Opinión · Dominio público
Heidi y Marco. Los 'menas' de nuestra infancia
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A mediados de la década de los setenta del pasado siglo España transitaba del blanco y negro al color. La televisión pública emitió en 1972 la serie Heidi y en 1977 Marco. Ambas habían sido cuidadosamente pensadas y rodadas por Isao Takahata como parte del Proyecto World Masterpiece Theater para la productora Nippon Animation, que fue algo así como el germen de los afamados Estudios Ghibli.
Heidi se basaba en una novela de la exitosa escritora suiza Johanna Spyri publicada en 1880 en la que contaba la historia de una niña huérfana que está al cuidado de su tía Dete. Cuando su única pariente encuentra empleo en la próspera ciudad alemana de Francfort, decide dejar a la pequeña Heidi a cargo de su abuelo, un anciano solitario y agreste que vive en las montañas de una pequeña comuna en el cantón de los Grisones. La emigración a la Alemania unificada es un fenómeno histórico de envergadura desde finales del siglo XIX. La industrialización atrae mano de obra de un modo especial de países como Polonia pero también de otros colindantes como Suiza que, además, envía importantes contingentes de trabajadores a Estados Unidos en esa misma época.
Heidi se queda sola a cargo de un adulto con el que tendrá que aprender a relacionarse. En la historia de Spyri, que Takahata rueda a partir de una adaptación literaria al japonés publicada en 1925, Heidi sufre más desarraigo cuando es obligada a mudarse a Alemania para trabajar como damita de compañía de una niña rica de su misma edad que cuando es dejada al cargo de un adulto de su familia en las montañas de su Suiza natal. Los vínculos de Heidi son con la tierra, y es a través de su progresivo arraigo que la niña se integra en una comunidad de cuidados, socialización y ayuda mutua. Por eso Heidi experimenta una gran soledad y tristeza desde el momento en que se traslada a vivir a un casoplón en Francfort desde el que recordará con nostalgia la montaña, que no es solo libertad, sino también camaradería y acompañamiento. La pequeña Adelaida fue una niña sola como consecuencia de la emigración. Una de tantas cuyos padres y tutores parten a otros lugares en busca de una vida mejor, con billete de ida y, solo a veces, también de vuelta.
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La unificación alemana corre en paralelo a la italiana y ambas, a su vez, acompañan procesos de desarrollo industrial que catalizan nuevos flujos de emigración en el último tercio del siglo XIX. En la misma época en la que Heidi se quedaba sola en Maienfeld con su abuelo, un niño italiano nacido en un puerto muy lejano al pie de una montaña, siente como un día la tristeza llega hasta su corazón, cuando tiene que partir…de los Apeninos a los Andes. Así se titula el cuento en el que está basado Marco. La historia forma parte de la novela Corazón, de Edmondo de Amicis. Un texto lleno de optimismo histórico escrito en 1888, diez años después de la proclamación de Humberto I como rey de la Italia reunificada.
De Amicis era socialista, pero también era un hombre de extracción social elevada, con lo que su socialismo es todavía muy idealista, precientífico y de resabios burgueses. Exmilitar y viajero (todo lo contrario a Johanna, quien al perder a su marido y a su hijo se encerró en un pisazo en Zurich y huyó del dolor y de la pena a las tierras de su imaginación, donde Heidi seguía campando por sus respetos entonando el olerei eri-oo), De Amicis volcó en Corazón una convicción: la solidaridad resolvería los problemas de la humanidad. Es decir, estos no se solventarían por intervención de ninguna entidad divina ni correspondía al individuo en solitario su abordaje. Solo la ligazón social, la organización y la solidaridad, contribuirían al feliz desenvolvimiento de unas vidas acechadas por la pobreza, la miseria o, en el mejor de los casos, la escasez. La historia de un menor no acompañado que cruzó el mundo desde Italia hasta Argentina, un pequeño migrante en busca de su madre, conmovió a las audiencias de Marco en Japón y en Europa, tanto o más que las peripecias de la suiza Heidi.
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Estas historias de niños solos que migraban o cuyos padres o tutores lo hicieron en una época en la que Europa sufría grandes desplazamientos de población asociados a los procesos de industrialización y a los cambios fronterizos vinculados a la formación de los Estados contemporáneos, nos atravesaron emocional y moralmente por obra y gracia de la maestría, la sensibilidad y la exquisitez de Takahata. La España de los setenta, desperezándose de cuarenta años de Dictadura franquista, sufrió y lloró por el desarraigo y la crudeza de las vidas que tuvieron que vivir aquellas criaturas a finales del siglo XIX. Hasta cierto punto, aquellas series nos traían ecos de nuestra historia reciente, de las sucesivas olas de emigración, de exilios políticos y económicos padecidos durante los cuarenta años de sombría Dictadura que ahora algunos, por pura banalidad y estulticia, anhelan.
El escapismo de aquellas historias nos proporcionó consuelo, un alivio subterráneo, la liberación de una pena inserta en el corazón mismo de un inconsciente colectivo aletargado por la falta de libertades. Pero el exotismo decimonónico filtrado por el incipiente lenguaje del anime japonés, tal vez nos hizo creer que aquello por lo que nos desvivíamos de semana en semana, aquello que esperábamos ver, el desenlace de las historias de Heidi y Marco, de una niña abandonada y explotada y de un niño al que hoy la extrema derecha llamaría 'mena' -y cuya única compañía era un mono-, no era parte de la vida real. Pero sí lo era. Aquellas series no se parecían en nada a los culebrones venezolanos ni a las soap operas norteamericanas que nos absorberían la sesera algunos años más tarde; eran adaptaciones artísticas de una literatura europea cuyos temas hoy, todavía, nos alcanzan y cuyos temas todavía hoy nos acechan: la pobreza, la soledad, la tensión campo- ciudad y, por supuesto, la emigración.
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La fantasía de una Europa eterna y estable en términos fronterizos es tan delirante como la de una Europa pura en clave cultural. No hay que militar en el mestizaje y la diversidad para asumirlas, como no tiene ningún sentido histórico ni político pensar la emigración como un “problema”. Es una realidad detrás de la que hay vidas sometidas a injusticias y padecimientos cuya causa es un modelo de crecimiento y explotación que propicia la desigualdad, que empobrece a amplias capas de la sociedad y que separa al opulento Norte (a su vez fracturado y tensionado por desequilibrios económicos y sociales) del Sur global.
Ahora que la extrema derecha recrudece su discurso de odio contra los niños y niñas que huyen de la desesperación y la miseria y terminan llegando solos a España, tal vez la televisión pública podría hacernos un favor a todas y reponer las series de Takahata. Las infancias migrantes forman parte de la historia de Europa. Simpatizar con unas historias y unas vidas despreciando otras -podemos hablar también de las miles de criaturas palestinas asesinadas por orden del gobierno de Israel- solo es racismo y xenofobia. Utilizar a los menores, como hacen las derechas, para seguir avanzando posiciones en sus guerras culturales, es una ignominia, una irresponsabilidad y una vergüenza.
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