Opinión · Dominio público
‘Nada’: Un retrato amable de la insoportable vejez masculina
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Los mandatos de la masculinidad, al tiempo que nos han otorgado, y nos siguen otorgando, poder y privilegios, nos hacen vivir una serie de fantasías de las que tal vez muchos hombres no sean conscientes. La primera de ellas nos ha llevado a creernos seres heroicos y omnipotentes, invulnerables, capaces de enfrentarnos a todos los peligros y desafíos. La segunda nos ha hecho creer que somos independientes cuando la realidad es que siempre hemos dependido de otros y sobre todo de otras: las mujeres que nos han cuidado. Sin ellas, sin sus trabajos, sin sus tiempos volcados en ser “para otros”, difícilmente habríamos triunfado en lo público. Vivir en ese mundo de fantasías nos ha llevado a despreciar lo relacional y todo lo vinculado con las mujeres y lo femenino. De ahí las enormes carencias que seguimos mostrando en todas esas dimensiones que nuestras compañeras, habitualmente no reconocidas y con frecuencia explotadas, han desplegado no por una disposición natural, sino como resultado de una cultura que las educó para satisfacer nuestras necesidades y estar permanentemente disponibles. Puro y duro machismo.
Los hombres hemos ido acumulando una serie de discapacidades, en gran medida como consecuencia de nuestro permanente escaqueo de los trabajos de cuidado, de los vínculos afectivos y, en general, de la mayoría de las actividades esenciales para mantenernos con unos niveles mínimamente aceptables de bienestar físico, mental y emocional. Estas carencias se hacen especialmente visibles cuando llegamos a esa etapa de la vida en la que nuestra vulnerabilidad se acrecienta –aunque en cualquier momento de ella la fragilidad sea la más fiel y humana compañera-, y en la que no nos queda más remedio que admitir, aunque algunos lo hagan a regañadientes, que somos animales interdependientes. La vejez, ese tiempo, que más bien es un proceso, que se alarga cada vez más, y que parece tan incompatible con las exigencias de productividad y éxito social, acaba siendo la última oportunidad para desmontar la virilidad que nos hizo creernos héroes. Aunque tal vez sea demasiado tarde para aprender y sobre todo para desaprender las lecciones de una masculinidad tan puñetera. Solo desde esta perspectiva podemos explicar, por ejemplo, por qué tantos viudos buscan en seguida retomar una vida en pareja, algo que hacen no solo para paliar su soledad sino también, y me temo que, sobre todo, porque necesitan a su lado más una criada que una compañera. Nada que ver, por lo general, con lo que viven las mujeres, mucho más dispuestas a vivir esa etapa liberadas al fin, salvo que las conviertan en sacrificadas abuelas, de su rol de eternas cuidadoras. A nosotros, además, nos toca aceptar que nuestro brillo público empieza a languidecer, que nuestra potencia sexual languidece y que ya no podemos subir con tanta facilidad los escalones de los púlpitos que nos hicieron creer que éramos los importantes.
La esplendida serie Nada, obra de los habitualmente brillantes Mariano Cohn y Gastón Duprat, además de regalarnos un paseo hermosísimo por una maravillosa Buenos Aires, nos ofrece un retrato perfecto de esas masculinidades viejas que se enfrentan inevitablemente al reconocimiento de una vulnerabilidad que nunca reconocieron en el espejo. La impecable interpretación de Luis Brandoni (Manuel), con el que es fácil empatizar pese a sus excesos de genio cascarrabias, nos lleva de la mano por una especie de fábula, sencilla y tierna, de esas que al parecer no le gustan mucho a Sergio del Molino, en la que la cuestión de fondo es cómo la vejez nos enfrenta a la soledad, a la pérdida de autonomía y a la dificultad de mantener un estatus de privilegio. Las dos mujeres que en la serie sostienen a Manuel, tres si contamos a la exmujer que siempre está disponible para continuar siendo sostén, son un magnífico ejemplo de cómo ese contrato cruel que llamamos patriarcado las ha condenado al lugar de la precariedad, la emocionalidad y los trabajos no valorados. Las eternamente disponibles, a ser posible con una sonrisa y con la ternura como “mano izquierda”, siempre dispuestas a agradar y a servirnos. Un pilar esencial para que mientras tanto nosotros podamos seguir ocupados en nuestras labores de “genio”. Menos mal que en un giro final del guion, Marina (Ariadna Artuzzi), la chica joven de la serie da un paso que la sitúa en la senda de la autonomía. Esa de la que no disfrutó su predecesora, Celsa (María Rosa Fugazot), a la que bien podemos identificar con la estereotipia que se ceba con las mujeres de edad avanzada, es decir, con la abuelita entrañable de tantos relatos, con la vecina viejita a las que hablamos con diminutivos o con esa esposa fiel y paciente que, con los años, pareciera que deja por imposibles las torpezas domésticas del marido.
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Nada, que puede verse como un largometraje, y que cuenta además con la presencia secundaria de Robert de Niro, en un rol que nos avisa también de lo complicado que nos resulta a los hombres mantener amistades íntimas y duraderas, debería servirnos de espejo a muchos hombres que ya estamos en ese pliegue que nos avisa de la segunda parte. El protagonista, un crítico gastronómico convertido en un dios, es un magnífico ejemplo de esa masculinidad narcisista, emocionalmente tan incapacitada y necesitada de llevar siempre el timón, además de por supuesto de tener un aval público y un aplauso que confirme su genialidad. Una virilidad que asumimos como si no fuéramos seres encarnados, habitantes de cuerpos frágiles que enferman y se tambalean. Todo ello la serie nos lo cuenta sin acritud, sin bilis, con la intención, al menos así lo interpreto yo, de que lo emocional nos permita asumir un relato que puede funcionar como un espejo muy cruel. Para muchas y sobre todo para muchos. Que sus creadores opten por esta narrativa no me parece motivo de negación de valor. Ni tampoco me sirve el argumento de que la serie responde a los esquemas buenistas de la plataforma que la emite – Disney –, como tampoco estoy de acuerdo, como hace unos días escribía Sergio del Molino, con que el producto se regodee en los buenos sentimientos y adolezca de tensiones, mala leche y lenguas afiladas. Quizás no esté tan mal que en estos tiempos tan guerrilleros lo audiovisual sea capaz de ofrecernos alternativas a la acritud. Que vindique la amabilidad, el humor y el arte de hacer habitable lo cotidiano. A mí al menos me sería imposible sobrevivir en un mundo tipo Succession, por ejemplo. Yo, que soy un hombre de más de 50, y que arrastra las incapacidades de un machista en revisión, necesito historias que, desde la capacidad de empatizar y de emocionar, me hablen de quién soy y de quién no debería ser. Entre otras cosas porque no quiero llegar a viejo con el cuerpo cargado de bilis y mi pecho nada entrenado en el arte de sentir y cuidar.
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