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Opinión · Otras miradas

Kate Middleton: la princesa prometida

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Kate Middleton en un evento de la corona británica.

Estoy convencida de que la mayor y más importante obra de ficción creada por los británicos en los últimos doscientos años es su familia real. Han cogido a un grupo de alemanes ignorantes y maleducados, los Hannover, una familia que llegó al trono de rebote sin saber ni papa de inglés, llena de conflictos y peleas entre ellos, con un montón de enfermedades y, además, serios problemas de socialización, para convertirlos en una familia ejemplar, en el espejo en el que todo británico, o aspirante a ser considerado como tal, quisiera verse reflejado.

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El mérito es, principalmente, del Príncipe Alberto, ese señor alemán que enamoró a su prima y que decidió que sería el rey de su casa a pesar de que jamás le permitieron ostentar el título fuera de ella, por lo que se dedicó a acaparar tierras, decorar palacios y hacer la mayor y mejor campaña de publicidad de la historia reciente. Alberto, ese Dickens de la monarquía, vio su leyenda agrandada gracias a su muerte prematura y a esa Reina Victoria enlutada de por vida que cargaba con el busto de su esposo contrita y en permanente estado de mal humor, mientras casaba a su prole con todas las casas reinantes europeas, coqueteaba con su sirviente escocés John Brown y se hacía acompañar por el jovencito Abdul Karim ante el espanto de su hijo Eduardo. 

Alberto convirtió a los Hannover, que hasta ese momento se habían pasado casi cien años peleándose con sus hijos, sus esposas y sus nueras, ignorando a los Primeros Ministros, comiendo y bebiendo más de la cuenta y metiéndose en camas ajenas para mayor entretenimiento de las clases populares, en los embajadores perfectos del ideal de familia burguesa bien avenida, aburrida, impecable pero implacablemente fría y ambiciosa, como el propio imperialismo británico.

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Durante cien años la familia real británica ha conseguido surfear las aguas de los cambios históricos y sociales, y de los múltiples escándalos personales, bastante mejor que sus primos europeos -aunque un poquito peor que sus parientes nórdicos-. Se cambiaron el apellido por el mucho más británico Windsor durante la I Guerra Mundial mientras eran bombardeados por el primo del rey Jorge V, se inventaron una abdicación por amor para evitar que subiera al trono un rey filonazi, convencieron a todo un país de que era un acto de heroísmo permanecer en los búnkeres de Buckingham Palace durante el Blitz y elevaron a mito a una señora con un gusto terrible en el vestir, simplemente porque se quedó huérfana joven, sabía quedarse quieta y callada durante largos periodos de tiempo y vivió muchos años.

Pero es que de estos materiales están construidas las mejores novelas y series de televisión, aunque en algún momento de la trama los personajes decidieron que tenían el derecho a tomar sus propias decisiones y la cosa se echó a perder. A pesar de esto, es justo reconocer que han tenido sus momentos: una plebeya casada sin amor que se rebela y muere trágicamente, unos amantes separados por la ambición familiar que se reencuentran felizmente con el tiempo, un hermano díscolo redimido en el ejército, un principito triste que encuentra el amor y el consuelo en los brazos de una buena chica burguesa... todas estas son tramas, no nos engañemos tampoco, un poco facilonas pero que, como bien saben los programadores de televisión, funcionan perfectamente en los telefilms con los que acompañamos la siesta los fines de semana. 

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Sin embargo, los guionistas de estas últimas temporadas no contaban con la llegada de las redes sociales ni, mucho menos, con que el nuevo milenio iba a echar por tierra los relatos, los grandes, los pequeños y los medio pensionistas, con los que nos íbamos consolando hasta ahora. Lo vimos perfectamente con las tramas de esa máquina perfectamente engrasada de ficción y propaganda de lujo que es la serie de Netlix The Crown, que, según se iba acercando a la época actual, mucho mayor era el bochorno que sentíamos al verla y, lo que es aún peor, más aburrida se iba haciendo.

Quizás porque nos resulte muy sencillo comprar los relatos de aquello que no hemos vivido personalmente, quizás porque, en comparación con Churchill y Thatcher, el personaje de la Reina nos resulte mucho más humano o menos problemático, lo cierto es que, en cuanto los guionistas quisieron dar forma a lo que la mayoría de nosotros ya habíamos visto de primera mano, la serie, y todo su aparato propagandístico, comenzó a descarrilar estrepitosamente, llegando a tener momentos verdaderamente bochornosos, como aquel del Príncipe de Gales bailando breakdance o toda la trama del adolescente príncipe Guillermo. 

