Opinión · Comiendo Tierra
¿Quién me ha engañado? se preguntarán los rebeldes
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En Un mundo de ayer (1941), el escritor austriaco Stefan Zweig desgranaba los aburridos años de estudiante en la escuela y, como en un submundo paralelo, los fascinantes años que vivían esos jóvenes hambrientos de experiencias huyendo de la monotonía de las aulas, “enfermándose” para escaparse a un estreno y buscando las inquietudes de la vida en el teatro, en la poesía, en la pintura, en la música. El sexo no formaba parte de esa urgencia y los jóvenes educados de la burguesía judía -por supuesto, hombres, en una sociedad patriarcal inalterada- entendían que la profundidad de sus turbaciones estaba en las brumas del pensamiento, en los interrogantes de la existencia y sus respuestas más sublimes más que en el trato con el otro sexo al que le estaba vedado profundizar en los misterios del ser. Hoy la edad de las inquietudes sexuales ha bajado una década -las esperanza de vida ha subido varias- y desde la distancia podemos pensar que si hubiera existido Instagram o Tik-Tok, quizá aquellos poetas hubieran desviado sus inquietudes a otros lados más perecederos.
La vida cultural de la Viena de finales del siglo XIX era infinitamente más atractiva que una escuela rígida, cansada como la monarquía austrohúngara, con maestros aburridos y mostachos de opereta, a quienes les bastaba en la vida recibir agradecidos parte de las migajas que caían de la caduca mesa de la burguesía de la época. Los jóvenes creaban periódicos artesanos donde publicaban a poetas que no habían llegado a las editoriales o que no merecían el interés de esa burguesía somnolienta, horadaban las bibliotecas para buscar a un filósofo que alguien había comentado y los demás ignoraban, y tenían un hambre inusual por desnudar la realidad con adjetivos y conceptos que frenaran su ansia de entender y saber: “Ignorar algo extraño que otro conocía constituía para nosotros un descrédito; nuestra pasión consistía precisamente en descubrir antes que nadie lo más reciente, lo rabiosamente nuevo, lo más extravagante e inusual, aquello que nadie (y menos aún la crítica literaria oficial de nuestros dignos periódicos) había tratado de forma exhaustiva. Conocer todo aquello que aún no gozaba de reconocimiento general, de difícil acceso, extravagante, nuevo y radical, despertaba nuestro amor especial; por eso no había nada suficientemente escondido, por más peculiar que fuese, que nuestra ávida curiosidad colectiva no fuera capaz de sacar de su escondrijo”.
Rilke no había sido publicado en Austria y, sin embargo, esos jóvenes se sabían sus versos de memoria, y el aura de los creadores les generaban la embriaguez que produce estar cerca de lo divino –“Ver a Gustav Mahler por la calle era un acontecimiento que uno contaba al día siguiente a sus compañeros como un triunfo personal”-. Cualquier creador generaba una sensación sobrenatural y compartir con ellos cualquier cosa -un escenario, el café, sus libros, un estreno, una interpretación- era estar un poco más cerca de lo trascendente. Estaba más cerca del Carnaval de Cádiz que de los Open de tenis.
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Es evidente que esa mirada excelsa era propia de esa burguesía judía que hizo de Viena -como habían hecho los judíos en la España de los siglos XV y XVI- un referente cultural donde desaparecía la raza sustituida por la grandeza cultural. Pero en esa Viena, que pronto sería también “roja”, igual participaban los obreros de esa explosión cultural. Como en la república de Weimar en Alemania, como en el Berlín de Bertolt Brecht, como en el norte de Italia, el crecimiento de la clase obrera vino también de ese acceso al mundo cultural. Esa imagen de los obreros de la FIAT en Milan yendo al salir de la fábrica y con el mono puesto a escuchar a Verdi en las plazas bebía de ese momento histórico donde el crecimiento intelectual engrandecía el horizonte y la política -que sólo poco a poco se fue haciendo relevante- era parte de esa reclamación de progreso personal.
El libro de Zweig expresa la tragedia de un mundo europeo que se despedía con el ascenso del fascismo y el nazismo. Un mundo donde, como había adelantado Carl Schmitt con su incisiva mirada, la economía estaba sustituyendo a la política, un mundo devastado por la guerra y que arrasó con la poesía y la ingenua idea de progreso que había prometido la Modernidad. La falsa moral burguesa, con su empeño en ocultar la realidad del bienestar de los menos y con las aventuras imperiales, puso los cimientos del Holocausto. Como bien vio Marx, el enorme desarrollo material que iba a producir el capitalismo venía con contradicciones irreparables que terminarían por derrumbar ese edificio de tan débiles cimientos. Y también, aunque él no se diera cuenta, el imperialismo en el sur y masacres como las que ejecutaron los alemanes en Namibia -o los españoles en Marruecos, Cuba o Filipinas-, no fueron sino el adelanto de lo mismo que luego iban a sufrir no ya los hotentotes o los rifeños sino otros alemanes en los campos de concentración o los republicanos españoles en los paredones y cárceles del franquismo.
