Opinión · Dominio público
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En la disciplina de la consultoría política, existen dos grandes categorías estratégicas a la hora de definir el discurso de un partido o de un líder y tienen que ver con el grado de agresividad en la confrontación con sus adversarios. Siendo la política de partidos un sistema eminentemente competitivo, determinar cómo va a ser la relación con esos competidores será clave a la hora de definir tu mensaje, de hacerlo diferencial y, en definitiva, más atractivo que los del resto.
En teoría, el primer elemento valorable a la hora de determinar la agresividad es si se ostenta una posición de gobierno o de oposición. La teoría nos dice que a un partido o a un líder que gobierna le interesa mostrar una imagen alejada del conflicto, más centrada en mensajes positivos que transmitan confianza, puesto que la confianza es un factor esencial para que el electorado repita voto y no haya cambio de gobierno. Por el contrario, el partido que encabeza la oposición suele mostrarse inclemente a la hora de lanzar críticas y reproches.
La confrontación es el camino más corto y rápido para minar la imagen pública del partido en el gobierno. Esto no quiere decir, forzosamente, que el partido de la oposición tenga mejores propuestas. El mero ambiente de confrontación, el ruido, la crítica constante -con o sin fundamento- generan un estado de ánimo colectivo irascible y tendente al rechazo. Es uno de los efectos de la polarización política, que eleva el estrés social hasta un punto en el que ya no son procesables los mensajes que se emiten, racionalmente hablando. Por el contrario, se conforma un clima de tensión que nos activa nuestro cerebro más primario, el más animal, el que no procesa realidades complejas, sino que busca, de manera urgente, una salida a ese estado de estrés. Esa salida puede pasar por un cambio de gobierno, aunque el partido de la oposición no haya mostrado evidencia alguna de que lo pueda hacer mejor. Eso da igual cuando nuestro cerebro nada en cortisol, la hormona del miedo y del estrés. Lo que queremos es que se acabe ya la situación que nos hace sentir así de estresados, asustados o tensos.
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El Partido Popular es especialista en generar estos climas sociales. Le vienen siempre de perlas. Siendo un partido cuyo ideario principal pasa por la privatización de los servicios públicos, por una política económica y fiscal que favorece a las grandes empresas y a una pequeña élite adinerada, por reducir al máximo derechos y garantías sociales o laborales, necesita generar un estado inflamado de miedo y estrés para que el comportamiento electoral no se guíe por factores racionales. El PP necesita que se vote con la amígdala, que es la región cerebral encargada del procesamiento y almacenamiento de reacciones emocionales -no racionales-, de recibir las señales de peligro y buscar, de manera urgente, una reacción dirigida a la autoprotección.
Esta estrategia se ha empleado toda la vida. Por ejemplo, era la manera en la que la Iglesia más reaccionaria controlaba la fidelidad y la obediencia, generando un estado de miedo en torno a conductas o saberes que, inevitablemente, producirían la ira de dios y la condena eterna en el infierno. Hoy el infierno ya no causa pánico, de modo que hay que sustituirlo por otras figuras apocalípticas que produzcan la misma sensación de pánico e inseguridad: España se rompe por la amnistía, las empresas grandes se van si les subes los impuestos, el paro va a crecer si se aumenta el salario mínimo, la economía se hundirá por las políticas ecologistas, los inmigrantes nos quitarán el trabajo si se les rescata del mar, no nacerán más niños y niñas si se regulariza la interrupción voluntaria del embarazo, se acabará el mercado del alquiler si se topan los precios…
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Ninguna de estas amenazas se ha materializado durante la última legislatura. Muy por el contrario, la mayoría de las medidas tomadas por el actual Ejecutivo en funciones se han mostrado eficaces. Pero, para valorar esa eficacia, es necesario pensarla en un estado de razonable tranquilidad, que permita activarse al neocórtex, la zona del cerebro que controla las capacidades cognitivas: memorización, concentración, autoreflexión, resolución de problemas, habilidad de escoger el comportamiento adecuado, etc. Ese estado de calma es todo lo contrario a lo que se respira en los debates parlamentarios, en los mítines políticos o en redes sociales como la anteriormente llamada Twitter.
Pensar, por ejemplo, el conflicto catalán desde el neocórtex implicaría analizar elementos como que los partidos soberanistas están en su nivel más bajo de apoyo de las últimas dos décadas, que las manifestaciones públicas por la independencia no congregan a la misma cantidad de personas que hace seis o siete años, que el propio apoyo social a una autodeterminación está en mínimos históricos. En definitiva, comprobar y asimilar que una política de diálogo es más adecuada que una de confrontación para la pacificación de un conflicto.
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Lamentablemente, el debate público actual dista mucho de conciliar las condiciones necesarias para evaluar racionalmente los dos modelos de gobierno en liza, tras las elecciones del 23J. La inyección artificiosa de miedo, estrés y tensión alrededor de la amnistía opaca no sólo el entierro del conflicto territorial, también confunde, entre el ruido, todos los avances sociales, económicos o medioambientales que deberían funcionar como elementos clave a la hora de valorar, racionalmente, qué gobierno nos conviene.
Por cierto, no deja de ser curioso que la mayor amenaza que vivimos como civilización, el cambio climático, no logre generar las mismas reacciones primarias de supervivencia. Hemos vivido un nuevo verano tórrido, que se recordará como fresco en comparación con los que vienen. Encadenamos salvajes borrascas que provocan daños por millones de euros, que incluso cuestan vidas. Sufrimos condiciones climáticas que dificultan la producción de alimentos y que hacen escasear bienes tan básicos como el agua. Sin embargo, el foco de miedo vuelve a ser ese mantra que la derecha no deja de repetir año tras año: España se rompe.
España se ha roto ya mil veces para el PP y, sin embargo, aquí estamos, capeando mejor que la mayoría de nuestros países vecinos un contexto internacional de lo más delicado. Quizás, para que España no se rompa, es necesario abandonar el miedo irracional a que lo haga. Hacer política es ofrecer certezas y horizontes de esperanza, no sembrar miedo e indignación. Porque, en un clima de Apocalipsis, nadie piensa con claridad y, para afrontar y resolver los problemas reales a los que nos enfrentamos, lo que menos se necesita es pánico e hiperventilación. Es hora de demostrar eso de sapiens.
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