Opinión · Posibilidad de un nido
La navaja de un "Mírate"
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El hombre me decía siempre “¡Mírate!”. Lo pronunciaba con un tono de profundo desprecio, incluso de asco. Era un maltratador de manual. Al final no hacía falta que añadiera nada más. Tampoco necesitaba introducción, llamémosle calentamiento. Solo pasaba por ahí, enfrentaba mis ojos y mascullaba un “mírate” agrio y duro. Los verbos necesitan su entorno, entonación, gestualidad. Cualquier imperativo reclama contexto.
Un “bebe” puede ser una dulcísima invitación a perderse o un imperativo violento, la orden de la madre hastiada de esperar, la recomendación de una buena amiga, el consejo de un sanitario o una mala jugada por parte de quien no te quiere.
En asuntos de violencia macho, el “mírate” llega cuando tienes el cuerpo y el alma ya sembrados de veneno e inquina. “Mírate”, y lo que ves es un campo devastado, escombros, terrones, sebo, una sentina. Es el otro quien te mira, en realidad. Si cotidianamente, al levantarte, alguien te mira con repugnancia u odio, te repite lo inútil que eres, puede que las primeras veces solo lo recibas como un arañazo. Pero el daño funciona por acumulación, como la uña sobre la herida, y ese arañazo acabará infectándose. Entonces, un día, te levantas y eres eso que recibes. Su mirada eres.
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Todo empieza preñando las palabra de dolor. En el imperativo “mírate” laten las puñaladas. Narrar los feminicidios, las atrocidades perpetradas contra los cuerpos de las mujeres, los puñetazos, la navaja y la asfixia, las patadas en el suelo, nos empuja una y otra vez a olvidar el filo de la violencia psicológica. Las heridas de las palabras, las miradas, el esputo, desgarran vidas.
Una mujer me escribe: “Lo mío no es tan grave como lo que cuentan otras mujeres, violaciones y así. Pero lo voy a contar igual. Mi ex me insultaba siempre. Al principio solamente cuando volvía bebido. Luego empezó a insultarme delante de los amigos. Eso no me importaba tanto como cuando me insultaba delante de los niños. Me hacía sentir mucha vergüenza. Ahora ya estamos separados, pero les sigue diciendo a los niños cuando están con él lo mismo que me decía a mí”.
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Pienso en aquel “mírate” mío y en esos niños. El mismo veneno que sembró en la mujer, queda lanzado hacia el futuro en la mente —y probablemente también en el cuerpo— de las criaturas, y germinará y ojalá tengan a mano alguien que les acompañe con paciencia y amores en la muy ardua tarea de arrancar esas flores del mal. Sin embargo, tendemos a considerar que “no es tan grave”.
Han pasado los años y he aprendido a mirarme yo misma, también a verme en quienes me quieren y me cuidan. Ahora, el “mírate” me lo digo yo sola, a mí misma, con una sonrisa amplia y satisfecha. Me ha costado años comprender que a las mujeres, además de a callar, nos enseñan a no mirarnos. O sea, a vivir solo de la mirada impuesta, y asumirla como propia. Las voces de otros, las opiniones de otros, los relatos de otros, las miradas de otros. Ahora, poco a poco, a fuerza de contarnos las unas a las otras, vamos dejando eso atrás. Sería de mucha ayuda reconocerles a la palabra y al gesto toda la violencia que esconden, más allá del golpe y de la sangre.
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