Opinión · Otras miradas
Francia: la ciudad colonial engendra la revuelta
Arqueólogo y etnoarqueólogo especializado en investigación de la arqueología del pasado contemporáneo
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Con la excepción de España, Francia es probablemente el país europeo que menos ha examinado de forma crítica su pasado colonial. Quizá porque nadie lo tiene tan próximo. Argelia se independizó en 1962 tras una guerra horrorosa donde se cometieron todo tipo de crímenes. En el momento de su independencia, la colonia se consideraba parte de Francia, tanto como el País del Loira: un estatus que mantenía desde 1848. Otras colonias se han independizado más tarde. Y algunas no lo han llegado a hacer, como Martinica o la Guayana. Al igual que en su momento Argelia, hoy se consideran parte integral de Francia.
La negación del colonialismo comienza por negar su propia existencia. Y si hay una cosa que está clara es que negar un problema es la mejor forma de conseguir que crezca y prolifere. Los disturbios en las banlieues tienen mucho que ver con ello.
Lo primero que se suele negar del colonialismo, y Francia lo ha hecho con entusiasmo, es su carácter esencialmente racista: que una potencia se arrogue el derecho a invadir y ocupar un territorio extranjero porque considera a sus habitantes inferiores cultural o biológicamente. Sarkozy lo reconoció con la boca pequeña en Dakar en 2007… para recordar acto seguido todas las cosas buenas que Francia hizo por los conquistados.
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El final de los imperios en las dos décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial supuso el desmantelamiento de las estructuras más directas de dominación. Pero la dominación continuó en diversas modalidades. De la misma manera que Francia es el Estado europeo que menos ha revisado su pasado colonial, también es la que ha intervenido de forma más continua y explícita en sus antiguas posesiones -mediante la cultura, la economía o el ejército-.
El colonialismo no se desmonta de la noche a la mañana. Es extremadamente persistente. Y entre las cosas más persistentes se encuentra la mentalidad -los historiadores franceses, que inventaron la historia de las mentalidades hace un siglo, lo saben bien-. La supervivencia de la mentalidad colonial se aprecia especialmente en el fenómeno de las banlieues, los barrios periféricos poblados de migrantes empobrecidos donde estos días se suceden las revueltas.
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Cuando se habla de las banlieues se suele mencionar al arquitecto Le Corbusier, creador en los años 30 y 40 de un modelo de edificio residencial y de urbanismo de grandes espacios que sería muy influyente en el diseño de los barrios de la periferia francesa en las dos décadas siguientes. Puede que los edificios y la trama viaria replicaran el esquema de Le Corbusier, pero la lógica política del espacio tenía otras fuentes de inspiración: la ciudad colonial de fines del siglo XIX.
En 1961 el psiquiatra Frantz Fanon, caribeño y afrodescendiente, publicó Los condenados de la tierra. En esta crítica demoledora del orden colonial habla de los barrios donde habitaba la población indígena: “La ciudad del colonizado -escribe- es un lugar de mala fama, poblado por hombres de mala fama, allí se nace en cualquier parte, de cualquier manera. Se muere en cualquier parte, de cualquier cosa (…). La ciudad del colonizado es una ciudad hambrienta (…). La ciudad del colonizado es una ciudad acuclillada, una ciudad arrodillada, una ciudad revolcada en el fango. Es una ciudad de negros, una ciudad de moros”. La ciudad colonial es “un mundo cortado en dos, habitado por especies diferentes”. Y la especie a la que pertenece el colonizado es, a ojos del colonizador, “corrosiva, destructora de todo”, “depositaria de fuerzas maléficas”. Sesenta años después del final del imperio, poco ha cambiado.
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Y poco ha cambiado porque lo que hicieron las banlieues fue trasladar al corazón de la metrópoli esa ciudad que describe Frantz Fanon. Una ciudad segregada por raza y clase, donde las razas-clases consideradas inferiores vivían más hacinadas, con menos servicios, con peores transportes e infraestructuras. A través del espacio urbano, los colonizadores le habían explicado a los colonizados quiénes eran: lo más bajo del orden social. Nada más efectivo que el espacio construido para interiorizar el lugar que uno ocupa en el mundo. Vivir en el “barrio indígena” equivalía a valer menos o no valer nada.
A partir de los años 60, con el desmantelamiento jurídico de las colonias, los antiguos colonizadores se encontraron en su territorio a los antiguos colonizados. Y la solución que encontraron para ellos fue la misma: recluirlos en un espacio aparte. Física y socialmente separado. Un espacio peor.
La mentalidad colonial francesa no se ha perpetuado solo a través de la escuela, la nostalgia imperial en la cultura popular y los discursos de los políticos. Se ha perpetuado también materialmente, mediante la creación de espacios segregados, donde se recluye al otro para no tenerlo cerca. Un otro que se percibe como bárbaro y peligroso y que acaba construyendo su identidad a partir de esa mirada externa y de las condiciones de segregación.
Mientras la ciudad colonial permanezca y contribuya a perpetuar una mentalidad racista, no habrá paz. Mientras la desigualdad crezca a hombros de la discriminación racial, religiosa y cultural, no habrá paz. Y quienes vivimos en otros países donde la segregación por raza-clase no ha llegado a esos extremos, deberíamos tomar nota. Porque vamos por ese camino. Y la ciudad colonial engendra la revuelta.
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