Opinión · Dominio público
El turismo, qué gran invento
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En Gijón se hará un trenecito turístico que recorrerá —se anuncia— la avenida del Molinón y el Muro, nombre popular de la calle Rufo García Rendueles, que es la que corre paralela a la playa de San Lorenzo. Gijón, en tiempos de cambio climático que va volviendo irrespirable la costa mediterránea, empieza a tornarse un nuevo Benidorm; meca turística de un Cantábrico de moda. Pero tiene gracia este tren. Tiene sentido organizar uno en Toledo o Sevilla, ciudades plenas de joyas patrimoniales. Un tren en el que te lleven a Itálica o a los miradores del Tajo. El anunciado en Gijón significará sablear a los foriatos para llevarlos a contemplar un estadio feo y con más porquería encima que los talones de un hippie (El Molinón es el templo del fútbol español, el estadio más antiguo del país, pero no podemos decir que sea un templo bello); un parque normal y corriente (el de Isabel la Católica); una fachada marítima cuyas altas y antiestéticas torres de pisos del desarrollismo en primera línea de playa se han puesto de ejemplo durante años de todo lo que no hacer en materia urbanística; una escalera grande. Que los gijoneses tengamos a La Escalerona —una escalinata racionalista de acceso a la playa construida en 1933— por uno de los grandes monumentos de la ciudad dice bastante de que la misma tiene algunos encantos (una buena gastronomía, una buena vida nocturna; cada vez más caras, eso sí), pero no los que permiten ser candidata a Patrimonio de la Humanidad de la Unesco. Sin embargo, habrá un trenecito; se embutirá el trenecito como a puñetazos en la maleta minúscula de atractivo patrimonial de una ciudad que fue un humilde pueblo de pescadores, sobre el que un día advino la brusca elefantiasis del convertirse en polo industrial.
El turismo es un extractivismo febril que explota lo que hay y lo que no hay; un fracking del sacar cuartos a los desavisados visitantes; uno tan contaminante como el fracking propiamente dicho, si pensamos en la insostenibilidad inconcebible de los cruceros o las esquilmaciones hidrológicas provocadas por los campos de golf o los grifos abiertos por flujos de millones de turistas. El agua ya escasea incluso en Llanes, donde rastrean nuevos acuíferos para mejorar una traída ya insuficiente, que no lo sería para 10.000 habitantes, pero sí para un cuarto de millón de turistas. Pero el extractivismo de la publicidad turística engañosa sigue. Drill, baby, drill. La propia lista del Patrimonio de la Humanidad, pensada en inicio para un exiguo puñado de tesoros abracadabrantes, ha acabado concediendo su codiciado sello a lugares muy corrientes. En Gijón lo reclaman para la Universidad Laboral, la segunda edificación franquista más grande de España, después del Valle de los Caídos; suerte de falansterio fascista autárquico, con huertos y talleres, pensado para redimir a la Asturias roja; construcción curiosa, interesante, pero que no parece que tenga mucho sentido equiparar a Machu Picchu, las pirámides de Guiza o Angkor Wat.
Bromea en Twitter la cuenta Tuntu asgaya que estaría bien hacer un trenecito turístico de Zeluán a Tremañes, y lo dice irónicamente, pero tiene razón. Un tren para recorrer la Asturias sucia, la Asturias del hollín. Tremañes, hoy un barrio más con todos los servicios, fue en tiempos el último círculo del infierno del Gijón chabolista; una barriada de calles enfangadas en la que las usinas de los alrededores hacían sus vertidos y los hijos pequeños de una nutrida migración portuguesa se morían de tifus. Zeluán es el extrarradio de la también industrial Avilés. Y entre medias están las dos plantas de la antigua ENSIDESA y otras factorías humeantes que fueron, en tiempos, meca de desertores del arado de toda España, que llegaban a Asturias con humildes maletas de cartón en las que cabía su seseo extremeño, su andaluz cantarín, su lengua gallega. Los locales los llamaban coreanos porque su miseria les recordaba a la de los refugiados de la guerra de Corea, contemplada en el NO-DO. Vivieron en chabolas y en colomines, fueron rebeldes y heroicos, murieron, a veces, de formas horribles, en accidentes laborales espantosos o a fuer de respirar miasmas nocivos, como el amianto o los efluvios de la mina de mercurio del pozu El Terronal, en Mieres, a cuyos empleados la esperanza de vida se les reducía drásticamente desde el momento en el que entraban a trabajar. Eran, sobre todo, extremeños y andaluces.
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Se podría, sí, hacer un tren turístico de la fealdad histórica, de las verdades sucias, un tour del hollín y el amianto y las tumbas de niños portugueses, que mire de frente al rostro del horror y de la injusticia, que recuerde la gesta de los sindicalistas y los curas obreros; pero el turismo realmente existente no busca eso, sino belleza real o trampantójica; biombos escapistas que hurten a nuestra vista las malandanzas del mundo. El turismo, ya lo decía Paco Martínez Soria, es un gran invento. Y a inventar se pone.
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