Opinión · Posibilidad de un nido
Todas conocemos la agresión en el trabajo y #SeAcabó
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Escuché el alegato de Luis Rubiales y sentí náuseas. No figuradamente. A medida que ese hombre iba hablando, era mi cuerpo el que reaccionaba físicamente. Desde entonces, llevo pensando en cómo explicárselo a alguien que no vivió eso mismo. Cómo contar que no solo me repugnaron sus palabras porque eran machistas, misóginas, brutales, etcétera, en un sentido digamos racional, sino que mi organismo entero se revolvió y, del cerebro, bajó al estómago. Un malestar parecido al que se siente cuando tienes vértigo o cuando andas por un lugar que no es seguro. El cuerpo se pone alerta y sudan las manos, tiemblas un poco, se tensan los músculos, quizás tienes ganas de ir al baño. Ese tipo de reacción.
Es el recuerdo del daño. No solo el cerebro, el cuerpo guarda recuerdo de la violencia vivida, y responde ante la vivencia de eso mismo. Me sucedió un poco cuando vi las manos del hombre agarrando la cabeza de Jenni Hermoso, esa forma de atenazarla, inmovilizarla, impedir cualquier escapatoria. Sin embargo, me sucedió con mayor intensidad aún mientras iba escuchando las palabras de Rubiales ante el resto de hombres que aplaudían.
Una vez, en una redacción me sucedió algo a lo que durante muchos años resté importancia y que por fin, revisada mi vida desde una óptica que llama violencia a la violencia machista, por fin he puesto en su lugar. Vuelvo al relato vivido en un periódico porque los medios de comunicación son los centros de trabajo en los que yo me he movido, pero sucede igual en todos. Tengo ya las suficientes conversaciones y lecturas a la espalda como para saberlo. Todas lo sabemos.
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Sucedió que me llamó uno de los jefes de fotografía y me dijo: "Desde luego, Cristina, no te perdono lo que has hecho, no sé a qué viene ni qué quieres demostrar, pero me parece mal... pero es que, además, yo tengo familia". Le pregunté a qué se refería. Se burló de mí, me volvió a afear lo que él creía una pose y finalmente entendí que gran parte de la plantilla, si no toda, parecía conocer el tema excepto, evidentemente, yo. Resulta que corría por allí una lista con todos los hombres de la redacción. La lista estaba supuestamente elaborada por mí, que era su jefa. En ella constaban todos los varones. Junto a cada hombre había una calificación sobre su rendimiento sexual y alguna consideración sobre su pene. Nunca llegué a verla, así que no tengo más datos sobre cómo estaba pergeñado aquello. En resumen, alguien había difundido una lista supuestamente mía en la que yo anotaba a todos los hombres que me iba tirando y los calificaba del 1 al 10. Lo único que llegué a saber fue que aquel escandallo había salido de la sección de Deportes.
Después de eso, no hice nada. Logré convencer al fotógrafo, con quien tenía cierta amistad, de que aquello no lo había hecho yo, de que era un disparate. No le pregunté cómo era posible que él hubiera creído tal idiotez, y me di cuenta de que si él se lo había tragado, era evidente que otros también. Inmediatamente entendí que lo único que conseguiría elevando una protesta pública o algo similar era que todo el mundo acabara poniendo en duda mi versión, y que quien no se había enterado acabara sabiéndolo. En resumen, decidí que iba a perder el doble si sometía el tema al “debate” público.
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Han pasado 25 años desde entonces. Ahora, por supuesto, actuaría de otra manera. Porque yo soy otra, pero también porque la sociedad es otra y porque el feminismo ha logrado que a veces, solo a veces, se castigue al agresor y no a la víctima. Recuerdo en este punto que Nevenka Fernández sigue viviendo fuera de España y que ni siquiera sus padres han podido volver a Ponferrada, la ciudad donde ella denunció el acoso del alcalde cuyo partido, dicho sea de paso, vuelve a gobernar la ciudad.
El relato de Luis Rubiales me provocó un desarreglo físico que reproducía el estado en el que pasé las semanas siguientes a conocer la difusión de la lista de marras. Los trabajadores y trabajadoras de la redacción me miraban y bajaban la vista, se callaban a mi paso, murmuraban. Levantarme por la mañana, llegar hasta el periódico y sentarme en mi puesto de trabajo me suponía un esfuerzo que acabó minando mi salud. Aquellos indeseables que difundieron la idea de que yo había hecho la lista, aquellos que convencieron a quienes quisieron ser convencidos, aquellos del "Cristina es una zorra" o "Esta tía está loca" o "Es una ninfómana", aquellos hombres de la sección de Deportes tenían sus seguidores.
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Aquella agresión dura hasta el día de hoy, extiende su daño hasta ese momento en el que, sentada en el patio de una casa amiga, escuché las palabras de Rubiales sobre Jenni Hermoso. "Ella fue la que me subió en brazos y me acercó a su cuerpo", afirmó. Y los presentes, aplaudiendo.
El alegato de Luis Rubiales no fue en defensa propia sino contra Jenni Hermoso. También contra mí. También contra todas las que en algún momento hemos sufrido alguna agresión de tipo sexual en el trabajo.
Hace un par de días, la periodista Paloma Barrientos me recordaba que "nosotras venimos de un tiempo en el que no solo los jefes, sino cualquier tío en la redacción te tocaba el culo o un pecho si pasabas por su lado". Efectivamente. Y claro que no nos gustaba. Era humillante, generaba una rabia que nublaba el entendimiento, nos obligaba a trabajar en condiciones insanas. Cada día, siempre. Eso sucede en todos los centros de trabajo, como los comentarios hirientes, el acoso habitual, las invitaciones a cenar con chantaje incluido, la amenaza de dejarte sin aquello que da de comer a tus criaturas.
Por eso, el alegato del seleccionador fue en sí mismo un acto de violencia machista. No solo el beso, todas y cada una de sus palabras lo fueron. Contra ella y contra todas.
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