Opinión · Dominio público
¿Existe el rey Lear?
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Cada tres o cuatro años escribo un artículo parecido a éste.
Veamos. Hay al menos tres ficciones que conviene preservar con cuidado: la de que, pese a la existencia del Mal, todos los humanos deben ser tratado como inocentes hasta que se pruebe lo contrario; la de que, pese a la existencia de abusos y malos tratos domésticos, todos los padres quieren a sus hijos; y la de que, pese a su inexistencia real, los Reyes Magos (o cualquiera de sus variantes) existen verdaderamente. Sin la presunción de inocencia, todos podríamos ser eventualmente exterminados como manifestaciones del Mal por un poder arbitrario y absoluto; sin la presunción del amor parental, todos los hijos podrían ser separados de sus padres por un Estado totalitario; sin la presunción de realidad de los Magos de Oriente, nadie creería en la existencia del mundo.
La cuestión no es si los niños deben o no creer en los Reyes Magos sino si deben creer sus padres, sin cuya participación la conjura se vendría abajo. Los niños creen en esos visitantes del desierto por la misma razón por la que, según Chesterton, creen que las abejas pican: “porque se lo ha dicho su madre”. ¿En qué creen, pues, los adultos? Lo contrario de la mentira, lo he dicho otras veces, no es la verdad sino la ficción; es decir, la libertad de tomarse en serio algo que sabemos que no existe. Nuestra libertad de tomarnos en serio El corazón de las tinieblas, por ejemplo, nos sumerge en una experiencia narrativa -una práctica corporal y cognitiva- en la que luego nos involucramos de tal manera que olvidamos la libertad original que nos ha llevado hasta allí. Si el libro es malo o no tiene efectos verdaderos, esa libertad permanece tristemente viva, y ello de tal suerte que podemos ejercerla contra la obra misma en cualquier momento y decidir interrumpir la lectura. La pregunta es: ¿son los Reyes una buena ficción? ¿Pueden los adultos creer en esa historia de la que forman parte?
Los padres, obviamente, no creen en la existencia de los Reyes Magos, pero sí en la de Los Reyes Magos. Por lo demás, que los Reyes Magos son una buena ficción lo prueba el entusiasmo de los niños, personajes centrales de una escenografía que, por eso mismo, incoada desde la libertad, nos engancha después con su necesidad narrativa: no es posible no tomarse en serio la felicidad de los niños como no es posible no tomarse en serio su dolor (desde hace dos meses Israel demuestra en Gaza que no hacerlo es el máximo crimen imaginable: un crimen contra la “posibilidad” misma). Los niños nos encadenan, pues, como nos encadenan John Silver o Julien Sorel o Elizabeth Bennet o madame Bovary; o como nos compromete el destino del pequeño Jo de Casa desolada; o el de la Agnes de Hamnet. Los que consideran que los Reyes no son una ficción sino una mentira se parecen bastante a los que consideran que son una mentira las elecciones o los tribunales de justicia o, en general, la democracia. No es que el libro les parezca malo, es que no les gusta leer: consideran las novelas o el teatro o el cine, al igual que los curas antiguos, una distracción fraudulenta y corruptora que nos aleja de “la verdad” desnuda. La superioridad con la que algunos predicadores de izquierdas nos afean nuestro apego a ciertas buenas ficciones se revela enseguida ridícula si, en lugar de a los Reyes Magos, la concebimos dirigida al rey Lear o a la reina Oberon: “que te enteres, hombre, el rey Lear no existe”; “no hay que mentir, idiota, la reina Oberon no vive en un bosque de Inglaterra”. ¿Tendremos que decirles a nuestros hijos que no existen Simbad el Marino o el Gato con Botas? ¿Hace falta? ¿Es su existencia la que determina nuestros afectos y nuestra adhesión narrativa? Si no creemos en los cuentos, no se los leamos a nuestros hijos; si se los leemos, no les digamos que los dragones no existen, los gatos no tienen botas o las calabazas no pueden convertirse en carrozas.
