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Opinión · Otras miradas

No es un culo, es un icono

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Cada vez se hace más evidente que existe un feminismo regañón que despliega una mirada puritana, restrictiva y muy poco imaginativa sobre los cuerpos de las mujeres y sobre los discursos que libremente deciden encarnar con ellos. También al criticar las disidencias y cuestionar las provocaciones más o menos atinadas hay feministas dispuestas a mesarse los cabellos. Lo vimos con Zorra, una canción que de tan mala no daba ni para provocar un debate, pero que precipitó uno del tipo más bizantino sobre si apropiarse de insultos o de conceptos peyorativos empodera o no termina de hacerlo. Pasó con la maravillosa película de Yorgos Lanthimos Pobres criaturas, sobre la que se elaboraron multitud de análisis destinados a desenmascarar su machismo, como si la cultura fuera un mero compendio de códigos que desencriptar con significados unívocos. De los análisis en cuestión se desprendía que el film contenía una defensa de la prostitución e incluso de la pedofilia, lo que venía a demostrar que -¡oh, dios mío!- Lanthimos era un señor y, como tal, un mal feminista. Detrás de consideraciones como ésta hay, según me parece, una visión muy plana y moralista del arte y de la vida.

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Esa misma forma de aproximarse a la sexualidad y al sexo subyace a las críticas vertidas contra la portada del semanario El País publicada el pasado domingo. En la foto que el periódico eligió para ilustrar un reportaje que tituló “La jefa”, y en la que la artista aparece de espaldas, hay quien ha percibido la intención de reducir a Swift a un culo, como si en la imagen fuera su culo lo que destaca. No es eso lo que yo veo en la espectacular foto de Manuel Vázquez sino una composición magnífica en la que nos colocan frente a un escenario oscuro en cuyo centro hay una mujer de melena rubia ataviada de manera electrizante, que baila y que, a juzgar por el micrófono que porta en su mano derecha, ¡canta! Estamos ante el retrato imaginativo y acertado de un icono reconocible por cualquier persona incluso sin verle la cara. Ella es, tal y como la revista titula el reportaje, 'la jefa'.

El fotógrafo ha decidido colocarse detrás y no iluminar el proscenio, sino recoger la perspectiva del backstage, mostrando a Swift de espaldas en una narrativa que el pie de foto certifica. Taylor Swift es, según se desprende también de esta imagen, mucho más que una cara. Es una artista que, vistiendo una indumentaria muy estudiada -por cierto muy poco sexual, pues Swift acostumbra a utilizar un maillot bastante cerrado y botas hasta la rodilla en sus actuaciones- que canta y que baila y que tiene un protagonismo absoluto en los espectáculos que produce, en la difusión de su música y de su marca.

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No me gusta Taylor Swift especialmente. No he logrado enganchar con su música y no creo que sea por una razón generacional. Hay otras artistas de su edad que sí me gustan. Al margen de esto, he seguido con interés el “fenómeno” Taylor Swift. La evolución de una artista de country en su natal Pensilvania hacia un icono global del pop o su compromiso gradual con la política, que empezó con la defensa del derecho al aborto en Estados Unidos nada menos que en la época de Trump y la construcción de un imperio comercial autónomo de la industria y que, con toda probabilidad, pronto comenzará a arrojar tantas luces como sombras. Y si no que se lo digan a las vecinas de la zona del Bernabéu, donde no arrojará sombras, sino decibelios por encima de lo aceptable. O que se lo cuenten a los habitantes de las ciudades en las que recala su gira, que ya están sufriendo las subidas de precios en los transportes y la hostelería. Por no decir nada de los efectos en la homologación de los patrones de consumo cultural que fenómenos con el alcance y la omnipresencia de Swift tienen en las vidas de -especialmente- nuestros jóvenes.

En suma, hay tanto que hablar de Taylor Swift, del icono, de la empresa musical y del proyecto artístico, de sus compromisos políticos y en general de su persona pública, que no queda más remedio que lamentar que haya feministas empeñadas en apreciar y denunciar la sexualización de nuestras mentes cuando lo imperativo es que abran las suyas.

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