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Y en esas nos encontramos ahora, con unos personajes extenuados que no están a la altura del relato que ellos mismos han construido, pero tampoco del que les han construido a medida, pues la mayoría de sus tramas parecen del todo agotadas: la historia feliz de Carlos y Camila debería haberse acabado justo en su boda, pregúntenle si quieren a Jane Austen y esta les dirá que nadie quiere saber qué les pasa a Anna y al capitán Wentwood después de desposarse, pues no estamos preparados para vivir la agonía de los múltiples partos, las facturas impagadas y las discusiones de la pareja sobre quién tiene que acostar a los niños.

Y es precisamente ahí donde los Hannover, aka los Windsor, se encuentran actualmente atrapados, mientras tratan de sobrevivir refugiándose en la fábula burguesa victoriana, frente un mundo que evoluciona muy deprisa y que les va dejando atrás sin remordimiento, en parte por aburrimiento, y en parte porque han dejado de ser el reflejo impostado y propagandístico de la sociedad británica para convertirse en un recordatorio de lo peor de su pasado: el racismo, el imperialismo, el clasismo y los privilegios de cuna. Por eso hoy en día los comentarios y bromas racistas de Felipe de Edimburgo ya no le hacen gracia a casi nadie, los compadreos de Andrés con Epstein le han costado el exilio de la familia real y las nuevas incorporaciones, buscadas para dar el pego de la diversidad, huyen a la mínima oportunidad.

No toda la culpa es de los guionistas actuales, pues la ausencia de la carismática protagonista principal durante los últimos cincuenta años ha tenido que ser cubierta por un actor demasiado mediocre, aburrido y acostumbrado a hacer de secundario y encasillado, además, en el papel de villano. Hubo, eso sí, un pequeño instante en el que pareció que los ahora Príncipes de Gales serían capaces de salvar la serie cuya trama se sostenía sobre sus espaldas, especialmente sobre la espalda de Kate Middleton, que, con su estilo impecable y sonrisa perfecta, ejercía de incansable Robocop regio. Pero la máquina Kate ha dejado de funcionar, y lo ha hecho en el peor momento, justo cuando el rey está también de baja a causa de un cáncer.

La ausencia de la princesa y, sobre todo, el mutismo sobre la enfermedad que supuestamente padece, han generado una reacción inesperada en la sociedad, que las redes sociales han llevado al paroxismo, y que está por ver qué consecuencias puede tener en una serie que cuenta ya con demasiadas temporadas y que no está acostumbrada al bombardeo de reseñas y al fanfiction.

La torpeza de los guionistas actuales, que han tratado de reconducir el aburrimiento y la previsibilidad de las tramas con recursos del siglo XX apelando, entre otras cosas, al derecho a la intimidad de un personaje que, hoy en día, debe su éxito y existencia precisamente a la exhibición pública, a la falta de intimidad y a la apariencia de que hace cosas, ha desatado todo tipo de especulaciones sobre la salud de Kate y su ausencia de la esfera pública: la princesa está muerta, la princesa ha huido, está en una isla del Caribe porque se ha hecho un aumento de glúteos, Kate ha sido sustituida por una doble, han sacado su cara de la portada del Vogue y la han pegado en la foto que han difundido...

La filtración de varias fotos -abusando del Photoshop en un caso, o de las sombras y la falta de nitidez en otro- y las contradicciones en los comunicados públicos -el Photoshop ha sido cosa de Kate; no, ha sido cosa de su marido que es torpe y pide perdón-, en vez de acallar las voces, ha dado pábulo a las teorías de la conspiración en un mundo virtual acostumbrado a dudar de todo y de todos y con canales que dan voz y amplifican todas nuestras opiniones, chistes y especulaciones. 

Veremos qué pasará en este nuevo capítulo, si los Hannover aka los Windsor se verán obligados a pasear a Kate atada a un palo como al Cid para acallar así los rumores y evitar que les cancelen la serie, o si lograrán que, al menos, les renueven por una temporada más. O puede que esta vez su público, después de echar unas risas, deje de ver la serie a la espera de que se estrene la nueva temporada de Los Bridgerton, porque, al fin y al cabo, la Reina Charlotte, que es una Hannover de las de antes, es mucho más divertida y todo el mundo luce pelazo. 

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