Opinión · Comiendo Tierra
De Alberto Garzón, la mujer del César y los liderazgos de la izquierda
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Recuerda Enzo Traverso en sus nuevos trabajos (Melancolía de izquierda, Galaxia Gutemberg y Revoluciones, Akal) la estudiada relación entre la izquierda y la religión. En los campos de concentración, quienes mejor llevaron el horror del exterminio y de la anulación de la humanidad fueron precisamente creyentes, socialistas y comunistas. En esa noche de la historia, alimentados de su “fe” -fuera revelada o aprendida- se sentían parte de algo más grande que ellos mismos. Su suerte individual, aunque pasara por un momento desesperante, la vivían sólo como parte de un engranaje ético y comprometido, cargado de futuro, que daba sentido a sus vidas, que les trascendía y, sobre todo, les daba sentido, fuera la que fuese su vicisitud particular en esos barracones teñidos de muerte y humillación.
Ese mesianismo ha sido una fuerza principal en la izquierda y, también, parte de su tendencia a la fragmentación. Esa “batalla final”, esa mística revolucionaria que confiaba tantas cosas al desenlace final, al tiempo que les otorgaba una furia transformadora, una enorme capacidad de generosidad personal, una entrega solidaria a los demás camaradas y a la lucha -las cárceles siempre han estado llenas de comunistas-, les hacía desmerecer de los logros concretos que, precisamente, esa lucha iba ganando. El comunismo moría de éxito y conforme lograba mejoras en la vida del pueblo, el pueblo les abandonaba. Lenin siempre hablaba enfadado de la “aristocracia obrera”.
Los liderazgos de la izquierda siempre han necesitado la confianza del pueblo al que quieren representar. No es verdad que tengan que vivir como el pueblo, pero sí ha sido y es una condición sine qua non tener la confianza del pueblo. Y si el estilo de vida se aleja en exceso de lo que el pueblo piensa que debe ser tu comportamiento, más vale que te dediques a otra cosa. Y aquí lo relevante, sobre todo, es lo que has dicho que ibas a hacer. Tierno Galván, el alcalde más querido de Madrid, siempre fue un profesor universitario y vivió en una casa bien decente del barrio de Argüelles. Nadie se lo reprochaba cuando visitaba La Elipa. Pero nunca dijo para ganar votos que era otra cosa de lo que era. Igual que a Manuela Carmena, una ex jueza a la que nadie le pedía que viviera en Pan Bendito. Lo que se le pedía era coherencia entre lo que decía y lo que hacía. Por la boca de izquierdas muere el pez popular.
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De hecho, una buena parte de los líderes de la izquierda en todo el mundo provienen de las clases medias, y los que no -con orígenes campesinos, obreros, populares- terminan viviendo como las clases medias y no como el grueso de sus votantes. Moviéndote en los pasillos de las instituciones, terminas impregnándote de sus modos. Era proverbial la elegancia de Palmiro Togliatti y de Enrico Berlinguer, igual que también lo era la austeridad monacal de Dolores Ibarruri, Pasionaria. En una ocasión le reprocharon a Lula Da Silva vestir trajes caros. Contestó: "nuestro pueblo humilde quiere que su líder vista así y vestido así se sienten orgullosos de ellos mismos". ¿O alguien piensa que a los brasileños pobres del nordeste les gustaría que su Presidente fuera a las reuniones con la élite de Sao Paulo vestido con sandalias? Hay una proyección vicaria en los liderazgos. Precisamente la misma razón por la que Pepe Mujica vive en su humilde chacra y no se le va a ver comprando en las tiendas de lujo de Montevideo. Su elegancia está en su coherencia. En decir y hacer lo mismo que dice. Y claro que le gusta más el whisky bueno que el malo.
Hay rupturas de ese orden en donde se quiebra la imagen de confianza que el pueblo ha otorgado a los liderazgos. Tiene que ver, principalmente, con esa incoherencia entre lo que se dice y lo que se hace. Y, que nadie lo dude, es a donde se van a agarrar tus adversarios para revolcarte por el suelo. Nadie llega a secretario general de nada sin dejar algunos cadáveres por el camino. Víctimas que, invariablemente, te esperan en la bajadita (es el momento del "¿Te acuerdas lo que dijiste de mí? ¿Te has olvidado de aquella que me hiciste?¿Recuerdas cuando mandaste a los tuyos a insultarme cuando lo mío?"). Los seres humanos tenemos estas cosas.