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Creo que es bueno que los humanos evitemos las mentiras y sigamos eligiendo libremente, y compartiendo, las buenas ficciones. La de los Reyes Magos, esa excitante performance coral, demuestra que también son posibles, como escribí hace años, las conspiraciones del bien: resulta, sí, tan fascinante como esperanzadora la paradoja de una escenografía dadivosa en la que, ocupándose cada padre solo de la felicidad de su hijo, contribuye a la felicidad general, introduciendo de hecho, incluso por la vía del consumo, lo mismo y lo contrario de la “mano invisible” del mercado: el mundo entero se conjura para que mi hijo tenga un regalo mientras que yo participo en la conjura para que todos reciban el suyo. En un mundo mejor, esta ficción compartida se emancipará sin duda de parte de su atrezzo, pero no de la trama, una de las más sencillas, satisfactorias y eficaces de la historia de la humanidad: la de una conspiración perfecta que invierte, además, el arquetipo temible del allanamiento de morada (policía que echa la puerta abajo, ladrones insidiosos que desvalijan nuestros armarios). Aquí se confirma, al revés, la confianza: tres desconocidos buenos entran en casa para dejarnos un regalo y una carta. Los reyes magos, en fin, es una buena pieza teatral en la que cada personaje interpreta bien su papel: los reyes inexistentes hacen verdaderos regalos, los padres ocultan por una vez su protagonismo y generosidad (que atribuyen a otros) y los niños se emocionan realísimamente pensando que ahí fuera, en el mundo ancho y ajeno, hay alguien más poderoso, más desprendido y menos regañón que sus padres; alguien más grande, patrimonio común de la humanidad, que reconoce su existencia particular y se ocupa favorablemente de ella -al mismo tiempo que de la de sus vecinos del quinto. ¿No se parece un poco eso al mundo que queremos para cuando sean mayores? ¿No alienta ahí el esbozo de un verdadero contrato social? ¿Uno en el que todos somos al mismo tiempo clandestinos reyes magos y niños beneficiados por criaturas a las que no vemos (sanitarios, poetas, barrenderos, bomberos, científicos, albañiles)? El problema no es que los Reyes Magos no existan; el problema es que esa ficción verdadera solo dura un día al año.
De lo que se trata, pues, es de elegir las mejores ficciones y de tomárselas luego en serio: la división de poderes, a pesar del lawfare; el amor eterno, aunque dure dos horas; El rey Lear, aunque muera Cordelia; la felicidad infantil, aunque esté roída por los miedos nocturnos y llegue como mucho hasta los siete años. En cuanto a los que confunden las mentiras y las ficciones, se olvidan de que, si los Reyes Magos fueran realmente los padres, no habría triunfado -qué sé yo- la revolución francesa, esa poderosísima ficción inspiradora de tantas otras ficciones. Los padres en solitario no somos capaces de hacer feliz a un solo niño. Recuerdo que hace años un intelectual marxista, hoy en la derecha, se jactaba de su franqueza brutal. El 6 de enero entregaba regalos a sus hijas tras advertirles secamente: “los Reyes no existen; ha sido papá Gabriel quien os los ha comprado”. ¿Puede imaginarse la soledad culpable de esas chiquillas? Mientras los otros niños recibían regalos de unos seres misteriosos que se ocupaban de todos, ellas recibían un juguete muy caro de las manos de un señor bajito que volvía del supermercado. Matar a Luis XVI puede ser una buena idea; matar a los Reyes Magos y convertirnos en los dueños absolutos de la desilusión de los hijos, es el camino más seguro hacia el neoliberalismo. Los hijos necesitan madres felices y buenas escuelas; los adultos casas dignas y buenas ficciones políticas y literarias. De todas las mentiras, “la verdad” es sin duda la más engañosa, reaccionaria y deprimente.
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