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Opinión · Otras miradas

Transparencia incómoda

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Casi pasó desapercibida, de puntillas. Como saben ustedes, una proposición de ley tiene como peculiaridad poder ser presentada por su autor sin muchos rodeos, básicamente sin tener que escuchar ni hablar con nadie. Si a este caldo le añades una ración de tramitación de urgencia y como aliño, un debate plenario el día del sorteo de Navidad, resulta un cocido perfecto. Perfecto para una indigestión. Sí, ayer tarde en el Parlamento madrileño se aprobó una reforma de calado en la ley de transparencia y participación ciudadana autonómica para reconvertir la autoridad colegiada de control en esta materia en un órgano unipersonal elegido por mayoría absoluta de la cámara. Algunos se consuelan pensando que, al menos, se ha subsanado el desatino inicial que planteaba que el presidente del Consejo de Transparencia y Participación Ciudadana, a quien competerá a partir de ahora también la máxima supervisión en materia de protección de datos, fuera elegido directamente por el Ejecutivo, que era así como figuraba en la propuesta inicial.

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Por el camino, el Parlamento ha recuperado su designación, pero hemos pulverizado no solo su composición colegiada, lo que en sí mismo es una fórmula de control al exigir el acuerdo de varias personas y no la decisión de una única, sino también la mayoría de tres quintos que antes se requería para la elección de sus miembros. La mayoría absoluta que de ahora en adelante se exigirá, coincide actualmente con la que posee en la Asamblea el partido que gobierna en la comunidad, por si alguien no encuentra explicación a tal aparente generosidad. Y luego, para remate, está lo relativo al régimen sancionador en esta materia. Inédito lo era el actual, y así seguirá siendo al remitir ahora la ley modificada al de buen gobierno de la legislación estatal.

Hemos empezado este artículo con una receta de cocina para acabar con una necrológica. Bonita manera de despedir el año, pensarán. Pues sí. Como diría un analista financiero, lo peor de todo no es el caso, sino la tendencia, ya que estamos dibujando en esta segunda parte del año una estampa ciertamente funesta en lo que se refiere a nuestras instituciones e instrumentos de fiscalización en materia de transparencia.

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El valor de la independencia no pasa por sus mejores momentos si encomendamos estas funciones tan decisivas a personas nombradas por los gobiernos que deben controlar. No es ya una sospecha sobre su honestidad ni tampoco sobre su profesionalidad, sino la mínima cautela que deberíamos aplicar si queremos que tales personas actúen con la objetividad que se espera de ellas.

No basta con poseer experiencia y prestigio reconocido, una expresión que últimamente ha aterrizado en el terreno litigioso. Hay que procurar a toda costa que las personas que ocupen estas magistraturas gocen de un espacio ausente de posibles influencias que garantice, como antes se decía, su rectitud. Y he dicho “como antes se decía” porque pronunciar palabras como rectitud o ejemplaridad, suenan hoy del todo decimonónicas y nos hacen sentirnos hasta carcas. Malos tiempos para tanta virtud.

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La suerte en forma de lotería llegó ayer, otro año más, bien repartida, como las malas noticias cuando hablamos de transparencia. Ayer era la Comunidad de Madrid, pero ¿por qué no fijarnos en el incumplimiento progresivo por parte del Gobierno de España de las resoluciones del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno o en la creciente litigiosidad contra sus pronunciamientos? O en la extracción política de los tres miembros del recién creado Consejo de Transparencia castellano-manchego, todos ellos ex vicepresidentes de diputaciones provinciales de la región. Ya no digo nada si giramos la mirada hacia Islas Baleares, a punto de suprimir su Agencia antifraude y recién blindado el acceso a las declaraciones de patrimonio de sus altos cargos.

Miren, hay que preservar la transparencia de las amenazas y ataques a las que está siendo sometida, y alejarla del terreno partidista para impedir que sea un arma arrojadiza en el debate político, en el que gobiernos y partidos de la oposición se alternan en rigurosa cronología a la hora de exigirla o de negarla. Y donde antes fueron defensores acérrimos, se convierten en olvidadizos patológicos en un eterno bucle.

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¿Por qué nos cuesta tanto incorporar las buenas prácticas y, en cambio, aprendemos tan rápido de las peores lecciones? No podemos capturar las instituciones, especialmente aquellas que más necesitamos por la vigilancia que ejercen. Su independencia fortalece nuestra democracia. No puede existir un buen gestor que desee la comparsa o el jabón de quienes tienen la solemne tarea de advertirnos de nuestros errores y descuidos. Lo que necesitamos es su rigor, experiencia y capacidad, ambas tres imprescindibles. Dejemos de amordazar la transparencia y permitamos que el incómodo escrutinio que ésta propicia, nos convierta en personas más virtuosas.

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