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Hay una queja constante hoy acerca de los jóvenes y su falta de compromiso. Recientes encuestas, desde otra óptica, señalan que la mitad de ellos son conscientes de que heredan un mundo sin futuro, devastado medioambientalmente y con débiles compromisos de solidaridad colectiva. La juventud, desde hace treinta años, ha perdido el ascensor social, y cada nueva hornada tiene menos derechos sociales que la anterior. Lo que implica, a su vez, la agonía de sus padres por dejarles la mayor renta posible, una forma torpe de liberarse de su angustia. Toda la tarea que, se teme, no va a hacer el Estado, la tienen que hacer las familias. Y, al tiempo, ha construido unas generaciones que, al tiempo que carecían de buenas condiciones sociales -condiciones en realidad deplorables donde se encadenan crisis de un tipo u otro desde 2008-, han vivido “entre algodones”, mimados por unos padres que nunca han cuidado tanto a los hijos. Los precios de la vivienda, además, alargan la edad a la que salen de casa. La tragedia está servida. Quizá el error de los padres haya sido que, en vez de dejarles la herencia de carreras y máster debieran haberles dejado la enseñanza de la lucha que les trajo a ellos los derechos que han disfrutado.
No es extraño que muchos jóvenes, en muchos sitios -el más reciente, en Argentina- miren al fuego destructor de la extrema derecha con arrobo. Es el único espacio político que promete prenderle candela al caduco mundo que ofrecía ser consumidores del siglo XXI y solo ha garantizado ser ciudadanos del siglo XIX. La izquierda promete incendios chiquitos y dedica una buena parte de su tiempo a luchas intestinas. Y su ira es una ira improductiva, con tintes que suenan interesados y un culto posmoderno y antiguo a la personalidad que solo interesa a los más cafeteros, seguramente porque han perdido la credibilidad al no ser capaces de convencer de que lo que dicen coincide con lo que hacen.
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Los jóvenes que no conocen la literatura de sus países, su historia, su filosofía, el canon cultural de su civilización, terminan confundiendo la grandeza con el éxito de youtubers iletrados o influencers de cerebro disimulado. En vez de seguir los pasos de los poetas que han acariciado la belleza, siguen a flautistas de un Hamelin siniestro donde solo se habla de tener un éxito prestado y efímero basado en el dinero o la frivolidad, de follar mucho y mal y de enriquecerse egoístamente como forma de ganarse un pasaporte a la irrelevancia. El caca-culo-pedo-pis de la España de charanga y pandereta elevado a escaparate de la fama y donde se ha olvidado que ocultar es la posibilidad de enseñar. Porque si no racionas lo malsonante, todo se convierte en malsonante.
No hay salida esperando a ver si “algo” solventa los problemas; que “algo” termine con el genocidio en Palestina; que “algo” acabe con la locura de Milei; que “algo” solvente la contradicción entre el trabajo, el consumo y el medio ambiente; que “algo” logre que esa política que tanto te repugna se convierta en un lugar luminoso guiado por la alegría y la esperanza; que “algo” obre como un vendaval de aire fresco que expulsa lo fétido y lo sustituya por una fresca brisa de amanecer.
Estoy convencido de que los jóvenes -y ahora se va a ser joven hasta muy tarde- van a terminar prendiendo fuego al teatro de las mentiras. Habrá un conato de pira de la extrema derecha, pero es imposible que prospere -aunque podrá ser muy doloroso-, porque, aunque convoques a los “nacionales” y les hables de la patria y su misión superior, te terminarán saliendo los “trabajadores” y las “mujeres” y los “racializados” y te reventarán las contradicciones. Y esos jóvenes, criados entre algodones y arrojados a un mundo inclemente preguntarán: ¿quiénes son los culpables de este desastre? ¿Quiénes han sido los que nos han engañado? ¿Quiénes se han beneficiado de este disparate? Y el espectáculo hueco de la política no va a valer para nada. Los políticos que quieran tener futuro, dejen ya de mentir. Más temprano que tarde, los mentirosos no van a servir de nada.
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