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Opinión · Dominio público

Lo que nos indigna

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Imagen del derribo de L'Obrera por los mossos .-PAHC Sabadell

Es de noche todavía, y las luces azules de los vehículos policiales dan un aspecto onírico y a la vez aterrador a las primeras horas de la mañana. Unas luces que, para la mayoría, no auguran nada bueno. Algo ha pasado. O algo está a punto de pasar. Los Mossos d'Esquadra cortan la calle que lleva a L'Obrera, en Sabadell, un banco okupado desde 2015 que se ha convertido en un centro social que ha llenado de vida el barrio y por donde han pasado miles de personas a lo largo de estos años. Una escuela popular, un gimnasio gratuito con su escuela de artes marciales y clases de autodefensa para mujeres. Había orden de desalojo desde hacía tiempo, pero no se sabía la fecha. Comedores, clases de baile, de repaso para estudiantes que no se pueden pagar un profesor particular. Charlas, conciertos, debates, centro de reuniones para colectivos de todo tipo… una inmensa red de apoyo entre vecinos, un ejemplo de cooperación y de compromiso que esta mañana ha sido derribado por una excavadora.  

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A cientos de kilómetros, la escena de las luces azules iluminando las calles antes de que salga el sol se repite. Es en el barrio madrileño de Arganzuela, y es también ante otro centro social: La Ferroviaria. Okupado desde 2021, muchísimas personas han llenado de vida este espacio con distintas actividades y tejiendo complicidades con el barrio. Este miércoles por la mañana, cientos de personas se han concentrado para dar su apoyo a este espacio abandonado al que un grupo de personas ha dado vida estos últimos años, y que a media mañana ha sido desalojado.  

Anoche nos acostábamos viendo las noticias y veíamos a decenas de familias pobres sentadas en una silla de plástico en plena calle. Era de lo poco que tenían en ese edificio en ruinas que habían convertido en su hogar noventa familias y que este martes fue desalojado por la policía en Arona, al sur de Tenerife. Una zona con alquileres imposibles, sometida a la precarización que acompaña siempre a la clase trabajadora en todo enclave turístico, con viviendas inaccesibles y trabajos de mierda que ni siquiera permiten ya sobrevivir. Gente que no tienen alternativa habitacional y que permanece en un solar con una sombrilla refugiándose del sol y con sus pocos enseres amontonados.  

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No hay ni rastro de todo esto hoy en las portadas. Llevamos unos días con la actualidad inundada otra vez por los escándalos de corrupción que salpican a los dos principales partidos, PP y PSOE. Varios compañeros periodistas están poniendo al descubierto las tramas que urdieron algunas personas muy cercanas a mandatarios de la talla de la presidenta de la comunidad de Madrid, Isabel Díaz-Ayuso, o el exministro del PSOE, José Luís Ábalos. Estas investigaciones son una luz necesaria sobre el poder, demasiadas veces opaco y dado a la corruptela, que merecen un indudable foco mediático y un reproche social, además de todas las consecuencias penales que correspondan.  

Seguir y difundir la actualidad estos días tratando de esquivar estos asuntos no es fácil, y cualquier periodista lo sabe. Todo pasa a un segundo plano, y existe un consenso no escrito que asume la preferencia de estas informaciones que, insisto, no deben pasar desapercibidas ni merecen menos atención de la que tienen. Es mezquino lo que han hecho estos sinvergüenzas aprovechando una situación tan delicada y traumática como una pandemia, usándola para su lucro personal aprovechando su posición privilegiada. Todo trufado, como siempre, de la obscenidad que siempre acompaña al corrupto que se siente impune. 

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Sin embargo, existe otra actualidad que queda amortiguada y a menudo hasta soterrada ante tanta basura que nos regala siempre la política institucional. Una realidad paralela que transcurre inexorable y a pesar de todo. Algunos llevamos ya unos cuantos meses despertándonos cada mañana con una terrible ansiedad cada vez que revisamos las redes y las noticias y vemos un genocidio en marcha, por ejemplo. Y nos enerva la actitud tan pusilánime de nuestros políticos, que se envuelven en elocuentes palabras mientras el Gobierno vende armas al verdugo, lo niega mintiéndonos una y otra vez, y todavía esgrime su 'derecho' a seguir cometiendo esta atrocidad. Eso sí, le pide que se corte un poco, que disimule, que al menos no lo exhiba de esa manera.  

Digo lo de Palestina porque es algo que llevamos a cuestas desde hace meses y de lo que hablamos a menudo amigos y conocidos que nos dedicamos al periodismo, y que nos negamos a normalizar o a pasar por alto. Pero hoy podríamos hablar también de L'Obrera, de La Ferroviaria o de las familias de Tenerife desahuciadas. Mientras lo de las mascarillas y los mangoneos nos indigna como a todos, hay muchos otros temas que nos duelen todavía más, y que nos provoca un malestar ya no solo por el hecho en sí, sino por la indolencia, la impunidad y la discreción con la que suceden. Nuestra ansiedad es proporcional a la humanidad que nos queda y que no queremos perder, normalizando el horror cotidiano evitable que provoca la política institucional cada día de manera legal. Esa política que representan quienes hoy se lanzan los trastos a la cabeza acusándose de robar, y que tiene al país en vilo desde hace días.   

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Es el circo de la política institucional y sus miserias lo que acaba finalmente por inundarlo todo, por hacer todo lo demás secundario. Aunque sea imprescindible que siempre haya luz y taquígrafos sobre el poder y denunciar estas corruptelas, existe otra corrupción estructural, inherente al sistema, que no es menos obscena pero que provoca un dolor que no implica tanta indignación. Hay un consenso para indignarse cuando alguien se lucra de manera ilícita y con dinero público, más todavía aprovechando una pandemia y su posición cercana al poder, pero no hay consenso para la indignación cuando se expulsa a 90 familias de su casa en un día o se derriban iniciativas populares para que alguien pueda especular con el suelo. Las corruptelas deben indignarnos y no dudo que lo seguirán haciendo. Pero un sistema corrupto como el actual, que expulsa a familias de sus casas, que destroza iniciativas populares, que vende armas a genocidas o que condena a muerte a millones de personas con sus políticas, no indigna tanto, y quizás este es el verdadero problema. 

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