fija también irrumpió un dron del que colgaba un cartel con un anuncio de un garaje en venta y el número de teléfono de la embajada rusa en Kiev. Una simple broma que terminó convirtiéndose en una premonición de lo vacío que se iba a quedar ese edificio.
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El 16 de febrero de 2022 fue el día en el que en Moscú muchos creíamos haber contemplado el nuevo derrumbe del discurso de la Administración estadounidense. Y se sentía un alivio generalizado en el aire. La mañana anterior el Ministerio de Defensa ruso anunció la retirada de gran parte de sus tropas de la frontera con Ucrania, poniendo fin a los supuestos ejercicios militares que decían estar llevando a cabo en esa zona. Y nos sentíamos eufóricos: no solo porque finalmente el tiempo nos diera la razón a nosotros, a los que insistimos en los meses anteriores en que no habría invasión, sino porque creíamos que se evitaba la catástrofe humanitaria que, obviamente, sabíamos que se produciría en el caso de un ataque ruso contra Ucrania. Parecía, además, la decisión más acertada (si no la única racionalmente sostenible) desde el punto de vista geopolítico y económico, aunque esto fuera un poco lo de menos. Rusia dejaba de ser observada como una amenaza en el terreno militar, evitaba más sanciones y además dejaba en evidencia a unos Estados Unidos que llevaban tiempo advirtiendo sobre su maldad intrínseca e histórica al grito de “¡que vienen los rusos!”.
Cinco días después Rusia reconoció la independencia de Donetsk y Lugansk luego de una caricaturesca reunión del Consejo de Seguridad nacional, un acto que ejemplifica la sensación de vergüenza ajena en un formato audiovisual mejor que muchos reality shows, que ya es decir.
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Aunque todo parecía bastante claro (visto a día de hoy), la “esperanza” que teníamos, el mejor de los males, por así decirlo, es que entrasen en el Donbás y se quedasen allí.
Esa esperanza la plasmó en un tuit Pablo González: tropas regulares rusas entran en un territorio que Ucrania de facto no controlaba desde hacía años y se acaban los bombardeos. En cumplimiento del refrán propagandístico que reza que “Rusia no inicia las guerras, las acaba”.
â Pablo González (@PabVis) February 21, 2022
Pero Putin y sus subordinados tenían otros planes, que básicamente consistían en iniciar una guerra a gran escala. Hoy sabemos que el vídeo que emitieron a las 5 de la madrugada del 24 de febrero, mientras los tanques rusos se adentraban más allá del Donbás y los misiles de crucero atacaban infraestructuras por toda Ucrania, se había grabado junto con el que se difundió el 21, reconociendo la soberanía del Donbás. Todo del tirón, para adelantar el trabajo e ir publicando los fragmentos por separado.
Se cumple un año de todo esto que creíamos que no iba a suceder. Un año de guerra, que se inició para supuestamente proteger a un grupo de civiles maltratados durante los ocho años anteriores, y que en esa “defensa” borró ciudades enteras de la faz de la tierra, dejó sin hogar a millones de personas, y sin vida a centenares de miles, tanto en el territorio que entraron a “proteger”, como a unos cuantos kilómetros más allá. Un conflicto que generó suntuosas ganancias a los que dicen velar por la paz, pero no hacen otra cosa que avivar la guerra. Doce meses en los que descubrimos a auténticos caníbales en nuestro entorno más cercano, de los dos lados de la trinchera: unos, que en honor a la multipolaridad y a un supuesto antiimperialismo (solo de un lado), están dispuestos a echar en esa cuneta a cuantos cadáveres sean necesarios, al parecer en la creencia de que su amontonamiento debilita al imperio; y otros, que en honor a sus valores de paz y humanismo y para proteger los “ideales democráticos de nuestra sociedad” se dedican a mandar armas por valor de miles de millones de dólares para que los ucranianos y los rusos se sigan masacrando mutuamente.
Un año que también partió las vidas de muchas de nosotras, aunque no seamos víctimas del conflicto. En esas dos últimas semanas de mi vida anterior, la única certeza que tenía es que la guerra supondría, además de una tragedia para Ucrania, una tragedia para Rusia, el país agresor. Llevo doce meses siendo testigo de esa tragedia: mientras contemplo imágenes de ciudades arrasadas y me topo de cuando en cuando con refugiados ucranianos en la ciudad en la que vivo, veo cómo la deriva que toma Rusia adentra al país en una espiral de conservadurismo, ultranacionalismo y falta de libertades inédita hasta ahora (por más que estos problemas existieran también antes) y sin remedio. Tampoco puedo dejar de pensar qué habrá sido de todos esos ucranianos que hace solo un año apostaban por un acercamiento a Rusia y una normalización de las relaciones con el país vecino y, al igual que nosotros, se reían de la mera posibilidad de una invasión. ¿Dónde estarán ahora? ¿Seguirán vivos? ¿Serán refugiados? De lo que no me cabe duda es de que, en el caso de seguir en este mundo, su opinión al respecto habrá cambiado radicalmente y para siempre. Igual que la opinión de las generaciones que les seguirán. El odio instalado ya de forma profunda en las dos sociedades tardará décadas en sanar, si es que llega a hacerlo algún día.
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