Opinión · Otras miradas
Sueña la margarita con ser romero
Escritora y doctora en Estudios Culturales
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“Sueña la margarita con ser romero” –ole, vuelta, cruce; mi vecina Luisa me va guiando porque sabe que yo no tengo ni idea de bailar sevillanas. “Con ser romero sueña la margarita…”, y yo me dejo mecer al vaivén de su cuerpo ágil de 50 años, tan saleroso que el mío se asemeja a un trasto viejo por mucho que lo contonee con las manos alzadas. Sobre los tabiques improvisados de la caseta han colgado geranios en flor, huele aún a carne a la brasa, y el albero comienza a teñir de pardusco nuestros volantes. El recinto oreado de sol rezuma alegría, ¡y mira que es guapa la gente! Nosotros, los demás, tanto que las diferencias sociales se difuminan y las edades se confunden. Eso debería ser, al fin y al cabo, una feria: mezcolanza de cuerpos aunados por el jolgorio, celebración inconsútil de la vida. Cimbreo las caderas y, al acercarse Julián con otra jarra de rebujito, pienso que a alguien le correspondería ayudarlo, pues maniobra con dificultad el asa a causa de su brazo en cabestrillo: una mala caída por las escaleras lo condenó a pasar la noche en urgencias. "No te preocupes, Azahara" –me dice–, justo antes de sacar el móvil y mostrarme la foto de la radiografía: un dedo roto, la brizna de vulnerabilidad que justamente no queremos ver, así que respondo, jocosa: "¡guárdate la decoración de Halloween!" Nos reímos. La margarita sigue soñando.
A veces, todo esto me parece un milagro: personas felices que coinciden en la historia y reparten cariño altruista. Nada me une especialmente a Luisa y Julián excepto el hecho de que compartimos el patio y nos vemos casi todos los días; es decir, nos ha juntado la geografía, y de ahí surgen algunos tipos de amistad. Ella madruga para ejercer de cajera en el supermercado del barrio; él, marmolista jubilado prematuramente por culpa de una incapacidad, realiza tareas sencillas en su casa despacito y con tiento, al menos cuando cuenta con dedos intactos. Si hoy nos hemos reunido bajo una lluvia de canturreos y vino barato se debe parcialmente a la paga de este último, al salario mínimo aumentado que gana la primera, y a las horas de asueto que garantizan unos derechos laborales conquistados hace muy poco. La escayola, las atenciones para que esa fractura ósea sane bien, no les han supuesto un desembolso extraordinario, y los niños progresan adecuadamente gracias a la educación pública: la mayor, becada en la universidad de Córdoba, pronto se nos suma y la madre finalmente respira tranquila tras haber encontrado una compañera experimentada de baile. Una frente a la otra, rasgos similares, recuerdan a un espejo recién lustrado.
Podría afirmarse que la jarana aliena y enceguece los problemas cotidianos, pero también desata una convivencia luminosa que, no obstante, desemboca a ratos en cierta conversación de tintes inquietantes: fíjate tú, antes el servicio de urgencias no estaba saturado y eso, Julián reconoce, es consecuencia directa de los diez días que se tarda en concretar una cita con el médico de cabecera. Y la feria, asegura, tú la ves así de preciosa, engalanada de farolillos y macetas, aunque a mi sobrina no le gusta tanto: la han contratado por 600 euros la semana y pico que dura, incluyendo nocturnidad y, claro, vaya abuso. Después de un trago, Luisa se me engarza por un codo, observa mis mangas largas, y comenta la infinita suerte que nos envuelve este año que ha existido la primavera, una rareza: podría habernos hecho 40 grados, en esta ciudad que es un caldero, chiquilla, vamos a crujir ya mismo. Sueña la margarita y a mí, de repente, me invade una sensación de provisionalidad, untada a ráfagas del polvo que levantan los caballos, como de tiempo suspendido sin líneas de fuga, falto de perspectiva, de tiempo que cualquiera hubiese guardado en una cajita de música a punto de quebrarse, igual al hueso de Julián, pero sin posibilidad de cura.
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Respiro hondo, contemplando alrededor un trajín lozano que me sofoca ligeramente sólo porque quizá desaparezca pronto, cavilo, si se derrumba el soporte que va desde el agua a la temperatura, atraviesa el centro de salud, se cuela en las aulas, y pasa por la prestación por desempleo. Respiro y noto que, a pesar del augurio, mis caderas han decidido continuar su ritmo sin pedir permiso y se mueven, libres, ignorantes de una reflexión vigente hasta que unos muchachos me interrumpen para que les saque una foto: por supuesto, colocaos, ¿estáis listos? Cuando el más alto reclama su teléfono percibo una pulserita con la bandera de España atada a la muñeca: gracias. Sueña la margarita, y por qué querría ser romero y perder sus pétalos blancos, lo que le ha costado llegar a ser una margarita, enraizada en un suelo que lo tenía todo para ser perfecto, el paraíso milagroso de una fiesta en mayo, por ejemplo, de la que, si se eleva la tapa, brota un palmeo, varios cruces, vuelta, ole… tan frágil la cajita.
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