Opinión · Dominio público
Votar mal
Periodista
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Ahora que se archivan las pesquisas contra Mónica Oltra, ahora que los tribunales reculan sin haber detectado un solo indicio delictivo, las redes sociales se nos han llenado de indignaciones, hay que ver qué mal se hacen las cosas, hace falta restaurar el honor de la damnificada, blablablá. Que si todo ha sido un pérfido runrún de la cloaca. Que si Vox y España 2000. Que si la mierdosfera de Eduardo Inda y Javier Negre. Que si Ana Pastor y Antonio García Ferreras. El caso que el acuerdo del Botànic se fue al santísimo carajo y ahora mandan en el País Valencià aquellos que no soportan la idea misma de País Valencià. Los que cubrieron de inmundicias a Oltra.
¿Pero es que nadie va a pensar por un momento en las verdaderas víctimas, aquellas que se sacrifican por el bien colectivo y corrigen al pueblo llano, torpe e iletrado, que siempre se equivoca en lo votado? ¿Qué sería de un país que abusa de la legalidad y elige al buen tuntún a sus representantes? ¿Acaso no votamos con descuido y sentamos en ilustrísimos sillones a candidatos de mal agüero? ¿Quién nos salvará de nuestras propias decisiones? Estamos condenados a ser libres, decía Jean-Paul Sartre, y eso es una auténtica faena, una lata, una jodienda tediosa e inconveniente de la que alguien debería liberarnos.
Así lo entendieron los padrinos de la Constitución, aquellos señorones de rompe y rasga que venían de la paz franquista, con sus elecciones de chichinabo, sus sindicatos verticales y sus secciones femeninas. Pero los aires estaban cambiando y el pueblo, ay el pueblo, quería esa cosa nueva y extranjera que algunos llamaban democracia y otros llamaban libertad sin ira libertad. Pongamos por ejemplo que el pueblo, ay el pueblo, está hasta las gónadas de reyes y caudillos y exige una república. Qué sabrán las muchedumbres de tan graves materias, pensó entonces Adolfo Suárez. Por eso metió al rey de tapadillo en la Ley para la Reforma Política. Para no perder un referéndum sobre la monarquía.
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Y es que las votaciones eran un asunto demasiado serio como para dejárselo a las masas. Juan Carlos I, patrón de aquella barcaza, estaba dispuesto a permitir unos comicios con tal de que ganaran los suyos. Allá por 1977 le remitió una carta al sah de Persia con la ilusión de que financiara la candidatura de Suárez. El rey emérito temía una victoria del PSOE, un partido que consideraba marxista. “Cierta parte del electorado no es consciente de ello”, explicaba el buen monarca. Había que salvar a la plebe de sí misma. Con ese cometido, Rafael Ansón fue a la vez el cerebro de la campaña electoral de Suárez y el director de la televisión única. El pluriempleo, ya se sabe.
A uno le da por pensar que aquellos eran años inciertos y que los primeros balbuceos democráticos necesitaban cierta asistencia experta. Encarrilar el negocio. Aplacar las urnas. Meter a un guardia civil armado en la tribuna del Congreso. Al fin y al cabo, cuando el gallinero se desmadra y cunde el libertinaje, nada hay más apropiado que soliviantar a los militares, urdir en secretísimos despachos un gobierno de concentración, un tejerazo, sacar a pasear los tanques por València, hacer que algunos activistas se achanten y se escondan, que quemen sus carnés, que no se extralimiten con tanta despreocupación. Pero la democracia nunca dejó de necesitar correctivos.
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¿Quién recuerda aquellos tiempos en que el PNV andaba echado al monte de las reformas estatutarias, el plan Ibarretxe y demás zarandajas? Aznar, que ya no los necesitaba como socios en Madrid, intentó quitárselos de encima por las buenas y avaló una coalición entre Mayor Oreja y Redondo Terreros en las elecciones vascas. La cosa salió medio mal e Ibarretxe obtuvo los mejores resultados de su historia. Apenas unos meses después, el presidente español se sacó de la manga la Ley de Partidos. Bastaba ilegalizar unos miles de votos para que cambiaran las tornas. Así fue como Patxi López llegó a lehendakari de la mano del PP. Y así fue como el PNV entró de nuevo en vereda.
Y es que al recordar nos brotan las nostalgias. Era mayo de 2003 y la Asamblea de Madrid elegía a sus diputados. Esperanza Aguirre quería ser la presidenta, suceder sin muchos ruidos al buen Alberto Ruiz-Gallardón y eternizar al PP en su corrala. Lo que ocurre es que el PSOE e IU pegaron un buen estirón y hasta sumaban mayoría si armonizaban sus programas de gobierno. Menos mal que los dueños del cotarro reaccionaron a tiempo, porque el asunto se estaba poniendo feo y las tertulias ya hiperventilaban pensando que Telemadrid iba a caer en manos de los pérfidos comunistas. Un par de tránsfugas en el ajo y celebraremos nuevas elecciones hasta que votéis bien. Que no sabéis ni votar.
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Las buenas costumbres nunca se perdieron del todo. Mirad la que se armó en Catalunya: un president enloquecido, prohibidísimas urnas en los colegios y catalanes que votaban mucho y además votaban mal. Había que tirar de artículo 155, disolver el Parlament y convocar elecciones. Después, como los independentistas volvieron a ganar, había que tumbar uno por uno todos sus candidatos. Ni Puigdemont ni Sànchez ni Turull. Mariano Rajoy cumplió sobre las instituciones catalanas una vieja aspiración que Aznar y la CEOE habían planteado años atrás sobre las instituciones vascas: suspender la autonomía al estilo del Ulster.
Qué jóvenes éramos en aquel 2014 en que el CIS situaba a Podemos como primera fuerza política. Por suerte, y para evitar males mayores, se desató una torrencial tormenta de basura. Informes falsificados, querellas de porexpán, policías patrióticas, lawfare, es muy burdo, vamos con ello. Nadie nunca le devolverá su escaño a Alberto Rodríguez igual que nadie nunca le devolverá la vicepresidencia valenciana a Mónica Oltra. Del honor manchado y las reputaciones arruinadas no podemos quejarnos. Es el precio menor que tenemos que pagar en nombre de la democracia. No seamos ingratos. Ya que votamos tan mal, deberíamos agradecer las correcciones.
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