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Ese mesianismo de la izquierda va también a construir monstruos con los que es imposible discutir. Son gentes que no quieren tener una buena casa, un trabajo desahogado, buena ropa, coche o unas vacaciones, sino que no quieren que los tengas tú.
El lugar donde se la juegan los líderes de la izquierda es en “su” relato. Durante la pandemia y con el pueblo encerrado no puedes dar una fiesta en tu casa o en tu oficina; volar en business está fuera del alcance de la gente que te vota y es un gesto, aunque cansado, que te piden los que te votan; una casa con los símbolos de la riqueza te aleja del pueblo al que enamoraste viviendo donde vivían ellos y haciendo gala de esa humildad para conseguir su voto; de tu paso por la política no debes salir enriquecido, y volver al lugar al que trabajabas antes de pisar la moqueta es una señal de coherencia que tus votantes agradecen (ahí están en la memoria todavía los casos de Julio Anguita regresando a la escuela y de Gerardo Iglesias volviendo a bajar a la mina; incluso, aunque fuera más simbólico que real, el regreso de Rubalcaba a las aulas de la Complutense después de decenios de trabajar en la política). Le pasa también a algunos que dicen que son verdes y lo más verde que toleran es un arbolito en el aparcamiento de un McDonald's.
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Hay grados. Si la crítica al capitalismo y sus desigualdades es el corazón de la pelea política en la izquierda, no puedes engalanarte con los símbolos inalcanzables del lujo que no tienen otra razón de ser que, precisamente, marcar una diferencia con el resto. Por eso a la izquierda le molestan en sus líderes los relojes caros, las marcas inalcanzables, los coches de lujo y, si viene la crisis, también las piscinas.
Es un precio extra de la política. ¿Tienen que vivir las familias de los políticos de manera doliente? Es injusto y hará que se dediquen a la política los que no tengan más remedio. Pero son las maneras de tu bienestar las que te generarán el respeto o la crítica de los tuyos. Van a medirte, sobre todo, por lo que hayas dicho. Si has hecho de la crítica de las puertas giratorias un eje de tu discurso, no puedes irte a trabajar a una consultora sin que todos los que, de una manera u otra, dejaste en el camino, aprovechen para hacer sangre. Y también los que te ensalzaron como un ser de luz que estaba por encima de los mortales.
A un líder de la izquierda no se le quiere ver ni borracho ni drogado ni ganando dinero al lado de los que combatías. Te conviertes, y ahí de verdad, en un “fusible quemado”. Y se encargarán de recordártelo incluso los que viven mejor que tú, tienen un trabajo más indecente que el tuyo o han vendido su alma al diablo más barato que tú. Por eso hay que escuchar fuera de los círculos complacientes. Siempre hay alguien que te recuerda que ese trabajo, esa casa, ese coche, esas vacaciones, esa boda, esa relación sentimental te va a hacer daño. Pero en la vida política, tan jerarquizada, la soberbia de los liderazgo es el paso previo a su ruina.
Por esa soberbia, la vara de medir suele ser uno mismo. Eres tú el que decides si recurrir al “enemigo” para conseguir tus fines es un precio válido que debes pagar por avanzar en la “revolución”. Es el tren sellado que los alemanes pusieron a Lenin para ir a Rusia cuando empezó la revolución. El problema está en que suelen ser los propios líderes de la izquierda quienes dicen qué contradicciones son válidas -quién te financia, dónde puedes trabajar, dónde puedes vivir, qué tienes que comer, qué sapos te tienes que tragar, con quién debes pactar y cómo debes vestir- y cuáles son intolerables. Que suelen ser las que hacen los otros. Esas cosas debiera decidirlas el partido-movimiento. Pero nos queda mucho. Al final, quien esté libre de pecado que tire la primera piedra. No me gustan los linchamientos de nadie. Hay críticas en la izquierda que son armas de doble filo. Y lo digo habiendo dejado la primera línea de la política viviendo en la misma casa, teniendo el mismo trabajo en la universidad, teniendo algo menos de dinero en el banco. Lo que pide el pueblo a sus liderazgos es coherencia, no una austeridad espartana casi de andar pidiendo.
En cualquier caso, como dice la sabiduría popular, por la boca muere el pez. Y esperar a que te pesquen para darte cuenta de lo que necesitas el agua es una mala estrategia.
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